Los martes por la noche eran una rutina laboral francamente excesiva del “Old Tango”. Más que nada eran para recuperar una lenta marcha, un ritmo que se había agotado la noche del sábado. Quizás una necesaria gimnasia, para ir entonando los músculos, la dinámica, que del miércoles en adelante, iba en aumento, con la afluencia creciente del público. A decir verdad, ese día al cabaré iban quienes trabajaban en él y casi nadie más. Caía uno que otro turista, algún grupo de amigos despidiendo a un soltero, de vez en cuando, marinos.
También recibían la visita medio confidencial, rutinaria, de una pareja de detectives de la policía de investigaciones, que aburridos, se arrimaban a la barra a charlar un rato con el Vilches, contándole la reseña policial del fin de semana, haciendo las habituales preguntas que tienen que ver con su oficio.
Era también el día en que a partir de las siete de la tarde, la Carmen y el Alejo daban clases de tango. Pocas parejas se formaban en la exigente disciplina del dos por cuatro. Al principio tanto la turquita como el otro habían creído que esa actividad extra iba a convocar un número interesante de gente, permitiéndoles un ingreso extra, cosa que nunca mal venía, pero no, se habían pasado con la expectativa.
Cuatro parejas que no siempre lograban a ser las mismas ni a cumplir con el compromiso todas juntas, era lo poco que se había anotado. Así y todo la pareja de bailarines continuaba con las clases, sin demasiada alegría, casi sin entusiasmo, en fin, cumplían y punto.
Así estaban, en el escenario, con tres parejas que obsesivas, prolijas, torpes y esforzadas, seguían los dibujos de la Carmen con el Alejo, quienes con cortes y quebradas de los más sencillos, intentaban educar el paso a los obedientes aprendices. No daba mucha gana ponerse a mirarlos.
En una mesa, a un costado, Alberto trabajaba en unos escritos, fruto de la primer reunión para lanzar la convocatoria al baile de disfraces en casa de la Carmen, fiesta que se había pautado para el domingo próximo, dentro de cinco días. Fecha en una de esas media apresurada, pero que el Vilches había preferido e incentivado, con una generosa donación para el fondo común que se iba a utilizar para subvencionar los gastos de los vestuarios.
Por otra parte, era la única manera seria, creíble, de instalar el tema del baile, maniobra política que obraría el milagro de derivar rencores y resentimientos a lugares más abiertos, inevitablemente divertidos, recomendables.
Ahí trajinaba el Alberto con el listado, que incluía a todo el personal del cabaré y a los dueños, en total trece personas, más tres invitados más, dos de el Alejo y uno de la Carmen. Faltaba gente, en un patio así, con menos de veinticinco personas, no pasaba nada. El patio era demasiado grande y los chilenos demasiados fomes, cosa en la que todos coincidían, como para que los invitados, por más disfrazados que estuvieran, se soltaran a bailar, se armara la fiesta.
Alberto había propuesto invitar a un grupo de músicos cubanos que andaban en gira, medio botados por Valparaíso, gente buena, de lo mejorcito de América, después de los brasileños, para hacer cundir el baile, el clima, pero bueno, la propuesta estaba ahí, en estudio, con la duda que les generaba pensar que los cubanos se descolgaran con un pedido de plata, medio hambreados que andaban. Eran siete los cubanos, buen número, cinco hombres y dos mujeres.
El otro listado, el de los trajes, había sido confeccionado más que desde la creación pura, desde la teología negativa, esa que define los atributos de la divinidad por lo contrario a la criatura humana. No se podía disfrazar de policía, puta, ratón mickey y sus amigos, superman, batman y sus amigos, mosquetero, romano, pirata, cura, bruja, médico, fantasma, mago, oso carolina, caperucita, hada, ángel, diablo, militar, el zorro, el llanero solitario, el sherif y de indio norteamericano.
De ahí en más, todo estaba permitido. Se había hecho un cálculo de quince dólares para la producción de cada vestuario, cifra que había provocado discusiones y dudas, ya que era una verdadera porquería, pero bueno, sabían que nadie iba a meter mucho más la mano en el bolsillo, habida cuenta que también había que gastar en el trago, la comida, y los fuegos artificiales, que no iban a faltar.
Había un apéndice, una tendencia optativa, en donde se proponían una cantidad de disfraces para que los invitados, en caso de sentirse demasiado huevones ante la falta de ideas que sin duda experimentarían, encontraran en esta lista no obligatoria una salida fácil y rápida para la pobreza de sus cerebros. La consulta de esta lista era confidencial, o sea que quien recurriera a ella no corría el riesgo de evidenciar la sequía de su inventiva.
Absolutamente arbitrario y objetable era este códice. Porqué, sino, recomendar trajes de oso hormiguero, ladrón de gallinas, capitán escarlata, mafioso, torero, dama antigua, marciano, cleopatra, príncipe valiente, dragón, pantera rosa, popeye, hombre rana.
A las ocho en punto, Alberto miró su reloj, cuando Alejo y la Carmen daban por terminada la clase con un piadoso aplauso y se despedían de sus alumnos hasta la próxima semana. Ahí, en el escenario, con una deshinibición bastante sorprendente, las parejas empezaron a cambiarse, bueno, a sacarse los zapatos, los pañuelos del cuello, para irse. Alejo y la turca se fueron para su camerino.
El argentino no quería tomar alcohol esa noche. También estaba fumando poco. Se entretenía en pensar de qué iría disfrazada la gallega. Seguro como lo estaba de que se había quedado por lo menos a esperar la fiesta, habida cuenta que había participado de buena gana con algunas ideas en la confección de los listados de disfraces. El oso hormiguero era de ella. El dragón también, si bien se había coincidido que era una de los disfraces más caros y más peligrosos, de llegar a echar fuego por la nariz, el alado mounstruito.
Alejo había insinuado que si iba a haber ese tipo de oso, devorador de hormigas, él se iba a disfrazar de hormiga, para que el oso se agotara intentando comérselo. Y bueno, para eso era la fiesta.
El Vilches llegó al rato y se sentó junto al argentino, a ponerse al tanto de las novedades. Estaba tomando forma la movida. Le daba verdadero gusto, más allá de la interna, más allá de la estrategia. En el pasillo de los camerinos, cerca del baño que el personal usaba, iban a pegar la convocatoria y las pautas. La lista confidencial la iba a manejar la Tere, confiable y discreta.
Alejo se sumó a la mesa, la propuesta que venía trayendo era la de habilitar un buzón de sugerencias, amplio, así, de lo que fuera, para que la gente también participara, dándole un carácter más democrático, pluralista, a la movida. La idea fue inmediatamente aprobada. El buzón también iba a estar en poder de la Tere.
Ahí llegó Cuellar, con evidentes huellas en el cuerpo y en la cara del tren que le había pasado encima. Hecho trapo estaba el gordo, caminaba como la momia casi, un poco más rápido, la cara era la del joven frankestein con anteojos oscuros, o sea varias caras de Cuellar pegadas una sobre la otra. Todos advirtieron las marcas de la farranda pero nadie dijo palabra. El gordo los saludó en general, con la mano, y se mandó para la cocina, sin decir palabra. Ni ahí de colérico o dispuesto a provocar una pelea, a sacarse la mierda. No, Cuellar estaba en otra, demasiado en otra.
El Vilches respiró como si le hubieran sacado un elefante de encima. Tan relajado se sintió el viejo que decidió que esa noche no hubiera ni ballet ni monólogo del Alberto. Se iban a dedicar pura y exclusivamente a la organización del baile. La decisión del viejo fue muy recibida por todos, con entusiasmo, con ganas de dar lo mejor, para el bien del cabaré y la alegría que esperaban compartir con la Carmen. La turquita también estaba contenta, sonreía sin taparse la boca.
También recibían la visita medio confidencial, rutinaria, de una pareja de detectives de la policía de investigaciones, que aburridos, se arrimaban a la barra a charlar un rato con el Vilches, contándole la reseña policial del fin de semana, haciendo las habituales preguntas que tienen que ver con su oficio.
Era también el día en que a partir de las siete de la tarde, la Carmen y el Alejo daban clases de tango. Pocas parejas se formaban en la exigente disciplina del dos por cuatro. Al principio tanto la turquita como el otro habían creído que esa actividad extra iba a convocar un número interesante de gente, permitiéndoles un ingreso extra, cosa que nunca mal venía, pero no, se habían pasado con la expectativa.
Cuatro parejas que no siempre lograban a ser las mismas ni a cumplir con el compromiso todas juntas, era lo poco que se había anotado. Así y todo la pareja de bailarines continuaba con las clases, sin demasiada alegría, casi sin entusiasmo, en fin, cumplían y punto.
Así estaban, en el escenario, con tres parejas que obsesivas, prolijas, torpes y esforzadas, seguían los dibujos de la Carmen con el Alejo, quienes con cortes y quebradas de los más sencillos, intentaban educar el paso a los obedientes aprendices. No daba mucha gana ponerse a mirarlos.
En una mesa, a un costado, Alberto trabajaba en unos escritos, fruto de la primer reunión para lanzar la convocatoria al baile de disfraces en casa de la Carmen, fiesta que se había pautado para el domingo próximo, dentro de cinco días. Fecha en una de esas media apresurada, pero que el Vilches había preferido e incentivado, con una generosa donación para el fondo común que se iba a utilizar para subvencionar los gastos de los vestuarios.
Por otra parte, era la única manera seria, creíble, de instalar el tema del baile, maniobra política que obraría el milagro de derivar rencores y resentimientos a lugares más abiertos, inevitablemente divertidos, recomendables.
Ahí trajinaba el Alberto con el listado, que incluía a todo el personal del cabaré y a los dueños, en total trece personas, más tres invitados más, dos de el Alejo y uno de la Carmen. Faltaba gente, en un patio así, con menos de veinticinco personas, no pasaba nada. El patio era demasiado grande y los chilenos demasiados fomes, cosa en la que todos coincidían, como para que los invitados, por más disfrazados que estuvieran, se soltaran a bailar, se armara la fiesta.
Alberto había propuesto invitar a un grupo de músicos cubanos que andaban en gira, medio botados por Valparaíso, gente buena, de lo mejorcito de América, después de los brasileños, para hacer cundir el baile, el clima, pero bueno, la propuesta estaba ahí, en estudio, con la duda que les generaba pensar que los cubanos se descolgaran con un pedido de plata, medio hambreados que andaban. Eran siete los cubanos, buen número, cinco hombres y dos mujeres.
El otro listado, el de los trajes, había sido confeccionado más que desde la creación pura, desde la teología negativa, esa que define los atributos de la divinidad por lo contrario a la criatura humana. No se podía disfrazar de policía, puta, ratón mickey y sus amigos, superman, batman y sus amigos, mosquetero, romano, pirata, cura, bruja, médico, fantasma, mago, oso carolina, caperucita, hada, ángel, diablo, militar, el zorro, el llanero solitario, el sherif y de indio norteamericano.
De ahí en más, todo estaba permitido. Se había hecho un cálculo de quince dólares para la producción de cada vestuario, cifra que había provocado discusiones y dudas, ya que era una verdadera porquería, pero bueno, sabían que nadie iba a meter mucho más la mano en el bolsillo, habida cuenta que también había que gastar en el trago, la comida, y los fuegos artificiales, que no iban a faltar.
Había un apéndice, una tendencia optativa, en donde se proponían una cantidad de disfraces para que los invitados, en caso de sentirse demasiado huevones ante la falta de ideas que sin duda experimentarían, encontraran en esta lista no obligatoria una salida fácil y rápida para la pobreza de sus cerebros. La consulta de esta lista era confidencial, o sea que quien recurriera a ella no corría el riesgo de evidenciar la sequía de su inventiva.
Absolutamente arbitrario y objetable era este códice. Porqué, sino, recomendar trajes de oso hormiguero, ladrón de gallinas, capitán escarlata, mafioso, torero, dama antigua, marciano, cleopatra, príncipe valiente, dragón, pantera rosa, popeye, hombre rana.
A las ocho en punto, Alberto miró su reloj, cuando Alejo y la Carmen daban por terminada la clase con un piadoso aplauso y se despedían de sus alumnos hasta la próxima semana. Ahí, en el escenario, con una deshinibición bastante sorprendente, las parejas empezaron a cambiarse, bueno, a sacarse los zapatos, los pañuelos del cuello, para irse. Alejo y la turca se fueron para su camerino.
El argentino no quería tomar alcohol esa noche. También estaba fumando poco. Se entretenía en pensar de qué iría disfrazada la gallega. Seguro como lo estaba de que se había quedado por lo menos a esperar la fiesta, habida cuenta que había participado de buena gana con algunas ideas en la confección de los listados de disfraces. El oso hormiguero era de ella. El dragón también, si bien se había coincidido que era una de los disfraces más caros y más peligrosos, de llegar a echar fuego por la nariz, el alado mounstruito.
Alejo había insinuado que si iba a haber ese tipo de oso, devorador de hormigas, él se iba a disfrazar de hormiga, para que el oso se agotara intentando comérselo. Y bueno, para eso era la fiesta.
El Vilches llegó al rato y se sentó junto al argentino, a ponerse al tanto de las novedades. Estaba tomando forma la movida. Le daba verdadero gusto, más allá de la interna, más allá de la estrategia. En el pasillo de los camerinos, cerca del baño que el personal usaba, iban a pegar la convocatoria y las pautas. La lista confidencial la iba a manejar la Tere, confiable y discreta.
Alejo se sumó a la mesa, la propuesta que venía trayendo era la de habilitar un buzón de sugerencias, amplio, así, de lo que fuera, para que la gente también participara, dándole un carácter más democrático, pluralista, a la movida. La idea fue inmediatamente aprobada. El buzón también iba a estar en poder de la Tere.
Ahí llegó Cuellar, con evidentes huellas en el cuerpo y en la cara del tren que le había pasado encima. Hecho trapo estaba el gordo, caminaba como la momia casi, un poco más rápido, la cara era la del joven frankestein con anteojos oscuros, o sea varias caras de Cuellar pegadas una sobre la otra. Todos advirtieron las marcas de la farranda pero nadie dijo palabra. El gordo los saludó en general, con la mano, y se mandó para la cocina, sin decir palabra. Ni ahí de colérico o dispuesto a provocar una pelea, a sacarse la mierda. No, Cuellar estaba en otra, demasiado en otra.
El Vilches respiró como si le hubieran sacado un elefante de encima. Tan relajado se sintió el viejo que decidió que esa noche no hubiera ni ballet ni monólogo del Alberto. Se iban a dedicar pura y exclusivamente a la organización del baile. La decisión del viejo fue muy recibida por todos, con entusiasmo, con ganas de dar lo mejor, para el bien del cabaré y la alegría que esperaban compartir con la Carmen. La turquita también estaba contenta, sonreía sin taparse la boca.
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