Luz había terminado de armar su mochila. Se iba para el sur, sola lo hacía, con la convicción de que era lo mejor para ella esa decisión. Sacar un poco el cuerpo de una cantidad de pasiones que le resultaban excesivas. No podía, no le daba el cuero para manejar sus emociones en medio de semejante torbellino. Optaba por esta, una retirada mínimamente honorable y pacífica.
No estaba para guerra alguna, no era lo de ella. La tensa situación que había soportado como una dama la noche anterior, en la casa de esa mujer con un parche en la boca, había terminado de ayudarla a dar ese paso.
Se había despedido en la mañana del argentino. En ese momento, cuando dejó la casa de Alberto, para volver al hostal, no sabía muy bien cuál iba a ser su próximo movimiento. Llegar a su habitación, tomar contacto con sus cosas, con su cámara, su ropa de viajera, su zapatos de caminante, su mochila amplia y ligera, le dieron la señal que esperaba.
No se sentía una cobarde. Tampoco quería problemas. Ahí, ella sobraba. No sabía muy bien qué le pasaba con el amor, si quería o si podía enamorarse. Y la inminencia de esa alternativa la espantaba. Menos todavía si ese estado debía ser abordado casi con banderas y espadas, con un cuchillo en la boca, como una pirata. Dispuesta a partir al medio de un sablazo a una sudamericana, que con odio y resentimiento manifiestos, podía en algún descuido llegar a envenenarle un vaso de vino con el mejor cianuro. No, Luz, tú no estás para actuar en ninguna telenovela latina, se decía con un poco del humor que a pesar de todo, aún le quedaba. También con un dejo de tristeza, extrañando antes de irse.
Bajó con la mochila en la espalda, con un peso que ya casi había olvidado. No era tanto. Podía caminar con él muy bien, derecha, elegante. Pagó su cuenta, se despidió de la dueña, doña Cata, con un beso y con la promesa que iba a recomendar el lugar a los amigos. Salió a la calle.
Caminó a buen paso, liviana, dejando que el aire marino la alimentara. Bajó por última vez con ese ascensor con nombre de bonito árbol, mirando los techos de las casas abajo, llenos de el sol de las tres de la tarde. En el plano, buscó un taxi para que la acercara a la terminal de buses, para viajar rumbo a Santiago, inevitable escala técnica para el abordaje de un tren que la llevaría al sur, a la ciudad más próxima al río más hermoso del mundo.
Mientras esperaba el bus, que partía en unos minutos, miraba el cielo, azul, limpio, lo más afuera que podía mirar. Se acariciaba los ojos con la quietud del aire. Habían sido días y emociones demasiado intensas para una caminante. Para esa pasajera de la vida que sólo se comprendía a sí misma así, esperando algún horario de partida. Ya arriba, respaldó el cómodo asiento, junto a una ventanilla panorámica, que le regalaba las últimas imágenes de Valparaíso despacio, calmadas. Intentó dormitar un poco, dejarse ir con un sueño bueno, tranquilo, sin temores ni dudas. Sin sobresaltos. Sin ángeles extraviados. Sin hambre. Sin almas perdidas. Sin guerras de celos.
Ahí se le apareció la figura de la Pancha bailando debajo de la luna. Sonrió ante la idea, pero la desechó enseguida, no porque no le pareciera atractiva, sino porque sabía que ese era un juego que también iba a durar bien poco, para inevitablemente derivar en otra historia, en otro conflicto quizás más complejo, seguramente pacífico, pero no por ello menos doloroso y empobrecedor, con una factible e inquietante carga de angustia.
Pero no podía dormirse, dudaba si llamar por teléfono a Alberto desde la terminal de buses, en Santiago, para darle noticia de esa, la decisión tomada, o si mandarle una carta luego, de lejos. Al fin, prudente, cautelosa, prefirió esto último. De todas maneras sabía que cuando el argentino la buscara telefónicamente en lo de doña Cata, esta le iba a contar con detalle cómo ella había partido, el resto, Alberto iba a poder imaginárselo. No estaba tan mal llegarse hasta el río más hermoso sola. Así, como iba por la vida.
No estaba para guerra alguna, no era lo de ella. La tensa situación que había soportado como una dama la noche anterior, en la casa de esa mujer con un parche en la boca, había terminado de ayudarla a dar ese paso.
Se había despedido en la mañana del argentino. En ese momento, cuando dejó la casa de Alberto, para volver al hostal, no sabía muy bien cuál iba a ser su próximo movimiento. Llegar a su habitación, tomar contacto con sus cosas, con su cámara, su ropa de viajera, su zapatos de caminante, su mochila amplia y ligera, le dieron la señal que esperaba.
No se sentía una cobarde. Tampoco quería problemas. Ahí, ella sobraba. No sabía muy bien qué le pasaba con el amor, si quería o si podía enamorarse. Y la inminencia de esa alternativa la espantaba. Menos todavía si ese estado debía ser abordado casi con banderas y espadas, con un cuchillo en la boca, como una pirata. Dispuesta a partir al medio de un sablazo a una sudamericana, que con odio y resentimiento manifiestos, podía en algún descuido llegar a envenenarle un vaso de vino con el mejor cianuro. No, Luz, tú no estás para actuar en ninguna telenovela latina, se decía con un poco del humor que a pesar de todo, aún le quedaba. También con un dejo de tristeza, extrañando antes de irse.
Bajó con la mochila en la espalda, con un peso que ya casi había olvidado. No era tanto. Podía caminar con él muy bien, derecha, elegante. Pagó su cuenta, se despidió de la dueña, doña Cata, con un beso y con la promesa que iba a recomendar el lugar a los amigos. Salió a la calle.
Caminó a buen paso, liviana, dejando que el aire marino la alimentara. Bajó por última vez con ese ascensor con nombre de bonito árbol, mirando los techos de las casas abajo, llenos de el sol de las tres de la tarde. En el plano, buscó un taxi para que la acercara a la terminal de buses, para viajar rumbo a Santiago, inevitable escala técnica para el abordaje de un tren que la llevaría al sur, a la ciudad más próxima al río más hermoso del mundo.
Mientras esperaba el bus, que partía en unos minutos, miraba el cielo, azul, limpio, lo más afuera que podía mirar. Se acariciaba los ojos con la quietud del aire. Habían sido días y emociones demasiado intensas para una caminante. Para esa pasajera de la vida que sólo se comprendía a sí misma así, esperando algún horario de partida. Ya arriba, respaldó el cómodo asiento, junto a una ventanilla panorámica, que le regalaba las últimas imágenes de Valparaíso despacio, calmadas. Intentó dormitar un poco, dejarse ir con un sueño bueno, tranquilo, sin temores ni dudas. Sin sobresaltos. Sin ángeles extraviados. Sin hambre. Sin almas perdidas. Sin guerras de celos.
Ahí se le apareció la figura de la Pancha bailando debajo de la luna. Sonrió ante la idea, pero la desechó enseguida, no porque no le pareciera atractiva, sino porque sabía que ese era un juego que también iba a durar bien poco, para inevitablemente derivar en otra historia, en otro conflicto quizás más complejo, seguramente pacífico, pero no por ello menos doloroso y empobrecedor, con una factible e inquietante carga de angustia.
Pero no podía dormirse, dudaba si llamar por teléfono a Alberto desde la terminal de buses, en Santiago, para darle noticia de esa, la decisión tomada, o si mandarle una carta luego, de lejos. Al fin, prudente, cautelosa, prefirió esto último. De todas maneras sabía que cuando el argentino la buscara telefónicamente en lo de doña Cata, esta le iba a contar con detalle cómo ella había partido, el resto, Alberto iba a poder imaginárselo. No estaba tan mal llegarse hasta el río más hermoso sola. Así, como iba por la vida.
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