jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 30. Té de rosas

Vilches cortaba el pasto del jardín de la casa en calle Cerezos, a metros de la plaza Manuel Rodríguez, con toda la paz del mundo. Era un poquito feliz los lunes por la tarde, como un burgués honorable y pacífico, cumplía con el rito de emparejar el green, que prolijo y tupido, tal como era esa variedad, así nomás, inglesa, rodeaba los canteros con los rosales de la Tere, dando marco a una florida policromía de aromas y tersuras.
Famosa era la casa del matrimonio Vilches Barrientos, por las rosas. Si no fuera que la pareja se ganaba tan honorablemente la vida con un cabaré, sin duda que la Tere hubiera sido invitada por la asociación de damas valparadinas y viñamarinas, que agremiadas, premiaban y programaban actividades varias para promover y meritar lo mejorcito de tales jardines.
Tal discriminación, más allá de que las viejas de la asociación le parecían unas cuicas concha de su madre, le causaba un profundo dolor al viejo, que por más putañero que había sido y que si pudiera seguiría siendo, amaba con lo mejor de sí a esa fiel, bonita e inteligente Teresa Barrientos Hagman.
En paz estaba el Vilches, pero nada tranquilo. El escándalo del sábado, con el agravante del frustado intento de agresión a cuchillo de Cuellar, le daban vueltas y vueltas en la cabeza, al paso de sus idas y venidas sobre la gramilla. Qué mierda, la veía tan clara.
Si bien el peruano le había jurado y rejurado que estaba todo bien, que sí, que bueno, que sí, que se estaba pasando de la raya, pero que estaba todo bien, que él no tenía porqué meterse, que la turquita se había ido de boca, que le había dicho cosas superfeas al Alberto, que lo había sacado, siendo, como era, más bueno que la harina el argentino, que había perdido la cabeza, ya, que estaba bueno, que por favor se quedara tranquilo.
Bueno, todo este arrebato de mea culpa y me propongo firmemente no pecar más, al viejo no hacía otra cosa que generarle una incertidumbre y una sensación de que en cuanto el Cuellar se cruzara con el argentino iba a haber pelea, gota que iba a rebalsar el vaso, y hacer que su humilde negocio, la forma de sus sueños, si queremos ser más floridos, estando como estamos entre rosales, se fuera a la reputísima madre por un buen tiempo. Corriera riesgo.
Así iba y venía con la máquina el Vilches, cortando el pasto y exprimiendo el seso, para que alguna idea genial, salvadora, le sacara esa angustia. La inminencia de que mañana trabajaban, y que inevitablemente, en algún momento, el argentino y el peruano iban a cruzarse, si no era que el Cuellar lo iba a buscar directamente, aumentaba la zozobra del viejo, que apenas levantaba la vista del pasto.
La Tere salió a lo verde con una bandeja que portaba una tetera y dos bonitas tazas de porcelana. Con un té salió la Tere. Un lunes de enero a las cinco de la tarde. El té no venía solo, scones amasados por ella misma y un delicioso lemon chese, para ponerles dentro, hacían que ese reparo, en tiempo real y espacio justo, juntara a los esposos en un remanso lleno de perfume y gusto. Depositó la bandeja sobre la mesa del juego del jardín y llamó al viejo con la mano, contenta, orgullosa, amiga.
El Toño apagó la máquina, se sacudió las manos, tiró para atrás el sombrero panamá que lo protegía de los impiadosos efectos del agujero en la capa de ozono y caminó derechito hacia el rito de las cinco de la tarde y la deseable sombra del alero de la terraza de su casa.
Sentado en su poltrona, esperó que la Tere le preguntara.
- Alguna idea, Toño, o vamos a mirar así, como pavos, cómo se nos va complicando tanto.
- No sé, Teresa, lo único que me va cerrando es llamarlo al Alberto y decirle que se tome unas merecidas y necesarias vacaciones. Qué sé yo, que se vaya con la española de viaje unos días. Pero bueno, algo de esta idea me hace ruido.
- Y sí, claro, qué sabemos de esa relación, qué hay de cierto en que continúa, o cómo lo puede llegar a tomar él, tan sensible como es, tan frágil como yo creo que es. Y si se ofende, si se arranca solo el pobre y nunca más vuelve. Ah, ahí qué hacemos ?.
El Vilches tomaba el té asiendo el plato de la taza con las dos manos, como si pesara mucho. Con la mirada le pidió a la Tere que le preparara un scon relleno de lemon chese, bien cargado. Se lo mandó directo a la boca, medio grosero, angustiado, hambriento.
- Y lo de la fiesta, la inauguración de la casa de la Carmen ? -. Tiró como al voleo la Tere, en esa doméstica y urgente tormenta de cerebros.
El Vilches terminó de deglutir la masita y después de un sorbo de té, miró a la esposa como si hubiera dicho algo que había que tener en cuenta.
- A ver ?.
- No sé, creo que el Alberto y el Alejo habían estado hablando como de una comisión de fiestas, no sé, un comité o una cooperativa para hacer que los disfraces no fueran tan fomes, tan huevones. En una de esas, poner a la gente a trabajar en algo lindo, creativo, en equipo, puede apaciguar a las fieras, onda labor terapia. No sé, digo.
El viejo dejó la taza sobre la mesa y se preparó él mismo el segundo scon, es más, separó las dos mitades y las cargó goloso con cantidades simétricas de dulce de lemon cheese, proporcionales al placer que la idea de la Tere comenzaba a provocarle. Entre cucharada y cucharada miraba a su mujer lleno de gusto, como expresándole lo bueno que era que ella existiera.
- Es más, creo que el Alejo puede coordinar con muy bien la movida, no sé, como que la delicadeza del cabro es ideal para borrar la mala onda del Cuellar, y para provocar en el talento del humor del Alberto, cosas lindas, divertidas.
- Ya, me gusta, me gusta. Y con la Carmen, qué, cómo se suma ?-. Se preguntó Vilches, sabiendo que no era tan fácil motivar a la turquita, que imaginaba sin temor a equivocarse, con un resentimiento y un dolor no tal fáciles de superar, de olvidar, de digerir.
- La Carmen un poco se la buscó, Toño, ella lo sabe. Actuó movida por los celos, si la española no aparecía, olvídate, lo de la otra noche no hubiera pasado nunca. Y la Carmen será lo que tu quieras pero es una chiquilla honesta. No va a poner palos en la rueda. Yo puedo hablar con ella. No es problema la Carmencita -. Sentenció humana y femenina la Tere, más entusiasmada que el Vilches con la idea.
El viejo miró sosegado el jardín, los rosales. Respiró un poco más tranquilo, aferrándose a un inminente baile de disfraces que pudiera tal vez juntar de nuevo a la gente, más allá de rencores y heridas, en un convivio de caretas y trajes de utilería, capaces de cubrir lo mejor posible esa cara fea y tan poco amistosa que había aparecido de repente, en medio del trabajo, tan cargada de pasiones que parecían enterradas, o que nunca habían existido.
- Ya pues Tere, ya, vamos con la fiesta. Ya estamos. Oye, y tú de qué te disfrazas mi reina, de Morgana, eh, de maga. O de Teresa de Calcuta, de santa ?.
- No seas patudo, Toño, a ver si te jodo y me disfrazo de cabaretera, nomás, o de madame de puterio. Eh, Vilches -. Lo intimidó la Tere, jactanciosa, desafiante, en pleno ejercicio de su poderío.





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