jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 31. Fotos familiares

Había estado a punto de armar un ikebana, ese exótico y milenario arte japonés, que dice cosas con floreros, flores, piedras y demás accesorios. O un centro de mesa, más occidental, menos pretencioso. Después puso las dos docenas de rosas rojas dentro de una lata vacía de aceite de dos litros, lata que no tenía la menor idea de cómo había ido a parar a la cocina, detrás de las dos ollas y la sartén.
La había limpiado lo mejor que pudo, con un abrelatas le sacó la redonda tapa y en esfuerzo de producción elogiable la había forrado con un papel afiche amarillo, que recordó guardaba en el ropero, de la gira que había hecho a Concepción hacía unos años.
En el centro de la mesa del salón comedor escritorio estaban ahora las rosas, algo mustias, pero todavía presentables. Al pie del florero, que eso era ahora la lata, puso apoyada la foto enmarcada de Tomás, su único hijo, con la mamá, su ex esposa.
Horas hacía que estaba sentado frente a ellas, frente a su recuerdo, a ese lacerado pedazo de historia. Como una estatua humana que solamente fuma. El dolor más grande de Alberto era reconocer y no poder aceptar, que no sentía ya nada ante esa rectángulo de papel color, medio fuera de foco y descolorido, que parecía no poder decirle nada. Ajeno a esa impresión gráfica quedaba Alberto. No era él quién había disparado la camarita con nombre de alegría, de familia, de amigos, de vacaciones inolvidables, la kodak fiesta.
Algo dentro suyo había muerto, ya no habitaba en su corazón ese hijo que nunca lo había podido nombrar, que no sabía quizás ni su nombre, ni de su altura o su sonrisa, menos aún de ese oficio suyo, el de hacer reír a la gente.
Y nadie tenía la culpa de esto. Eran esos dolorosos, irreparables, permanentes e incurables moretones del alma. Ahora, que casi inútilmente intentaba la respiración artificial, el masaje cardíaco, el shock eléctrico a sus recuerdos, caía en cuenta que no, que no sentía nada, que había puesto por cierto esmero, perseverancia, dedicación exclusiva durante unos largos ocho años para matar la más mínima sombra de esos sentimientos. Y bien que lo había logrado, se había sacado un siete en el arte de enterrar ese costado en carne viva de su alma.
Las apariciones del ángel y los condimentos con que había sazonado la historia a posteriori, dando a entender que esperaba una palabra suya, un mensaje directo, personal, intransferible, o un pedazo del mismo, alguna pluma, es más, sus alas, para poder volver a Buenos Aires y presentarse ante Tomás así, con un regalo regio, digno, después de tanto tiempo de ausencia, le parecían ahora sólo una hermosa excusa, un disparate, o en el peor de los casos, otro engaño de Alberto del Río, una fea patraña.
De todas maneras, la idea de tomar el teléfono y llamar a Buenos Aires, a ver si en ese número que todavía conservaba podía escuchar la voz de Tomás, le rondaba la cabeza. Una y otra vez se imaginaba el momento, la emoción que iba a ser extraña, desconocida, tal vez el silencio, ante la imposibilidad de articular palabras. Peor aún que atendiera la madre, la cual sin duda iba cortar al escuchar su voz, sin pasarle con el hijo, ocultando su llamada, diciendo que era un llamado equivocado.
Se levantó en esas para ir al baño y poner luego la pava en el fuego. Cuando estaba en el baño empezó a sonar el teléfono. Corrió a atender, cerrándose la bragueta.
La voz que escuchó del otro lado hizo que las pulsaciones cardíacas se le aceleraran en un buen por ciento. Se sentó frente al teléfono y encendió un goluá con la otra mano. Era Luz.
- Aló, Alberto, Luz te habla. Aló, me escuchas, cómo estás ?-.
- Sí, sí, te escucho, Luz, bien, bien, y tú, volviste, por dónde andas ?-.
- Aquí, en el hostal. Oye, qué vas a hacer más tarde, me gustaría que hablemos -.
El “hablemos” en lugar del “verte” le provocó en el corazón un toque de angustia. Eso sonaba a chau, a qué bueno haberte conocido, a nos vemos en otra vida, en el círculo polar ártico, un día de esos. Tragó saliva y con la voz medio apagada respondió como pudo.
- Nada, Luz, nada, aquí, haciendo un montón de nadas, vente cuando quieras -. Arriesgó el argentino, buscando la intimidad de la casa, lugar propicio para una despedida como Dios manda en el peor de los casos.
Luz acusó el mensaje y se quedó un par de segundos callada. - Bueno, en una hora paso. Colgó la española con el beso de Alberto en el medio de la cable, buscando la salida.

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