Habían repasado el plan varias veces. Con dibujos, planos, reconocimiento de terreno, coordinado los relojes, sólo les faltaban las armas, herramientas que no precisaban, y que de ser así, necesarias, descartaban. Ya, no estaban tan locos. Ni ahí con jugar a los comandos, a los profesionales. Estaba muy claro que no se iba por riesgos. No querían, y eso lo habían dejado los dos muy bien aclarado, terminar ni presos ni heridos.
Si alguna señal les llegaba a cualquiera de los dos con características de reconocible peligro, la operación se abortaba. Y que los peruanos con los tres kilos de coca se fueran bien a la reputísima. La vida de ellos era mucho más que esa loca aventura, o la más que respetable ambición que a cada uno movía.
La movida, el diseño, el plan maestro del cambiazo aparentemente era tan sencillo, que daba miedo pensar que a un par de huevones se les puedan ocurrir cosas así, o que se lo ocurra a uno y encuentre a otro que lo siga, para perfeccionarlo juntos. Igual era una locura.
Habían salido a las doce del mediodía de la casa del gordo, obviamente luego de haberse dado un par de toques para andar más rápidos, más decididos. En el wolkswagen de Cuellar se fueron para la oficina de despacho de mercadería de don Arrate. En el asiento de atrás iban las dos cajas de plumavit con los tres kilos de coca disfrazados de uno de los mejores salmones rosados del mundo.
Ellos iban a retirar en persona, cosa que a veces el gordo hacía, dos pencas de kilo y medio que el peruano había encargado. El Felipe iba para darle una mano, como asistente del chef, un compadre que trabajaba en el cabaré de barman. La verdad más pura. Cincuenta por ciento pura.
Felipe ya había recibido las cinco lucas yanquis, el adelanto, suma que el gordo guardaba como su última reserva, ese dinero que se esconde en un tubo, dentro de la pata hueca de la cama, o en una lata de azúcar, en una bolsa de plástico, en la cocina.
El gordo no era de andar tomando tantos recaudos, como buen gurmet que era, guardaba los cinco rollos de a cien lucas, en estuches de habanos, de los gordos y largos cubanos, en una linda caja de madera, los cohiba. Se los había dado al Felipe con caja y todo. A lo grande. Espléndido. La caja de madera la tenía ahora el poeta debajo del asiento del auto.
Así llegaron a la oficina del exportador, en la avenida Altamirano, frente al puerto. Entraron con el auto, luego de pasar el control de seguridad de la empresa, que reconoció y dejó pasar al Cuellar, amigo y cliente de la firma. Las cajas de plumavit con la coca estaban en el asiento de atrás, tapadas por un mantel del cabaré, junto a bolsas de verdura que lucían a la vista, tan verdes como llamativas.
Mientras esperaban su pedido, Cuellar y el Felipe detectaron tan serenos como urgidos un par de cajas de cartón corrugado, con todas las etiquetas del despacho internacional, y una oblea autoadhesiva grande, con la dirección de la empresa ficticia que en Madrid recibiría la encomienda. Eran cajas especiales, aptas para contener las de plumavit que ya llevaban hielo junto con las pencas. Cajas que irían en una camioneta refrigerada hasta Santiago, y de ahí, en la cámara frigorífica del jet, hasta el ibérico destino. Las cajas, eran cerradas y precintadas en Santiago, luego de atravesar la barrera de la policía sanitaria.
Recibieron las dos cajas con los tres kilos de salmón que el gordo había encargado; mientras pagaba Cuellar, Felipe las llevó para el auto. Ahí, las cambió por las otras y volvió donde el gordo, a consumar el cambiazo.
No le temblaban las piernas al Felipe cuando caminaba por el pasillo que separaba el estacionamiento de la empresa de la oficina del despacho. Sabía que no tenía que pensar en nada. Dejar la mente en blanco y moverse confiando en su capacidad automática y en el superobjetivo que cumplirían, él y el gordo sin exponerse a riesgo alguno. Eso lo había leído e incluso subrayado en aquel clásico del zen; justo ahora no iba a olvidarse de la parábola del tigre.
En la mesa de despacho estaba el gordo, de espaldas, metiendo en una plática por demás interesante y divertida al despachante, quien no atinó a advertir cuando el Felipe apoyó las dos cajas con los tres kilos de coca junto a una de las cajas de cartón corrugado, para atarse los cordones de un zapato.
La mole del gordo, de un metro ochenta y cien kilos, que vestía una holgada cazadora y calzaba un amplio panamá en su cabeza, cubría el ángulo lo bastante como para que el Felipe, chico de tamaño, jugara el destino de la poesía chilena en un movimiento de taichi, en menos de cinco segundos, tiempo suficiente para hacer el cambiazo y sacarle las etiquetas de exportación a la caja. Así seguía ahora el abogado no doctorado, atándose el segundo zapato, con un par de manchas de humedad debajo de sobaco de su camisa, únicas señales visibles de un incremento en la sudación que se podía calificar de abundante.
El Felipe se incorporó como si nada, y se hizo evidente ante el despachante, al que le pidió por favor un poco más de hielo para los salmónidos, ya que tenían que pasar de nuevo por la vega, a buscar un par de bolsas de limones que se habían olvidado, y el calor de esa jornada de verano no daba como para andar con las pencas así, sin un poco más de frío.
Cuando el Felipe le pidió a Cuellar que le convidara con un cigarro, también cubano pero de menor calibre, los dos se miraron con toda la picardía y satisfacción del mundo. La habían pasado. Ya con el hielo duplicado, se marcharon del local, despacio, disfrutándolo, pícaros y seguros, fumando puros.
Cuando cargaban las dos cajas en los asientos de atrás del auto, la camioneta refrigerante estaba estacionando. Era la una de la tarde. Estaba algo retrasada, el viaje a Santiago le iba a llevar hora y media y el avión partía a las tres en punto. En el aeropuerto iba a tener menos de media hora para ser despachada y subir al sector refrigerado de la bodega del jumbo.
Partieron para Santiago, la segunda fase del plan era chequear de lejos en envío, para llenarse el buche de champaña más tarde. En el apart, en calle Ahumada. Tal vez con otro par de esas chicas, de tarde, en horario de oficina. Ellos no iban a seguir a la camioneta. El transporte del flete los iba a seguir a ellos, quince minutos más tarde. Tiempo más que suficiente como para pasar por lo de Cuellar y dejar las cajas de salmón en la cocina.
Ya en viaje para Santiago se relajaron, pusieron música, se rieron a cuenta de lo lindo. Igualmente sabían que lo más difícil era lo que faltaba, que el escáner de la policía sanitaria no leyera bien, cosa que era técnicamente improbable, que hubiera un error humano, siempre posible, o una sorpresa maravillosa, una de esas en que la vida anda con ganas de ser generosa, buena amiga.
Por la nueva autopista Valparaíso-Santiago circulaban a la máxima velocidad permitida, a cien por hora. Hacia el oriente circulaba el escarabajo plateado, ligero, liviano, inadvertido, en medio los pocos camiones y buses que iban y volvían hacía el principal puerto chileno. Un helicóptero de los carabineros vigilaba el tránsito, intenso, prolijo, ordenado.
Si alguna señal les llegaba a cualquiera de los dos con características de reconocible peligro, la operación se abortaba. Y que los peruanos con los tres kilos de coca se fueran bien a la reputísima. La vida de ellos era mucho más que esa loca aventura, o la más que respetable ambición que a cada uno movía.
La movida, el diseño, el plan maestro del cambiazo aparentemente era tan sencillo, que daba miedo pensar que a un par de huevones se les puedan ocurrir cosas así, o que se lo ocurra a uno y encuentre a otro que lo siga, para perfeccionarlo juntos. Igual era una locura.
Habían salido a las doce del mediodía de la casa del gordo, obviamente luego de haberse dado un par de toques para andar más rápidos, más decididos. En el wolkswagen de Cuellar se fueron para la oficina de despacho de mercadería de don Arrate. En el asiento de atrás iban las dos cajas de plumavit con los tres kilos de coca disfrazados de uno de los mejores salmones rosados del mundo.
Ellos iban a retirar en persona, cosa que a veces el gordo hacía, dos pencas de kilo y medio que el peruano había encargado. El Felipe iba para darle una mano, como asistente del chef, un compadre que trabajaba en el cabaré de barman. La verdad más pura. Cincuenta por ciento pura.
Felipe ya había recibido las cinco lucas yanquis, el adelanto, suma que el gordo guardaba como su última reserva, ese dinero que se esconde en un tubo, dentro de la pata hueca de la cama, o en una lata de azúcar, en una bolsa de plástico, en la cocina.
El gordo no era de andar tomando tantos recaudos, como buen gurmet que era, guardaba los cinco rollos de a cien lucas, en estuches de habanos, de los gordos y largos cubanos, en una linda caja de madera, los cohiba. Se los había dado al Felipe con caja y todo. A lo grande. Espléndido. La caja de madera la tenía ahora el poeta debajo del asiento del auto.
Así llegaron a la oficina del exportador, en la avenida Altamirano, frente al puerto. Entraron con el auto, luego de pasar el control de seguridad de la empresa, que reconoció y dejó pasar al Cuellar, amigo y cliente de la firma. Las cajas de plumavit con la coca estaban en el asiento de atrás, tapadas por un mantel del cabaré, junto a bolsas de verdura que lucían a la vista, tan verdes como llamativas.
Mientras esperaban su pedido, Cuellar y el Felipe detectaron tan serenos como urgidos un par de cajas de cartón corrugado, con todas las etiquetas del despacho internacional, y una oblea autoadhesiva grande, con la dirección de la empresa ficticia que en Madrid recibiría la encomienda. Eran cajas especiales, aptas para contener las de plumavit que ya llevaban hielo junto con las pencas. Cajas que irían en una camioneta refrigerada hasta Santiago, y de ahí, en la cámara frigorífica del jet, hasta el ibérico destino. Las cajas, eran cerradas y precintadas en Santiago, luego de atravesar la barrera de la policía sanitaria.
Recibieron las dos cajas con los tres kilos de salmón que el gordo había encargado; mientras pagaba Cuellar, Felipe las llevó para el auto. Ahí, las cambió por las otras y volvió donde el gordo, a consumar el cambiazo.
No le temblaban las piernas al Felipe cuando caminaba por el pasillo que separaba el estacionamiento de la empresa de la oficina del despacho. Sabía que no tenía que pensar en nada. Dejar la mente en blanco y moverse confiando en su capacidad automática y en el superobjetivo que cumplirían, él y el gordo sin exponerse a riesgo alguno. Eso lo había leído e incluso subrayado en aquel clásico del zen; justo ahora no iba a olvidarse de la parábola del tigre.
En la mesa de despacho estaba el gordo, de espaldas, metiendo en una plática por demás interesante y divertida al despachante, quien no atinó a advertir cuando el Felipe apoyó las dos cajas con los tres kilos de coca junto a una de las cajas de cartón corrugado, para atarse los cordones de un zapato.
La mole del gordo, de un metro ochenta y cien kilos, que vestía una holgada cazadora y calzaba un amplio panamá en su cabeza, cubría el ángulo lo bastante como para que el Felipe, chico de tamaño, jugara el destino de la poesía chilena en un movimiento de taichi, en menos de cinco segundos, tiempo suficiente para hacer el cambiazo y sacarle las etiquetas de exportación a la caja. Así seguía ahora el abogado no doctorado, atándose el segundo zapato, con un par de manchas de humedad debajo de sobaco de su camisa, únicas señales visibles de un incremento en la sudación que se podía calificar de abundante.
El Felipe se incorporó como si nada, y se hizo evidente ante el despachante, al que le pidió por favor un poco más de hielo para los salmónidos, ya que tenían que pasar de nuevo por la vega, a buscar un par de bolsas de limones que se habían olvidado, y el calor de esa jornada de verano no daba como para andar con las pencas así, sin un poco más de frío.
Cuando el Felipe le pidió a Cuellar que le convidara con un cigarro, también cubano pero de menor calibre, los dos se miraron con toda la picardía y satisfacción del mundo. La habían pasado. Ya con el hielo duplicado, se marcharon del local, despacio, disfrutándolo, pícaros y seguros, fumando puros.
Cuando cargaban las dos cajas en los asientos de atrás del auto, la camioneta refrigerante estaba estacionando. Era la una de la tarde. Estaba algo retrasada, el viaje a Santiago le iba a llevar hora y media y el avión partía a las tres en punto. En el aeropuerto iba a tener menos de media hora para ser despachada y subir al sector refrigerado de la bodega del jumbo.
Partieron para Santiago, la segunda fase del plan era chequear de lejos en envío, para llenarse el buche de champaña más tarde. En el apart, en calle Ahumada. Tal vez con otro par de esas chicas, de tarde, en horario de oficina. Ellos no iban a seguir a la camioneta. El transporte del flete los iba a seguir a ellos, quince minutos más tarde. Tiempo más que suficiente como para pasar por lo de Cuellar y dejar las cajas de salmón en la cocina.
Ya en viaje para Santiago se relajaron, pusieron música, se rieron a cuenta de lo lindo. Igualmente sabían que lo más difícil era lo que faltaba, que el escáner de la policía sanitaria no leyera bien, cosa que era técnicamente improbable, que hubiera un error humano, siempre posible, o una sorpresa maravillosa, una de esas en que la vida anda con ganas de ser generosa, buena amiga.
Por la nueva autopista Valparaíso-Santiago circulaban a la máxima velocidad permitida, a cien por hora. Hacia el oriente circulaba el escarabajo plateado, ligero, liviano, inadvertido, en medio los pocos camiones y buses que iban y volvían hacía el principal puerto chileno. Un helicóptero de los carabineros vigilaba el tránsito, intenso, prolijo, ordenado.
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