jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 34. Cocaine

Le había alegrado enterarse que el Felipe también estaba en Santiago ese lunes, es más, le había parecido algo así como una señal, un augurio.
Sabía que tenía que tentarlo, ponerlo en tema, con una efectividad ciento por ciento. No podía hablarle al compadre del cambiazo, para que este le dijera que no, para quedar descolocado, porque esa negativa, dentro de una ecuación semi paranoica, era entrar de lleno en una zona de riesgo, amenazarse.
Lo llamó a la casa de los padres, en el barrio alto, en Las Condes, y lo convenció para salir de “farranda”. El invitaba. Primero a cenar, y después al hotel donde estaba de paso, en donde tenía un par de sorpresitas. Y sí, ya pues Cuellar, vamos, a qué hora, había sido el conecte casi inmediato del Felipe, amante del carrete, de la buena coca que habilitaba el peruano, y porqué no de una noche de desenfreno, de puterío. Era un plan casi perfecto, una celada digna de la malicia que ostentaba ya el gordo con cierto orgullo.
En medio de la cena, a los postres, con un buen whisky y fumando puros, lo iba a invitar a ir por fuera de la ley, por cierto que por muy buena plata, si había algo que no le podía al gordo, era ser avariento.
El Felipe ni podía imaginarse los motivos de la invitación. No era de hacer demasiados análisis cuando de lo que se trataba era de pasarla bomba. Cuando mucho, imaginaba que el gordo andaba muy solo, cosa que era cierto, y que había buscado en él un buen compañero de correrías. Ni más ni menos.
El lugar que eligió para la cena fue en el “Venecia”, restaurante lleno de historia en el barrio Bellavista, en Pío Nono con Antonia Lope de Bello. A las diez de la noche. Seguro que en esa noche de lunes, casi que los únicos comensales iban a ser ellos.
Ahí lo esperaba el gordo, a la hora señalada, en una mesa junto a la ventana, y tal como lo había imaginado, a esa hora él y una pareja de turistas, en una mesa bien alejada, eran los que estaban.
Como no podía ser de otra manera, iban a engullir un pernil con papa natural, la especialidad de la casa, que consistía en una pata de chancho hervido, servido con hojas de repollo a la vinagreta, manjar suculento, medio obsceno, que exigía ser regado con un par de botellas de “Sangre de Toro”, caldo exquisito, grueso, intenso, color negro.
El Felipe, insólitamente, llegó en punto. Empezaba bien la noche. Bien vestido y perfumado se había descolgado desde el barrio alto el compadre. Adhiriendo en las formas a lo que imaginaba iba a ser una noche distinta, intensa, movidita. Más que de acuerdo se mostró con la elección, casi indudable del menú, y ni que hablar del vino. Puta que se venía fuerte la noche.
Comieron y bebieron como si fueran amigos de toda la vida. Es más, la charla pudo deambular por algunos laberintos de la vida del Felipe, sorprendiendo al Cuellar con la noticia de que sí, que ya era abogado, que no adeudaba ramo alguno, que lo que le faltaba era presentar su tesis, cosa que imaginaba le iba a demandar unos diez años al menos, ya que no tenía la más puta idea de que iba a tratar tal ensayo, el cual era un lujo académico que no podía por ahora permitirse.
Lo que el Felipe quería con ganas era viajar y escribir. Se consideraba, ya a la segunda botella del taurino vino, un poeta más que respetable, cosa bien jodida en ese país tan angosto como poéticamente poderoso. Tal vez heredero en vida de la antipoesía del calvo matemático de La Reina, ese humorista empeñado en detener la caída del cabello por correspondencia. Ya, bueno, transitaba como podía entre su resentimiento y su marginalidad de niñito bien el Felipe.
A los postres, con un helado de limón, para bajar la sobredosis de proteínas, Cuellar habló. Con las manos transpiradas pero decidido, echando el humo del cohiba, en un curso intensivo de narco de fin de semana, el gordo se despachó con la noticia. Diez lucas yanquis, cinco adelantadas y cinco al terminar el trabajo, para darle logística en un cambiazo que necesitaba de un número dos. Así, como era el Felipe, bien ardilla, veloz, super vivo.
Diez mil dólares para el Felipe eran una fortuna insospechable hasta esa noche, con esa plata podía editar su primer libro de poesía, pero con una edición de aquellas, comprarse una notebook, y sí, huevón irse a la chucha, a recorrer el mundo, con una tarjeta internacional de crédito y todo los travels que quisiera.
Y sí, era tómalo o déjalo. Aquí y ahora, no era momento para pedir un par de horas, era esa, y no otra, la hora de la verdad. Por la putísma, decir que sí y arrancarse en un taxi que estaba en el esquina, esperándolos, para echarse un par de gramos cada uno y joder con dos putas caras y jóvenes hasta que llegara el martes.
- Ya, Cuellar, lo hacemos -. Decretó el Felipe con un laconismo propio de un Cesar, ante el río que separaba la mediocridad de un abogado haciéndose el barman en un cabaré de Valparaíso, y un poeta que estaban esperando las letras de habla hispana hacía ya demasiado tiempo. El gordo, feliz, potente, pidió la cuenta y le dejó al garzón como diez dólares de propina, Y sí, la cosa venía así, a lo grande.
Ya en el hotel, un apart de segunda pero ideal para ese tipo de tenidas, en el paseo Ahumada, la peatonal del centro de Santiago. El gordo se dedicó a la molienda de dos platos más que generosos de la sustancia, mientras esperaban la llegada de dos chicas de ciento cincuenta dólares la noche cada una, recomendadas por el conserje, con todo el detalle y cuidado del caso, todo servicio, así, t-o-d-o, t-o-d-o. Bilingües.
A los quince minutos llegaron las nenas, cuando el gordo y el Felipe se habían mandado un par de líneas por las narices. Así, con los cohiba en la boca, ya medio puestos, pidieron champaña y empezaron con esa, la fiesta anticipada de una operación que para ellos ya era un éxito seguro, descontado.
Las profesionales festejaron las cordilleras que rosadas y purísimas el gordo iba labrando sobre la loza barata. Después se sacaron la ropa y empezaron a darles los gustos, a ellos, que helados y poderosos, pedían cosas raras, con un invisible control remoto en cada mano, buscando en esta perversión de poco monta la satisfacción de esas fantasías que están ahí, esperando el momento, la noche, para salir a hacer de las suyas, por ese lado oculto de cada uno.
Después de que las chicas se hubieran festejado solitas, para las fotos, en una de las dos camas grandes, ellos se pusieron en pelotas, con una confianza y fraternidad que quizás iba más allá de esa noche, sellando un pacto, una asociación que era por cierto ilícita, pero también divertida, loca, llena de ganas y de creatividad encaminadas para la chucha, para la mismísima mierda, y que no permitía ya retorno alguno, dudas, miedos, ni mucho menos razonamiento, conciencia del peligro. La cosa era así ahora, puro reviente, huevón, hasta que llegue el día.
Las chicas sacaron unos aparatos de sus bolsos, unos falos groseros, enormes, y pidieron que se los empolvaran bien, bien cargados querían los chipotes, que embadurnaban histéricas, a los gritos, con lubricantes. Después desataron entre ellas una hecatombe que podía llegar a asustar a más de uno. El gordo y el Felipe miraban sin poder creer lo que era eso. Se pusieron a pegar gritos también, como locos, confiados en que el hotel estaba medio vacío.



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