Alejo no estaba en su casa, la tía Encarnación le informó al Vilches que estaba donde Carmencita, cuidándola, pero que no sabía el nuevo teléfono de la chica. Luego el viejo había llamado a Cuellar, que seguro sabía el número, pero no lo había encontrado en la casa. Le dejó un mensaje en el contestador para que lo llamara en cuanto llegara, para pasarle el número. Lo último que le quedaba por hacer era llamar al Alberto, aunque dudaba que éste tuviera esa información sobre la turquita. Pero bueno, lo llamó igual, por las dudas.
Alberto estaba cambiándose cuando volvió a sonar el teléfono. Poniéndose desodorante fue del baño al escritorio, rogando que no fuera Luz, para cambiarle el lugar del encuentro. Respiró más tranquilo cuando escuchó del otro lado la voz del viejo.
- Hablo con el famosísimo cómico argentino Alberto del Río -. Saludó lleno de fiesta ya el viejo.
- Vilches, quiubo ? -.
- Aquí estamos, todo bien, cortando el pasto, the gardiner, de lunes, Albertito. Oye compadre, tú por casualidad tienes el teléfono de la Carmen ? -.
- No viejo, anoche quise llamarla y me di cuenta que no tengo el número. Llama al Alejo, él seguro que lo sabe, o al Cuellar, ah -.
- Ya, no, ya los llamé pero el Alejo está en lo de la Carmen, y Cuellar, desaparecido. Ya, bueno, todo bien ? -.
- Ahí andamos viejo, medio mal, pero espero empeorar favorablemente. Oye, lo que sé es la dirección. Ah, ya, tú también, si ustedes fueron para la mudanza. Bueno, no sé cómo ayudarte -.
- Bueno, mira, estuvimos conversando con la Tere sobre la conveniencia de lanzar mañana mismo el tema de la organización del baile de disfraces en lo de la Carmen, y, bueno, sería interesante que tú y el Alejo lo activaran, me entiendes, para cambiar de la mejor forma la onda medio densa que se ha generado en el boliche -. Agregó el viejo, ya decidido, haciendo política.
- Claro, de más, cuenten conmigo. Sí, sí, me parece lo mejor, muy buena idea, largar el asunto mañana mismo. Bueno, mira, yo estoy esperando a la española ahora, veo qué pasa, y si la historia se pudre, ah, cosa más que probable, me mando para lo de la Carmen a hablar con el Alejo esta noche. Te parece ? -.
- Ya, puta, sería estupendo. No, bueno, ojalá que no puedas, huevón, que te quedes dándole cariño a la española, bueno, ya está andando la rueda. Eso era lo que quería. Manéjalo como mejor puedas. Ya, bueno, un abrazo y saluda a ese coño de mi parte -. Concluyó medio confianzudo y cachondo el viejo.
- Ya pues viejo, nos vemos, un beso para la Tere, chavito -. Alberto cortó, sonrió y se fue para su habitación, a buscarse una camisa limpia y planchada en el ropero.
Ahí escuchó las llaves a la puerta. Primero se asustó y luego se acordó que Luz tenía un juego. Salió al patio, desde donde se veía y la puerta de entrada. Era ella. Ese supuesto exceso de confianza de entrar así, abriendo ella la puerta hizo que volviera presto a ponerse la camisa que había elegido. Una negra, de manga corta, como cazadora, para llevar afuera del pantalón.
- Voy al tiro, Luz, estoy terminando de vestirme. Un minuto, por favor -. Alberto le hablaba a Luz desde su habitación, pero sin decirle que pasara o que fuera para la cocina o el escritorio.
Eran casi las siete de la tarde, y los naranjas del cielo se iban yendo para violetas, ocres, con trazos azules. Luz sacó una silla de la cocina y la puso en medio del patio. Sacó los camel y se puso a fumar, relajándose.
Cuando Alberto salió de su habitación, lo mejor que pudo, dado su estado postraumático, se levantó y lo abrazó con fuerza. No se besaron.
Alberto era ahora el que no la soltaba, le levantó la cara con la mano, suave, tierno, y se miraron a los ojos por primera vez así, extraños, sin saber muy bien qué hacían. Se miraron porque eso era lo que estaban buscando, ese quién eres, quién eres tú, y qué haces aquí, en el borde de mi vida ?. Después vino el beso, pero ligero, liviano, un hola con los labios. Los dos estaban medio emocionados.
La Luz volvió a sentarse. Alberto fue hasta el escritorio y volvió con una silla. La cosa iba a ser en el patio, con el canario como único y canoro testigo.
De un sobre que tenía junto al bolso, Luz sacó la foto del ángel y se la pasó a Alberto sin mediar palabra.
Alberto tomó la foto, se respaldó en la silla, sacudió la cabeza. No podía creer lo que veía. Levantó la vista, miró a Luz a los ojos, sonrió, volvió a sacudir la cabeza. No paraba con el movimiento, parecía un títere.
Luz entrecerró los ojos como para adivinar qué estaba sucediendo con el argentino. Ninguno hablaba. El canario se había lanzado con un trino que podía estar presagiando un temblor considerable o el inicio del apocalipsis. La trompeta del ángel parecía el pajarito.
Habló al fin, pero con una prudencia muy fina, como un acróbata que sabe que se va a jugar la vida, porque le sacaron la red, abajo.
- Qué quieres que te diga, Luz, dime, qué necesitas ? -. Musitó despacio Alberto, ante la inminencia de un desenlace lleno de luz, al final de un túnel, con la vida pasando en cámara rápida, toda junta, en un magistral clip, editado linealmente por un montajista ciego, inspiradísimo, de otro mundo.
- No sé que quiero que me digas, qué es eso, es un modelo, es un juego, un acertijo, una broma pesada, o es eso, lo que no puede ser, un ángel con ganas de salir en los diarios, eh, coño, eso es ? - . Se explicó como pudo, intentando no levantar la voz ni perder la calma la española, cosa que estaba a punto de no lograr.
- No soy de tomarle el pelo a nadie, Luz, mucho menos a vos, mujer, calma -
Se levantó y fue a buscar los goluá a la pieza. Volvió con el atado y con uno en la boca, encendido. Se sentó buscando las palabras. Volvió a mirar la foto que había dejado en la silla. Sabía que con la explicación que diera, con más menos detalles, Luz se iba levantar más confundida de lo que estaba, se iba a ir y no iba a volver a verla nunca más. Ni un minuto más se iba a quedar con él, con un loco, con un alucinado.
Luz seguía como agachada en la silla, esperando sus palabras, con los ojos entrecerrados, fumando nerviosa.
Le dio una pitada intensa al negro tabaco, largó una larga y pesada bocanada de humo y dijo lo que pensaba, honesto, grave, definitivo.
- Cuando yo termine de hablar, vos vas a irte, gallega. Te vas a ir a la mierda, al sur, a conocer ese río, a seguir tu camino. Y yo me voy a quedar acá, solo. Con todas las ganas que tengo de conocerte. De que vos puedas conocerme de la mejor manera. Te vas a ir, gallega, sin haberme conocido y sin entender qué pasó, ni mucho menos lo que yo te cuente ahora. Pero eso es lo que tú quieres. Tal vez lo mío sea así. Así es la vida, Luz, así parece que es la mía
- Porqué estás tan seguro de que voy a irme. No será eso lo que quieres ? -. Se preguntó en vos alta la española. Temerosa de una verdad que iba a salir a dar la vuelta por ese patio. - O eres acaso de esos grandes conocedores del interior de los demás, qué sabes tú lo que me está pasando ? -
- Cuando yo tenía cinco o seis años, vivíamos con mi familia en Buenos Aires, en el barrio de San Telmo, en un departamento antiguo. Mis papás, yo, y Ernesto, mi hermano menor. Una tarde había venido de visita una prima de Mar del Plata, mi prima Susana. Ella estaba con mi mamá en el living, conversando. Yo estaba solo, en el porche de entrada, sentado en un sillón, bajo una ventana de esas que arriba tenían otra ventana que llamaban “banderola”, que se abría y cerraba con fina cadena de metal. Ni mi papá, ni Ernesto, mi hermano, estaban en la casa. MI mamá y mi prima Susana, en el living, y yo, solo, sentado debajo de la banderola, que estaba abierta.
- Entonces escucho una voz, Alberto, Alberto, me levanto y voy al living, a ver para qué me llamaba mi madre. Pero no, ni ella ni mi prima me habían llamado. Fue en ese momento, cuando la pesada banderola se desprendió de la cadena que la amarraba y cayó sobre el sillón, en donde yo había estado sentado hasta hacía un minuto, reventando en pedazos. Se hizo polvo la ventana sobre el sillón. Cosa que hubiera hecho sobre mi cabecita, la de un niño de cinco o seis años. Si yo no me hubiera levantado porque esa voz, alguien me había llamado, no podría estar ahora contándote esto.
- Ese Alberto, Alberto, no te puedo asegurar se lo escuché “adentro” o “afuera” mío. No sé si me explico, no te puedo decir si fue una voz interna, no interior, interna. O un sonido que entró en mi cerebrito por los oídos. Lo que sí sabemos, es que no fue una voz humana. Tú puedes llamar a esa experiencia como quieras. Yo sé que a mi me salvó la vida a los seis años mi ángel de la guarda.
- Lo que tú estás viendo en la foto, es a el ángel de la guarda de un cómico argentino que murió trágicamente hace doce años. - Y sí, puede ser que sea un ángel así, del mundo de espectáculo, medio cholulo, chusma, liero. Sé que es un ángel con una culpa muy grande, que anda medio con las alas caídas, te diría que es ahora un ángel desocupado, ya que él entiende que Olmedio murió por su culpa, por que él andaba por aquí, por Valparaíso, cuando el otro se cayó desde un balcón, por el que andaba haciéndose el equilibrista, en Mar del Plata -
Alberto paró con el relato, miró a Luz de nuevo a los ojos, que ahora lucían intensos, abiertos, lúcidos en la mirada. Le sonrió con ternura y le señaló la puerta, lleno de piedad, amable, agradecido por haberse quedado a escucharlo al menos. - Lo único que te pido cuando te vayas es que por favor me devuelvas el pingüino -. Agregó con un toque de un humor que tenía los ojos llenos de lágrimas.
Luz ni se levantó ni se fue ni le devolvió el pingüino. Se quedó mirándolo en silencio. Sabía, su vísceras le daban fe de ello, su intuición, su fina inteligencia que no sentía repulsión, asco alguno ante el relato, sabía que lo que Alberto había contado era la verdad, era verdadero. No era la versión de Alberto. No, era así nomás. Ahí algo que superaba la razón, que entraba en un territorio que podíamos definir como el misterio, estaba presente. Evidente.
Cómo puede poner el cuerpo una persona mundana, culta, laica, es más, casi una militante anticatólica, ante una hecho de esta naturaleza, es una buena pregunta que Luz en ese momento también se hacía. Pero no, no era este un fenómeno que precisara soporte ideológico alguno. Ni ahí lo que había relatado Alberto presuponía una manera de ver el mundo. No rozaba ni de lejos el dogma, o los preceptos de la moral cristiana. Mucho menos las políticas de la iglesia romana.
El que ese ángel que aparecía en una foto que ella había tirado sin darse cuenta, fuera el ángel de la guarda de un tipo que había muerto mal, antes de tiempo, que además hubiera sido humorista. Qué sé yo, que se llamara Alberto, le provocaba un punto de serenidad, de certeza. Y dos de angustia. Le faltaba erótica a la historia. Le sobraba muerte. Tanta como la soledad que le sobraba a este, el Alberto que estaba delante suyo.
El teléfono sonó como llamándolos del mundo de las telecomunicaciones y los seres visibles. Alberto tardó unos segundos en pararse y atenderlo. Seguía absolutamente pendiente de la reacción de la Luz.
Era Alejandro, que había sido contactado al fin por el Vilches. El Alejo consultándolo si se podían encontrar esa noche para ir lanzando el tema del baile de disfraces. Que el Vilches le había dicho que era necesario darle máquina al tiro. Que no sé, bueno, si quieres venir para lo de la Carmen. Si, que está mejor, mucho mejor. No, no hay mala onda. Tranquilo. Alberto le pidió un rato para volver a llamarlo, anotó el teléfono de la Carmen y volvió con la española.
Mientras Alberto hablaba, Luz le había seguido con la mirada. Dentro del escritorio donde estaba el teléfono, había visto sobre la mesa las rosas. Las rosas que eran de ella. También había escuchado la charla, cosa que no le interesaba pero que era imposible no hacer a esa distancia.
Alberto estaba sentado de nuevo frente a ella. Esperando como un niño la mejor noticia. Sí, como que los reyes magos existían de nuevo, habían vuelto después de una travesía llena de desgracias, de fracasos, y le habían dejado en los zapatos un paquete con su nombre. O con un nombre que se parecía mucho al suyo. O que se parecía al nombre de ella.
La española sacó el pingüino del bolso. Se lo pasó con los ojos llenos de lágrimas. Señaló las rosas sin poder hablar y se señaló el pecho. Iba a llevárselas.
Alberto se levantó y fue por las flores. Sacó el cuadro de Tomás y lo guardó en un cajón del escritorio. Se puso a buscar un papel para envolverlas. Luz había entrado en la sala.
- Tú entiendes lo que pasa, lo que me pasa ? -. Lo interrogó la española llena de emoción, de congoja.
- No, no entiendo tanto, te vas, punto. Era casi una fija. Quién carajo puede querer quedarse con un huevón que anda conversando con un ángel. Ah, una loca, o una psicóloga, tal vez una monja, eh, pero no una mujer como tú, Luz. Digo, no, porque la verdad es que no sé quién eres, la joda es que me voy a quedar con las ganas de saberlo.
- Eso es lo que me da bronca y odio. El pelotudo ese de Rosamel que tuvo que ponerse en evidencia justo, justo, cuando no tenía que hacerlo. Bien que me jodíó el concha de su madre. Angel de cuarta, huevón, perdedor, ah, ángel sudaca, de esos que tiran bien para abajo -. Concluyó medio sacado Alberto mientras terminaba de atar toscamente el paquete de las rosas con un hilo que daba asco. Le pasó las flores a la española que las tomó y las acunó con un brazo, como si fueran un niño.
- Esa foto que guardaste de quién es ? - Preguntó Luz, sin saber muy bien porqué.
- De Tomás, de mi hijo. De él con la mamá, cuando tenía seis meses. Tiene ocho años la foto. El tiene ocho años y medio.
- Me das miedo Alberto. Me muero de miedo de enamorarme. -.
- Puta si no es tan raro lo que estás diciendo. Y así estamos, de cobarde a cobarde. A mí ante el amor me pasa lo mismo, me arranco, huyo, me cago, mujer, me rajo. Qué va a tener algo de raro lo que estás diciendo. Lo único que tiene de raro es que lo dices ahora, después de saber que a este pelotudo un ángel le salvó la vida y todavía no sabemos muy bien para qué lo hizo ?
- Ah, si cumplía órdenes de arriba o lo hizo de puro bueno, de puro ángel nomás, o si la vida de este compadre que vengo a ser yo, valía la pena como para que siguiera vivo. Eh, quién te dice que no termino creando un monólogo memorable, para hacer reír a todo el mundo, ah, en una de esas tengo una misión en la vida -.
Medio poseído, inspirado, risueñamente mesiánico concluyó su discurso el Alberto. Le sacó las rosas del brazo a la Luz, le pasó la mano por detrás de la nuca y empezó a besarla con una sed y una pasión infinitas. Así, besándose, llenos de hambre, fueron sacándose la ropa, hasta caer en una cama que no tenía sábanas.
Alberto estaba cambiándose cuando volvió a sonar el teléfono. Poniéndose desodorante fue del baño al escritorio, rogando que no fuera Luz, para cambiarle el lugar del encuentro. Respiró más tranquilo cuando escuchó del otro lado la voz del viejo.
- Hablo con el famosísimo cómico argentino Alberto del Río -. Saludó lleno de fiesta ya el viejo.
- Vilches, quiubo ? -.
- Aquí estamos, todo bien, cortando el pasto, the gardiner, de lunes, Albertito. Oye compadre, tú por casualidad tienes el teléfono de la Carmen ? -.
- No viejo, anoche quise llamarla y me di cuenta que no tengo el número. Llama al Alejo, él seguro que lo sabe, o al Cuellar, ah -.
- Ya, no, ya los llamé pero el Alejo está en lo de la Carmen, y Cuellar, desaparecido. Ya, bueno, todo bien ? -.
- Ahí andamos viejo, medio mal, pero espero empeorar favorablemente. Oye, lo que sé es la dirección. Ah, ya, tú también, si ustedes fueron para la mudanza. Bueno, no sé cómo ayudarte -.
- Bueno, mira, estuvimos conversando con la Tere sobre la conveniencia de lanzar mañana mismo el tema de la organización del baile de disfraces en lo de la Carmen, y, bueno, sería interesante que tú y el Alejo lo activaran, me entiendes, para cambiar de la mejor forma la onda medio densa que se ha generado en el boliche -. Agregó el viejo, ya decidido, haciendo política.
- Claro, de más, cuenten conmigo. Sí, sí, me parece lo mejor, muy buena idea, largar el asunto mañana mismo. Bueno, mira, yo estoy esperando a la española ahora, veo qué pasa, y si la historia se pudre, ah, cosa más que probable, me mando para lo de la Carmen a hablar con el Alejo esta noche. Te parece ? -.
- Ya, puta, sería estupendo. No, bueno, ojalá que no puedas, huevón, que te quedes dándole cariño a la española, bueno, ya está andando la rueda. Eso era lo que quería. Manéjalo como mejor puedas. Ya, bueno, un abrazo y saluda a ese coño de mi parte -. Concluyó medio confianzudo y cachondo el viejo.
- Ya pues viejo, nos vemos, un beso para la Tere, chavito -. Alberto cortó, sonrió y se fue para su habitación, a buscarse una camisa limpia y planchada en el ropero.
Ahí escuchó las llaves a la puerta. Primero se asustó y luego se acordó que Luz tenía un juego. Salió al patio, desde donde se veía y la puerta de entrada. Era ella. Ese supuesto exceso de confianza de entrar así, abriendo ella la puerta hizo que volviera presto a ponerse la camisa que había elegido. Una negra, de manga corta, como cazadora, para llevar afuera del pantalón.
- Voy al tiro, Luz, estoy terminando de vestirme. Un minuto, por favor -. Alberto le hablaba a Luz desde su habitación, pero sin decirle que pasara o que fuera para la cocina o el escritorio.
Eran casi las siete de la tarde, y los naranjas del cielo se iban yendo para violetas, ocres, con trazos azules. Luz sacó una silla de la cocina y la puso en medio del patio. Sacó los camel y se puso a fumar, relajándose.
Cuando Alberto salió de su habitación, lo mejor que pudo, dado su estado postraumático, se levantó y lo abrazó con fuerza. No se besaron.
Alberto era ahora el que no la soltaba, le levantó la cara con la mano, suave, tierno, y se miraron a los ojos por primera vez así, extraños, sin saber muy bien qué hacían. Se miraron porque eso era lo que estaban buscando, ese quién eres, quién eres tú, y qué haces aquí, en el borde de mi vida ?. Después vino el beso, pero ligero, liviano, un hola con los labios. Los dos estaban medio emocionados.
La Luz volvió a sentarse. Alberto fue hasta el escritorio y volvió con una silla. La cosa iba a ser en el patio, con el canario como único y canoro testigo.
De un sobre que tenía junto al bolso, Luz sacó la foto del ángel y se la pasó a Alberto sin mediar palabra.
Alberto tomó la foto, se respaldó en la silla, sacudió la cabeza. No podía creer lo que veía. Levantó la vista, miró a Luz a los ojos, sonrió, volvió a sacudir la cabeza. No paraba con el movimiento, parecía un títere.
Luz entrecerró los ojos como para adivinar qué estaba sucediendo con el argentino. Ninguno hablaba. El canario se había lanzado con un trino que podía estar presagiando un temblor considerable o el inicio del apocalipsis. La trompeta del ángel parecía el pajarito.
Habló al fin, pero con una prudencia muy fina, como un acróbata que sabe que se va a jugar la vida, porque le sacaron la red, abajo.
- Qué quieres que te diga, Luz, dime, qué necesitas ? -. Musitó despacio Alberto, ante la inminencia de un desenlace lleno de luz, al final de un túnel, con la vida pasando en cámara rápida, toda junta, en un magistral clip, editado linealmente por un montajista ciego, inspiradísimo, de otro mundo.
- No sé que quiero que me digas, qué es eso, es un modelo, es un juego, un acertijo, una broma pesada, o es eso, lo que no puede ser, un ángel con ganas de salir en los diarios, eh, coño, eso es ? - . Se explicó como pudo, intentando no levantar la voz ni perder la calma la española, cosa que estaba a punto de no lograr.
- No soy de tomarle el pelo a nadie, Luz, mucho menos a vos, mujer, calma -
Se levantó y fue a buscar los goluá a la pieza. Volvió con el atado y con uno en la boca, encendido. Se sentó buscando las palabras. Volvió a mirar la foto que había dejado en la silla. Sabía que con la explicación que diera, con más menos detalles, Luz se iba levantar más confundida de lo que estaba, se iba a ir y no iba a volver a verla nunca más. Ni un minuto más se iba a quedar con él, con un loco, con un alucinado.
Luz seguía como agachada en la silla, esperando sus palabras, con los ojos entrecerrados, fumando nerviosa.
Le dio una pitada intensa al negro tabaco, largó una larga y pesada bocanada de humo y dijo lo que pensaba, honesto, grave, definitivo.
- Cuando yo termine de hablar, vos vas a irte, gallega. Te vas a ir a la mierda, al sur, a conocer ese río, a seguir tu camino. Y yo me voy a quedar acá, solo. Con todas las ganas que tengo de conocerte. De que vos puedas conocerme de la mejor manera. Te vas a ir, gallega, sin haberme conocido y sin entender qué pasó, ni mucho menos lo que yo te cuente ahora. Pero eso es lo que tú quieres. Tal vez lo mío sea así. Así es la vida, Luz, así parece que es la mía
- Porqué estás tan seguro de que voy a irme. No será eso lo que quieres ? -. Se preguntó en vos alta la española. Temerosa de una verdad que iba a salir a dar la vuelta por ese patio. - O eres acaso de esos grandes conocedores del interior de los demás, qué sabes tú lo que me está pasando ? -
- Cuando yo tenía cinco o seis años, vivíamos con mi familia en Buenos Aires, en el barrio de San Telmo, en un departamento antiguo. Mis papás, yo, y Ernesto, mi hermano menor. Una tarde había venido de visita una prima de Mar del Plata, mi prima Susana. Ella estaba con mi mamá en el living, conversando. Yo estaba solo, en el porche de entrada, sentado en un sillón, bajo una ventana de esas que arriba tenían otra ventana que llamaban “banderola”, que se abría y cerraba con fina cadena de metal. Ni mi papá, ni Ernesto, mi hermano, estaban en la casa. MI mamá y mi prima Susana, en el living, y yo, solo, sentado debajo de la banderola, que estaba abierta.
- Entonces escucho una voz, Alberto, Alberto, me levanto y voy al living, a ver para qué me llamaba mi madre. Pero no, ni ella ni mi prima me habían llamado. Fue en ese momento, cuando la pesada banderola se desprendió de la cadena que la amarraba y cayó sobre el sillón, en donde yo había estado sentado hasta hacía un minuto, reventando en pedazos. Se hizo polvo la ventana sobre el sillón. Cosa que hubiera hecho sobre mi cabecita, la de un niño de cinco o seis años. Si yo no me hubiera levantado porque esa voz, alguien me había llamado, no podría estar ahora contándote esto.
- Ese Alberto, Alberto, no te puedo asegurar se lo escuché “adentro” o “afuera” mío. No sé si me explico, no te puedo decir si fue una voz interna, no interior, interna. O un sonido que entró en mi cerebrito por los oídos. Lo que sí sabemos, es que no fue una voz humana. Tú puedes llamar a esa experiencia como quieras. Yo sé que a mi me salvó la vida a los seis años mi ángel de la guarda.
- Lo que tú estás viendo en la foto, es a el ángel de la guarda de un cómico argentino que murió trágicamente hace doce años. - Y sí, puede ser que sea un ángel así, del mundo de espectáculo, medio cholulo, chusma, liero. Sé que es un ángel con una culpa muy grande, que anda medio con las alas caídas, te diría que es ahora un ángel desocupado, ya que él entiende que Olmedio murió por su culpa, por que él andaba por aquí, por Valparaíso, cuando el otro se cayó desde un balcón, por el que andaba haciéndose el equilibrista, en Mar del Plata -
Alberto paró con el relato, miró a Luz de nuevo a los ojos, que ahora lucían intensos, abiertos, lúcidos en la mirada. Le sonrió con ternura y le señaló la puerta, lleno de piedad, amable, agradecido por haberse quedado a escucharlo al menos. - Lo único que te pido cuando te vayas es que por favor me devuelvas el pingüino -. Agregó con un toque de un humor que tenía los ojos llenos de lágrimas.
Luz ni se levantó ni se fue ni le devolvió el pingüino. Se quedó mirándolo en silencio. Sabía, su vísceras le daban fe de ello, su intuición, su fina inteligencia que no sentía repulsión, asco alguno ante el relato, sabía que lo que Alberto había contado era la verdad, era verdadero. No era la versión de Alberto. No, era así nomás. Ahí algo que superaba la razón, que entraba en un territorio que podíamos definir como el misterio, estaba presente. Evidente.
Cómo puede poner el cuerpo una persona mundana, culta, laica, es más, casi una militante anticatólica, ante una hecho de esta naturaleza, es una buena pregunta que Luz en ese momento también se hacía. Pero no, no era este un fenómeno que precisara soporte ideológico alguno. Ni ahí lo que había relatado Alberto presuponía una manera de ver el mundo. No rozaba ni de lejos el dogma, o los preceptos de la moral cristiana. Mucho menos las políticas de la iglesia romana.
El que ese ángel que aparecía en una foto que ella había tirado sin darse cuenta, fuera el ángel de la guarda de un tipo que había muerto mal, antes de tiempo, que además hubiera sido humorista. Qué sé yo, que se llamara Alberto, le provocaba un punto de serenidad, de certeza. Y dos de angustia. Le faltaba erótica a la historia. Le sobraba muerte. Tanta como la soledad que le sobraba a este, el Alberto que estaba delante suyo.
El teléfono sonó como llamándolos del mundo de las telecomunicaciones y los seres visibles. Alberto tardó unos segundos en pararse y atenderlo. Seguía absolutamente pendiente de la reacción de la Luz.
Era Alejandro, que había sido contactado al fin por el Vilches. El Alejo consultándolo si se podían encontrar esa noche para ir lanzando el tema del baile de disfraces. Que el Vilches le había dicho que era necesario darle máquina al tiro. Que no sé, bueno, si quieres venir para lo de la Carmen. Si, que está mejor, mucho mejor. No, no hay mala onda. Tranquilo. Alberto le pidió un rato para volver a llamarlo, anotó el teléfono de la Carmen y volvió con la española.
Mientras Alberto hablaba, Luz le había seguido con la mirada. Dentro del escritorio donde estaba el teléfono, había visto sobre la mesa las rosas. Las rosas que eran de ella. También había escuchado la charla, cosa que no le interesaba pero que era imposible no hacer a esa distancia.
Alberto estaba sentado de nuevo frente a ella. Esperando como un niño la mejor noticia. Sí, como que los reyes magos existían de nuevo, habían vuelto después de una travesía llena de desgracias, de fracasos, y le habían dejado en los zapatos un paquete con su nombre. O con un nombre que se parecía mucho al suyo. O que se parecía al nombre de ella.
La española sacó el pingüino del bolso. Se lo pasó con los ojos llenos de lágrimas. Señaló las rosas sin poder hablar y se señaló el pecho. Iba a llevárselas.
Alberto se levantó y fue por las flores. Sacó el cuadro de Tomás y lo guardó en un cajón del escritorio. Se puso a buscar un papel para envolverlas. Luz había entrado en la sala.
- Tú entiendes lo que pasa, lo que me pasa ? -. Lo interrogó la española llena de emoción, de congoja.
- No, no entiendo tanto, te vas, punto. Era casi una fija. Quién carajo puede querer quedarse con un huevón que anda conversando con un ángel. Ah, una loca, o una psicóloga, tal vez una monja, eh, pero no una mujer como tú, Luz. Digo, no, porque la verdad es que no sé quién eres, la joda es que me voy a quedar con las ganas de saberlo.
- Eso es lo que me da bronca y odio. El pelotudo ese de Rosamel que tuvo que ponerse en evidencia justo, justo, cuando no tenía que hacerlo. Bien que me jodíó el concha de su madre. Angel de cuarta, huevón, perdedor, ah, ángel sudaca, de esos que tiran bien para abajo -. Concluyó medio sacado Alberto mientras terminaba de atar toscamente el paquete de las rosas con un hilo que daba asco. Le pasó las flores a la española que las tomó y las acunó con un brazo, como si fueran un niño.
- Esa foto que guardaste de quién es ? - Preguntó Luz, sin saber muy bien porqué.
- De Tomás, de mi hijo. De él con la mamá, cuando tenía seis meses. Tiene ocho años la foto. El tiene ocho años y medio.
- Me das miedo Alberto. Me muero de miedo de enamorarme. -.
- Puta si no es tan raro lo que estás diciendo. Y así estamos, de cobarde a cobarde. A mí ante el amor me pasa lo mismo, me arranco, huyo, me cago, mujer, me rajo. Qué va a tener algo de raro lo que estás diciendo. Lo único que tiene de raro es que lo dices ahora, después de saber que a este pelotudo un ángel le salvó la vida y todavía no sabemos muy bien para qué lo hizo ?
- Ah, si cumplía órdenes de arriba o lo hizo de puro bueno, de puro ángel nomás, o si la vida de este compadre que vengo a ser yo, valía la pena como para que siguiera vivo. Eh, quién te dice que no termino creando un monólogo memorable, para hacer reír a todo el mundo, ah, en una de esas tengo una misión en la vida -.
Medio poseído, inspirado, risueñamente mesiánico concluyó su discurso el Alberto. Le sacó las rosas del brazo a la Luz, le pasó la mano por detrás de la nuca y empezó a besarla con una sed y una pasión infinitas. Así, besándose, llenos de hambre, fueron sacándose la ropa, hasta caer en una cama que no tenía sábanas.
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