jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 39. Dos tipos audaces

Hacía calor, harto calor en Santiago, el sol de enero calentaba una capa de smog gruesa, opaca, sobre la ciudad capital, construida entre cerros, con un río al medio, separada del aire fresco y puro del pacífico por otra cadena montañosa, costeña. Así, encajonada, la fundación de don Pedro de Valdivia, creció como pudo, moderna, pujante, progresista, irrespirable.
Algunos ciclistas, gente de oficina, las mamás con los niños pequeños, portaban máscaras de algodón y fibra, ajustadas por detrás de la nuca con un delgada gomita, para filtrar un poco el aire insano, con color y olor, desagradable, nocivo. Otros, la mayoría, transitaba a cara descubierta, con esa resignación característica de quien no puede irse ni a vivir a otra parte, ni elegir con cuál enfermedad en las vías respiratorias va a enfermarse. En esto también son terceros, como con los salmones, en contaminación, detrás de Tokio y el DF mexicano.
La restricción vehicular, ese recurso administrativo por el cual la autoridad pública determina que ese día, los autos que poseen tales o cuales chapas patentes, con números que son avisados con la debida antelación por los medios, luego del pronóstico del tiempo en las noticias de la noche, no pueden circular por la ciudad, había pautado para ese miércoles que los portadores de patentes terminadas en los números ocho y tres debían dejar el auto en la casa.
La patente del auto de Cuellar terminaba en tres. Así circulaba el gordo, ignorándolo, habituado como estaba al tránsito de Valparaíso, en donde tal tipo de medida no se utiliza, lleno de aire puro del mar como es el puerto.
Cuando un motociclista de carabineros se les adelantó ya en plena avenida Bernardo O’Higgins, hacia el aeropuerto Merino Benítez, ordenándoles detenerse, la cara del gordo experimentó una mutación desagradable, el pulso se le aceleró, la presión le trepó como una fila de carros por una montaña rusa. El Felipe primero atinó a bajar el volumen de la radio primero, para luego directamente apagarla. Después del militar saludo y el rutinario y respetuoso y correspondiente pedido de los documentos del auto.
Luego de todo esto, cuando el gordo estaba comenzando lentamente a desinflarse en el asiento, el motociclista, educado, advertido de la residencia del infractor en el puerto, le comunicó que ese día no podía circular, que iba a tener que hacerle un parte, ponerle una multa. El gordo no movió nada, ni la cabeza, ni las manos, apenas los labios, tal vez lo único que aún no se le había paralizado, para decir que bueno, que cuánto era. El Felipe se reía como un gato, para adentro.
El calor esa tarde en Santiago había trepado hasta los treinta y siete grados. Era insoportable. Y junto con la polución ambiental, colaboraba para que el consumo de electricidad en la capital chilena estuviera llegando a un nivel cercano al del colapso energético. Tal era el riesgo por el cual transitaba el servicio público, ante una demanda excesiva y puntual, que procuraba artificialmente evitar el rigor del clima y el daño de la contaminación, con sistemas de aire acondicionado y purificadores, para que la gente sobreviviera en sus casas, trabajos y negocios, respirando oxígeno refrigerado y limpio.
Cuando Cuellar estacionó el auto en el estacionamiento del aeropuerto, el récord se había alcanzado. La temperatura había trepado a las dos y cuarenta y cinco de la tarde a los cuarenta grados. El servicio de abastecimiento energético suplementario del aeropuerto estaba al máximo del requerimiento desde hacia un par de horas. Hasta allí, a unos doce kilómetros del centro de la ciudad, la energía no llegaba en la forma convencional desde hacía horas.
El plan en el aeropuerto era tan sencillo como pasar a tomar un café al bar, luego el Felipe, personaje más idóneo para pasar desapercibido, se iría para el baño, perdiéndose un poco por el camino, cerca de algún local de venta de artículos regionales, para observar el momento en que las dos cajas de cartón corrugado pasaban por el escáner sanitario, con el tráfico, clandestinas.
Era la hora señalada, el momento bien jodido, la consumación del tipo penal, el minuto de riesgo de la reputísima concha de su madre. Y no se podía fumar, eso también estaba prohibido. El Felipe mascaba chicle como una ardilla, le faltaban las manos en la boca.
Cuando la carreta con las dos cajas llegó frente a la cinta circulante del escáner, Felipe sintió en el estómago una acumulación de gas que pugnaba por salir al exterior con una decisión imparable. Estaba a unos veinte metros del puesto de la policía sanitaria. Distancia suficiente como para que ante esta presión insoportable de butano que había acumulado en su tripa gorda, vaya a saber por qué motivos, por cuál misteriosa combustión de adrenalina, digo, vulgarmente nombrada como cagaso, se atreviera a liberar lento pero seguro el esfínter, para que se abriera paso un venteo digno de ser grabado, una corneta de su culo en un do sostenido y profundo, en notorio in crescendo, preludio tal vez de inminentes repeticiones telúricas, provocando una oleada de miradas y sonrisas nerviosas en torno al hongo que se expandía en su torno. Veinte metros que en definitiva eran muy pocos.
Lo único que atinó a hacer, casi por un reflejo involuntario, fue el ponerse de espaldas a los funcionarios que cargaban con la ayuda de los responsables del flete, las dos cajas con diez y siete kilos de salmón rosado del pacífico y tres de cocaína rosada del altiplano peruano, dejándolas correr debajo del moderno y curioso aparato.
Ellos, que habían levantado la vista ante la audición del meteoro, no pudieron verle la cara, que había tomado un color bordó y parecía una careta del Coyote en el momento de explotarle un petardo que estaba preparando para atentar contra el Correcaminos. El no pudo ver como las cajas pasaban despacio, sin apuro, sin señal alguna que delatara el rosado y peruano contenido.
Diligentes, eficientes, urgidos por un vuelo que partía en escasos minutos, los funcionarios de la policía sanitaria precintaron y sellar las dos cajas, luego las cargaron en una carrier, que partió raudo, hacia la pista, a depositar el embarque en un sector pequeño y refrigerado, en el buche del enorme jumbo.
Felipe había advertido estos movimientos mientras pugnaba por sacarse la careta del coyote entre la gente que iba y venía por el amplio corredor del aeropuerto. Rapidito caminaba el compadre, tanto por la vergüenza como por las dudas. Por los nervios. Feliz, liberado, viéndose ya dentro de poco tiempo, ahí mismo, con su mochila, su notebook y el pasaporte en la mano, mundano, seguro, yendo a recorrer por un tiempo el ancho mundo. Decidido a empapelar con sus versos las capitales de la vieja y paciente europa, su primer escala. Pegó la vuelta luego de comprar una revista en el puesto de diarios y se fue por la mecánica escalera hasta donde estaba el gordo. Tenía la “ve” de la victoria pintada en la cara.
El gordo pagó el café y se fueron despacio, como dos narcos recién graduados, potentes, dominando el espacio, más allá de las leyes, de la dea norteamericana y de aire contaminado, hasta un ventanal panorámico, para sentirse los huevones más capos, más grossos, con las vergas más grandes, con los cojones más colgantes, de toda esa manga de huevones que miraban cómo los aviones se iban, así, rompiendo el hongo del smog con un puntazo de acero y viento.
Después se fueron directo para Valparaíso. La fiesta la iban a hacer en casa del gordo, más discreta, más amiga, y sobre todo en un lugar en donde el aire puede respirarse sin máscara, los autos pudieran circular como debe ser, libremente, y en donde los aparatos que funcionan con energía eléctrica no corren el riesgo de sufrir algún tipo de daño o alteración en su funcionamiento, en sus circuitos, en sus chips, en sus programas, ante una baja de la tensión alternativa.
El dinero lo iban a cobrar contra el recibo del pescado, por medio de un depósito en una cuenta de un banco norteamericano, un gran banco. Diez mil para el Felipe, y una cifra demasiado exagerada para el gordo, a compartir con los peruanos, mitad y mitad. El gordo no pensaba ni cambiar de vida, ni ponerse un restaurante, ni dedicarse a la política, ni filmar la leyenda del Inca que le llenaba la boca de oro a los españoles. Lo único que quería en serio ahora, era poder pasarle la lengua por la espalda a la turquita. Así de sencillo.

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