Se había ido. Alberto acababa de cortar la comunicación telefónica con el hostal de los gringos. La gallega se había ido, esta vez con todo el equipo. Con ninguna mochilita de mano, con la grande, a la espalda. Para seguir viaje. Doña Cata no supo decirle hacia dónde. “Sigo viaje” le hacía dicho la Luz, sólo eso.
Se quedó con el teléfono en las manos, con todo el aparato, mirando las rosas que ahí habían quedado. Sobre la mesa, sin agua, muriéndose del todo. Dejó el teléfono sobre la repisa y salió al patio. El sol, arriba, vertical, le daba la una del mediodía. Le partía el cráneo.
Una pelota de angustia se le empezó a inflar dentro del estómago. Se dobló sobre el abdomen para amortiguar el dolor, que con un puntazo, le daba cuenta de esos golpes que caen así, cada tanto, en la vida.
No era la de él hacerse el romántico, el poeta, el sensible. Pero la verdad es que la gallega se le había metido dentro, y ahí, cuando ya lo alojaba, se había ido. Todo en un par de horas. Por la puta, si era para reventar como un sapo. En medio de la frente le había quedado el hacha. Carajo, ni que hubiera querido matarlo. Saña y alevosía. Arte en la aniquilación de un hombre. Ah, una experta la gallega.
Sin anestesia, brutal la cirugía. Se llevó la mano al pecho, que también ahora le dolía. Ya en la cocina, se sentó a la mesa y sacó una botella de whisky, un vaso y hielo de la heladera. Se sirvió casi hasta el borde. Se quemó la garganta y el estómago. El efecto de la buena dosis del alcohol en la sangre le aflojó un poco la tensión que lo estaba ahogando. Tosió y escupió afuera, al patio.
Pensó que la ida a lo de la turquita la noche pasada había sido un error de aquellos, una terrible metida de pata, un cagadón digno de un megapelotudo como él, un perdedor serial. Se odió con toda su alma. Se sintió un pobre maldito, irrecuperable. Bebió la mitad que le quedaba al vaso. Sandokan, que esta vez lo miraba, con un sexto sentido de gato con mucho tejado, se hizo humo, intuyendo que alguien podía salir lastimado.
Tomó la botella y el vaso y se fue para su pieza. A terminar de reventarse la cabeza. Tirado en la cama, se sirvió otro vaso. Pensó de qué se iba a disfrazar es noche, no la del domingo, esa, la que llegaría en horas, para hacer reír a la manga de huevones concha de su madre que irán al cabaré, a ver al payaso del smoking. Sabía que era cobarde, pero le daban ganas de tirarse a volar desde alguna terraza, para aterrizar mal, con el cuello partido. No tenía ya ni un pedazo sano en el alma para poder aguantar el dolor de otra pérdida. Ni un sueño así de chiquito. Nada, el vacío. Y sólo eso quedaba, seguir viviendo para no morirse nomás. Qué mierda infinita. Qué porquería.
Esto no se hace gallega, así no, nunca, es pecado. No se perdona en ninguna parte. Así no se fusila ni al más hijo de puta, de un tiro en el medio del pecho, sin avisar, sin preguntar por el último deseo, sin que uno se pueda fumar un cigarrillo de despedida. Sin poder escribir la última carta para que alguien pueda llorar alguna vez ante esas letras.
Y ahí le cruzó por entre las cejas la palabra Tomás. El hijo. Tomás del Río. Se le hizo un nido ese nombre, esa palabrita corta, la del nombre del santo incrédulo, la del santo de los borrachitos. Y se bebió otro vaso en su honor entonces. Sí, ese trago largo y fuerte era por el hijo. Por ese pibe de ocho años y medio que no conocía y que debía de estar jugando a la pelota en alguna canchita de su barrio, en Palermo. O debía de estar jugando en el agua, en alguna playa ese verano. Bebió por Tomás, sano, fuerte, lindo. Parecido a él sin duda. Mucho más vivo, ningún pelotudo como el padre. Bien plantado, peleador, pendejo jodido, de esos medios guachos que al criarse sin padre le andan rompiendo la cara a primero que se burla, que le falta el respeto a él, a la madre. Tomasito, un hombre de casi nueve años.
Y ahí se puso a llorar, a llorar como un niño de más de cuarenta. Despacio, con unas lágrimas grandes, enormes, que hacía más de diez años que estaban ahí, esperándolo. Sentado en la cama lloró de pena, de dolor, desbordando de tristeza, lloró de llanto, ahora, abriéndose el pecho con esa agua tan vieja.
El canario, afuera, que nunca había escuchado llorar a nadie, cantaba bajo el sol que la doraba las plumas, lleno de vida, lleno de trinos, en una jaulita de madera.
Se quedó con el teléfono en las manos, con todo el aparato, mirando las rosas que ahí habían quedado. Sobre la mesa, sin agua, muriéndose del todo. Dejó el teléfono sobre la repisa y salió al patio. El sol, arriba, vertical, le daba la una del mediodía. Le partía el cráneo.
Una pelota de angustia se le empezó a inflar dentro del estómago. Se dobló sobre el abdomen para amortiguar el dolor, que con un puntazo, le daba cuenta de esos golpes que caen así, cada tanto, en la vida.
No era la de él hacerse el romántico, el poeta, el sensible. Pero la verdad es que la gallega se le había metido dentro, y ahí, cuando ya lo alojaba, se había ido. Todo en un par de horas. Por la puta, si era para reventar como un sapo. En medio de la frente le había quedado el hacha. Carajo, ni que hubiera querido matarlo. Saña y alevosía. Arte en la aniquilación de un hombre. Ah, una experta la gallega.
Sin anestesia, brutal la cirugía. Se llevó la mano al pecho, que también ahora le dolía. Ya en la cocina, se sentó a la mesa y sacó una botella de whisky, un vaso y hielo de la heladera. Se sirvió casi hasta el borde. Se quemó la garganta y el estómago. El efecto de la buena dosis del alcohol en la sangre le aflojó un poco la tensión que lo estaba ahogando. Tosió y escupió afuera, al patio.
Pensó que la ida a lo de la turquita la noche pasada había sido un error de aquellos, una terrible metida de pata, un cagadón digno de un megapelotudo como él, un perdedor serial. Se odió con toda su alma. Se sintió un pobre maldito, irrecuperable. Bebió la mitad que le quedaba al vaso. Sandokan, que esta vez lo miraba, con un sexto sentido de gato con mucho tejado, se hizo humo, intuyendo que alguien podía salir lastimado.
Tomó la botella y el vaso y se fue para su pieza. A terminar de reventarse la cabeza. Tirado en la cama, se sirvió otro vaso. Pensó de qué se iba a disfrazar es noche, no la del domingo, esa, la que llegaría en horas, para hacer reír a la manga de huevones concha de su madre que irán al cabaré, a ver al payaso del smoking. Sabía que era cobarde, pero le daban ganas de tirarse a volar desde alguna terraza, para aterrizar mal, con el cuello partido. No tenía ya ni un pedazo sano en el alma para poder aguantar el dolor de otra pérdida. Ni un sueño así de chiquito. Nada, el vacío. Y sólo eso quedaba, seguir viviendo para no morirse nomás. Qué mierda infinita. Qué porquería.
Esto no se hace gallega, así no, nunca, es pecado. No se perdona en ninguna parte. Así no se fusila ni al más hijo de puta, de un tiro en el medio del pecho, sin avisar, sin preguntar por el último deseo, sin que uno se pueda fumar un cigarrillo de despedida. Sin poder escribir la última carta para que alguien pueda llorar alguna vez ante esas letras.
Y ahí le cruzó por entre las cejas la palabra Tomás. El hijo. Tomás del Río. Se le hizo un nido ese nombre, esa palabrita corta, la del nombre del santo incrédulo, la del santo de los borrachitos. Y se bebió otro vaso en su honor entonces. Sí, ese trago largo y fuerte era por el hijo. Por ese pibe de ocho años y medio que no conocía y que debía de estar jugando a la pelota en alguna canchita de su barrio, en Palermo. O debía de estar jugando en el agua, en alguna playa ese verano. Bebió por Tomás, sano, fuerte, lindo. Parecido a él sin duda. Mucho más vivo, ningún pelotudo como el padre. Bien plantado, peleador, pendejo jodido, de esos medios guachos que al criarse sin padre le andan rompiendo la cara a primero que se burla, que le falta el respeto a él, a la madre. Tomasito, un hombre de casi nueve años.
Y ahí se puso a llorar, a llorar como un niño de más de cuarenta. Despacio, con unas lágrimas grandes, enormes, que hacía más de diez años que estaban ahí, esperándolo. Sentado en la cama lloró de pena, de dolor, desbordando de tristeza, lloró de llanto, ahora, abriéndose el pecho con esa agua tan vieja.
El canario, afuera, que nunca había escuchado llorar a nadie, cantaba bajo el sol que la doraba las plumas, lleno de vida, lleno de trinos, en una jaulita de madera.
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