No había querido repetir el mismo error dos veces. Después de hacer el amor, Alberto le pidió a Luz que lo acompañara a casa de unos amigos, que tenía una reunión casi laboral, para organizar una fiesta de disfraces, para festejar la casa nueva de una compañera de trabajo, la bailarina, sí, sí, Luz le había tomado un par de fotos a la turquita, y bueno, que le encantaría que lo acompañara, es más, que no quería dejarla en la casa ni que se fuera, ni que no durmiera en otra parte esa noche que con él. Sobre un par de sábanas nuevas, limpias.
Si bien sabía que era una carta más que fuerte, caerse a lo de la Carmen con “la gallega”, no le había quedado otra. En fin, tragaba saliva y esperaba que el cincuenta por ciento de lo que la turca le había dicho en esa despedida que habían tenido en el pasillo de los camerinos, fuera cierto. El resto era cruzar los dedos y confiar en que los lunes por la noche nunca pasa nada demasiado fuerte.
Con esos pensamientos arribaron a lo de la turca, en Carmen 0328, en el cerro Placeres. Cuando Luz había escuchado que así se llamaba el cerro no había dejado de sonreír con cierta ironía.
Si bien Alberto había tomado el recaudo de llamar antes de salir, y de avisarle en voz baja al Alejo que iba acompañado, no confiaba en el arte ni en la diplomacia del mariquita para manejar el asunto. Pero bueno, era lo que había. Tampoco había querido fallarle por segunda vez a esa, su gente. No quería fallarle más a nadie. Tocó timbre dos veces, decidido. En la escalera, dos peldaños más abajo, Luz miraba hacia la calle.
Como correspondía, Alejo abrió la puerta. Luego de entrar, Alberto hizo pasar a Luz y se la presentó al bailarín, quien la saludó amoroso, con la mejor onda. Los tres se encaminaron al salón principal. Ahí, con su tenida, el top negro con las calzas también negras, con diseños mexicanos en la bota ancha, de torera, demasiado bien vestida para ser lunes, mostrando de la mejor manera lo que era y calzaba, estaba la Carmen.
Un momento difícil, pesado, con una sensación térmica demasiado baja para verano. Luz advirtió con una mirada, al vuelo, que el clima no le gustaba, pero decidió poner la mejor onda para mostrarle al Alberto y a la pareja de bailarines, la clase de mujer que era.
No esperó que la Carmen se levantara para saludarla. Se acercó y le dio un beso a la antigua, uno de cada lado, para que no le faltara el que Alberto no le había dado. Recién ahí atinó el argentino con la presentación, tardío.
La Carmen, muy en dueña de casa se levantó y se fue para la cocina, a poner agua a hervir para preparar un tecito, o si prefería, un café para Luz. Era la hora de la once, esa extraña costumbre chilena de juntar la merienda con la cena. Tomar once viene a ser como matar el hambre dentro de estrictos cánones de pobreza, de pueblo con seculares hábitos de mala alimentación.
Así y todo, según clase o poder económico, puede llegar a ser un pequeño banquete. Eso sí, después de tomar once, a eso de las siete de la tarde, luego no tiene sentido cenar, no se cena.
Puso el agua en el fuego, la tostadora sobre la hornalla para calentar el pan. Observó que en la heladera había mantequilla y dulce. Y nada más. No, por la chucha, no iba a quedar como un chilena pobretona delante de esta española tan requetebuena, tan hermosa, que se lo estaba tirando al Alberto.
Ni loca. Pasó como una cigüeña, directa para su habitación por el comedor y el salón donde estaba el grupo. Le dio indicaciones al Alejo para que cuidara las tostadas, y siguió el vuelo para ir a buscar el monedero, para ir a comprar un poco de queso, jamón, alguna paltita, algo de fruta, a la provisión, a una cuadra.
Luz se hizo cargo del cuidado del pan sobre la tostadora, mientras Alejo y Alberto se tomaban en tema de la fiesta con toda la seriedad posible, y comenzaban a sesionar como comité de emergencia, diseñando alguna estrategia para que al otro día ya hubiera alguna pauta, planes, algún papel escrito.
Al rato regresó la Carmen con un par de bolsas con la compra y pasó para la cocina, le llamó la atención no ver a la española en el salón. Y bueno, ahí estaba la tía, con un tenedor dando vuelta las tostadas sobre la plancha de lata.
La turca puso nerviosa las bolsas sobre la mesada y empezó a sacar las vituallas y colocarlas en platos y estos en una bandeja. No podía ni quería mirar a Luz a la cara. Le iba a doler como otra trompada la belleza de la española y ese semblante tan relajado, tan de que hiciste el amor hace un rato nomás, comadre, con el hombre que iba a ser el padre de mis hijos, y tuviste como tres orgasmos, al menos. Era una trompada en la cara y otro abajo, para dejarla doblada.
No, no podía mirarla y tampoco le daba gusto que la española estuviera invadiendo su cocina, así como si, media imperial, demasiado segura. - Ya, deja, deja nomás, yo sigo, te agradezco. Tú estás invitada -. Arguyó la Carmen para echar a la Luz de la cocina con mínima elegancia. La española no tenia ganas de hacerse la chica de entre casa, ni ahí le atraían las tareas domésticas, así que dio por muy bien entendido el mensaje de la chilena, y se fue para el salón, a ver que coño estaban craneando el gay y el Alberto.
La cofradía de momo andaba en la confección de dos listados, uno de invitados y otra de disfraces, modelos que tenían que ser una creación en sí mismos. Para luego hacer como una tómbola, un sorteo, para ver que disfraz le correspondía a cada uno. Entendían que este procedimiento era democrático, que los eximía de manipulación alguna a ellos, y que al fin y al cabo, nadie podía oponerse a las decisiones del azar. Lento al principio, y luego entrando en confianza, soltándose, comenzando a tomarle la mano al divertimento, Luz participaba, respetuosa, con cierta distancia, ubicada, pero interactuando, ni al margen, ni ajena.
La Carmen llegó primero con una bandeja con la loza, y luego volvió con otra, con la once propiamente dicha. Contenta, generosa, con su once, que tenía un poco de todo. Alberto, entre palabras, levantaba la mirada y la buscaba, algo nervioso y sobre todo agradecido, por la mejor onda que entendía estaba demostrando la turquita, ante una situación que sabía no era para ella nada fácil.
Fueron pasando tazas, platos, platos más grandes, cubiertos, servilletas, la tetera con el té, el frasco de café instantáneo para la Luz, y todas las cosas ricas que ponía la turca en su mesa, para los amigos, ese lunes medio laboral, urgido.
Se sentó al fin ella, quedando justo enfrente de la Luz, que como en otro mundo, untaba una tostada con esa crema de palta molida, con una pizca de sal y dos gotas de aceite de oliva que estaba para chuparse los dedos. Puta con la mina, pensaba la Carmen, ahora que se había atrevido a mirarla, aprovechando que la española estaba con los ojos abajo, en la tostada.
Puta con la huevona, más linda no puede ser. Ya, Carmencita, si hasta tú te la tirarías a esta, ah, qué tal, ah, con el Alberto, a ver cuál es más hembra. Y sin el huevón también, sí, mejor, sin él. Para matarla de placer, volverla loca hasta dejarla seca. Pensaba la turca, con una mirada medio asesina.
Luz levantó los ojos al sentirse observada y le sonrió con toda la boca, mordiendo la tostada. Bien guarra, pensó mientras masticaba, de esas que no sueltan presa así, tan fácil. Parece que hay que pegarle en la boca, como a los perros, para que afloje los dientes.
Si bien sabía que era una carta más que fuerte, caerse a lo de la Carmen con “la gallega”, no le había quedado otra. En fin, tragaba saliva y esperaba que el cincuenta por ciento de lo que la turca le había dicho en esa despedida que habían tenido en el pasillo de los camerinos, fuera cierto. El resto era cruzar los dedos y confiar en que los lunes por la noche nunca pasa nada demasiado fuerte.
Con esos pensamientos arribaron a lo de la turca, en Carmen 0328, en el cerro Placeres. Cuando Luz había escuchado que así se llamaba el cerro no había dejado de sonreír con cierta ironía.
Si bien Alberto había tomado el recaudo de llamar antes de salir, y de avisarle en voz baja al Alejo que iba acompañado, no confiaba en el arte ni en la diplomacia del mariquita para manejar el asunto. Pero bueno, era lo que había. Tampoco había querido fallarle por segunda vez a esa, su gente. No quería fallarle más a nadie. Tocó timbre dos veces, decidido. En la escalera, dos peldaños más abajo, Luz miraba hacia la calle.
Como correspondía, Alejo abrió la puerta. Luego de entrar, Alberto hizo pasar a Luz y se la presentó al bailarín, quien la saludó amoroso, con la mejor onda. Los tres se encaminaron al salón principal. Ahí, con su tenida, el top negro con las calzas también negras, con diseños mexicanos en la bota ancha, de torera, demasiado bien vestida para ser lunes, mostrando de la mejor manera lo que era y calzaba, estaba la Carmen.
Un momento difícil, pesado, con una sensación térmica demasiado baja para verano. Luz advirtió con una mirada, al vuelo, que el clima no le gustaba, pero decidió poner la mejor onda para mostrarle al Alberto y a la pareja de bailarines, la clase de mujer que era.
No esperó que la Carmen se levantara para saludarla. Se acercó y le dio un beso a la antigua, uno de cada lado, para que no le faltara el que Alberto no le había dado. Recién ahí atinó el argentino con la presentación, tardío.
La Carmen, muy en dueña de casa se levantó y se fue para la cocina, a poner agua a hervir para preparar un tecito, o si prefería, un café para Luz. Era la hora de la once, esa extraña costumbre chilena de juntar la merienda con la cena. Tomar once viene a ser como matar el hambre dentro de estrictos cánones de pobreza, de pueblo con seculares hábitos de mala alimentación.
Así y todo, según clase o poder económico, puede llegar a ser un pequeño banquete. Eso sí, después de tomar once, a eso de las siete de la tarde, luego no tiene sentido cenar, no se cena.
Puso el agua en el fuego, la tostadora sobre la hornalla para calentar el pan. Observó que en la heladera había mantequilla y dulce. Y nada más. No, por la chucha, no iba a quedar como un chilena pobretona delante de esta española tan requetebuena, tan hermosa, que se lo estaba tirando al Alberto.
Ni loca. Pasó como una cigüeña, directa para su habitación por el comedor y el salón donde estaba el grupo. Le dio indicaciones al Alejo para que cuidara las tostadas, y siguió el vuelo para ir a buscar el monedero, para ir a comprar un poco de queso, jamón, alguna paltita, algo de fruta, a la provisión, a una cuadra.
Luz se hizo cargo del cuidado del pan sobre la tostadora, mientras Alejo y Alberto se tomaban en tema de la fiesta con toda la seriedad posible, y comenzaban a sesionar como comité de emergencia, diseñando alguna estrategia para que al otro día ya hubiera alguna pauta, planes, algún papel escrito.
Al rato regresó la Carmen con un par de bolsas con la compra y pasó para la cocina, le llamó la atención no ver a la española en el salón. Y bueno, ahí estaba la tía, con un tenedor dando vuelta las tostadas sobre la plancha de lata.
La turca puso nerviosa las bolsas sobre la mesada y empezó a sacar las vituallas y colocarlas en platos y estos en una bandeja. No podía ni quería mirar a Luz a la cara. Le iba a doler como otra trompada la belleza de la española y ese semblante tan relajado, tan de que hiciste el amor hace un rato nomás, comadre, con el hombre que iba a ser el padre de mis hijos, y tuviste como tres orgasmos, al menos. Era una trompada en la cara y otro abajo, para dejarla doblada.
No, no podía mirarla y tampoco le daba gusto que la española estuviera invadiendo su cocina, así como si, media imperial, demasiado segura. - Ya, deja, deja nomás, yo sigo, te agradezco. Tú estás invitada -. Arguyó la Carmen para echar a la Luz de la cocina con mínima elegancia. La española no tenia ganas de hacerse la chica de entre casa, ni ahí le atraían las tareas domésticas, así que dio por muy bien entendido el mensaje de la chilena, y se fue para el salón, a ver que coño estaban craneando el gay y el Alberto.
La cofradía de momo andaba en la confección de dos listados, uno de invitados y otra de disfraces, modelos que tenían que ser una creación en sí mismos. Para luego hacer como una tómbola, un sorteo, para ver que disfraz le correspondía a cada uno. Entendían que este procedimiento era democrático, que los eximía de manipulación alguna a ellos, y que al fin y al cabo, nadie podía oponerse a las decisiones del azar. Lento al principio, y luego entrando en confianza, soltándose, comenzando a tomarle la mano al divertimento, Luz participaba, respetuosa, con cierta distancia, ubicada, pero interactuando, ni al margen, ni ajena.
La Carmen llegó primero con una bandeja con la loza, y luego volvió con otra, con la once propiamente dicha. Contenta, generosa, con su once, que tenía un poco de todo. Alberto, entre palabras, levantaba la mirada y la buscaba, algo nervioso y sobre todo agradecido, por la mejor onda que entendía estaba demostrando la turquita, ante una situación que sabía no era para ella nada fácil.
Fueron pasando tazas, platos, platos más grandes, cubiertos, servilletas, la tetera con el té, el frasco de café instantáneo para la Luz, y todas las cosas ricas que ponía la turca en su mesa, para los amigos, ese lunes medio laboral, urgido.
Se sentó al fin ella, quedando justo enfrente de la Luz, que como en otro mundo, untaba una tostada con esa crema de palta molida, con una pizca de sal y dos gotas de aceite de oliva que estaba para chuparse los dedos. Puta con la mina, pensaba la Carmen, ahora que se había atrevido a mirarla, aprovechando que la española estaba con los ojos abajo, en la tostada.
Puta con la huevona, más linda no puede ser. Ya, Carmencita, si hasta tú te la tirarías a esta, ah, qué tal, ah, con el Alberto, a ver cuál es más hembra. Y sin el huevón también, sí, mejor, sin él. Para matarla de placer, volverla loca hasta dejarla seca. Pensaba la turca, con una mirada medio asesina.
Luz levantó los ojos al sentirse observada y le sonrió con toda la boca, mordiendo la tostada. Bien guarra, pensó mientras masticaba, de esas que no sueltan presa así, tan fácil. Parece que hay que pegarle en la boca, como a los perros, para que afloje los dientes.
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