jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 40. Chilóe

Luz había llegado a la Isla de Chiloé, frente a la ciudad de Puerto Montt. Estaba en la ciudad principal, en Castro. Esto es unos ochocientos kilómetros al sur de Santiago. Había alojado en casa de una mujer de unos cuarenta y cinco años, la Dina, que tenía habilitada su casa, amplia, confortable, de madera, con una gran cocina y un gran salón en la planta baja, y varias habitaciones en la planta alta, con baño compartido, en la cual recibía a los viajeros que de Santiago y de todas partes del mundo, llegaban a conocer la cultura palafítica del la isla, uno de los principales atractivos que ofrecía el viaje.
Esta modalidad de alojamiento está muy aceptada e instalada en todo Chile. Unas con más comodidades que otras, todas bastante limpias y con muy buen trato. Todas con precios muy accesibles. El dato de la Dina también Luz lo había obtenido de su maravillosa guía inglesa, que la nombraba así, “Casa de Dina”, con el cuidadoso detalle de la tarifa.
Las construcciones palafíticas de Chiloé, son casas levantadas sobre altos pilares, en las zonas ribereñas, sobre el agua. Como muelles habitables. Como inmóviles barcos con largas y fuertes patas, uno al lado del otro. El atractivo de este tipo de construcción es indudable, el de poder percibir una sensación diferente, tanto estética como existencialmente, cual es el no vivir sobre tierra firme, tener los pies sobre el agua en definitiva y no sobre la tierra. Inconscientemente sentir como la vida sube y baja con las mareas.
Y todo esto con mucha madera, que abunda en cantidad, calidad y nobleza, en la isla. Cultura de pescadores y carpinteros. Cultura acuática. Cultura mítica también, con variedad de leyendas mapuches.
En la cocina común está Luz ahora, a la mesa, compartiendo un té y un cigarrillo con la Dina, gorda y petisa, llena de las historias que los viajeros traen y llevan, en sus mochilas, en sus ojos llenos de mundos. Cocina cosmopolita. Ahora se ha sentado a la mesa con ella una australiana, Luanne, que también ha hecho escala en Chiloé para continuar hacia los fiordos más australes, para el Paine, para el río Traihuenco, el más bello del mundo.
Con esa ingenuidad y simpleza de los gringos, Luanne se incorpora apenas a la charla, pero está cerca. Pregunta en su media lengua. Ignorante, tranquila, sabiendo que goza de ese plus internacional que la habilita para ser entendida sin ser entendida, ser escuchada y no oída, y de todas maneras ser bien tratada y orientada.
En esa comunicación que se genera entre los gringos y nosotros, que tenemos que cuidarlos a los muy huevones, para que no se pierdan. Para que conozcan de la mejor manera posible estos maravillosos países que están en el culo del mundo.
En esas andaba la Dina, sabiendo como sabía que en Castro uno puede perder un día y medio, o dos a los sumo, conocer la majestuosa catedral de raulí, así, enteramente construida en esa noble madera; los palafitos en una excursión en lancha que dura medio día, y para el final el museo de arte contemporáneo, también en madera, un espacio de luz, tersura y armonía diseñado por un arquitecto loco y magnífico.
Luanne ya había visto lo que había que ver en Castro. Luz sólo la catedral del bosque nativo. Ni la gringa iba a quedarse un día más, esperándola, ni la española lo pretendía. Hacía veía Dina que nos las iba a poder mandar juntas para la siguiente escala, en Dalcahue, base de partida para la travesía que primero harían en una potente barcaza, y luego en kayacs, remando, muy bien conducidas por un equipo de especialistas en esas travesías, que los llevaría fiordos abajo, hasta la caída del Traihuenco al mar, desde una altura cercana a los cuatrocientos metros.
Así quedaron, Luanne se iría esa tarde en bus a Dalcahue, a unos sesenta kilómetros, al campamento base, para luego partir juntas, con el resto de la expedición, para el sur del sur. Para el extremo sur.
La Dina, fiel a su nombre, dinámica, gentil y un poquito manipuladora, ya se había comunicado por teléfono con el Ignacio Vélez, un ex guerrillero mirista, que ahora se dedicaba a sacarle plata a los gringos con las expediciones, tapando su pasado revolucionario con esta actividad tan gratificante y new age, como lo es el recorrer el borde del borde del mapa en canoas canadienses, muy bien equipadas, durante unos diez días, en un contacto agreste y directo con la natura, con la tierra madre. Con el agua madre.
La gringa había sacado una manzana y una banana de una bolsita de papel, luego de convidar, cosa que ni Luz ni la Dina habían aceptado, cenaba. Después sumó a las frutas, cereal y leche. La española la miraba comer con un poco de asco, sabiendo como sabía que a dos cuadras podrían haberse dado un atracón de salmón rosado y mariscos, todo muy bien regado por un vino blanco y helado, por unos poco billetes.
Y bueno, así son los gringos, austeros y aburridos hasta para recorrer el mundo. Confiaba en que la australiana tuviera otras facetas que ahora no exhibía. Y sí, en una de esas era una borracha perdida la gringa. O preparaba una sopa de hongos alucinógenos famosa en toda Oceanía. Había que darle tiempo a la Luanne.
Luz le agradeció a Dina las gestiones y en definitiva la buena onda y se despidió de ambas con la mano. Se fue a caminar un poco por el centro, unas dos cuadras, y a comer como Dios manda, un suculento trozo de salmón rosado a la plancha. También a intentar no pensar ni en el Alberto ni en la Pancha ni en el ángel, cosa que era como mucho. Iba a tener que permitir que alguno de los tres se sentara de la mejor manera posible a su mesa.
El único técnicamente habilitado para andar haciendo eso, para compartir una comida que la verdad es que tenía una aroma que lo tomaba por entero, sólo superada por el olorcito del congrio asándose, era el de las alas. Porque el ángel se alimentaba así, de perfumes, de aromas, desde la anunciación a la santa madre del hijo del padre, la que luego lo encarnó por obra y gracia del espíritu, los ángeles se han dado todos los gustos con los olores del mundo y de los humanos y de los animales y las flores.
Recita ahora entre dientes, aquel cántico que había llegado a cantar de niña, cuando la madre quería que tuviera formación religiosa, cosa que como sabemos terminó ante el militante y clandestino ateísmo del padre.
Al cielo sube en aroma intacto
la amorosa plegaria de María,
confundiendo al ángel
que a ella acude
la luz de su perfume.

El ángel sabe así muy bien que el olor de un santo no es igual al de héroe ni al del poeta ni al del asesino o al olor de un mediocre. Sabe también que cada alma huele distinto, así como cada piel de una mujer desnuda huele diferente, y a veces la piel de la misma mujer cambia de olor en una noche, antes y después del amor, antes y después de dilatarse en millones de explosiones de poros cargando al mundo de energía, de placer combustible.
Hay también ángeles con narices enormes, otros con orejas muy grandes y algunos con ojos redondos. Los hay con alas chiquitas, para volar por ahí nomás, casi a ras del mundo, y otros, los arcángeles, con un par de motores que le permiten subir hasta el trono del altísimo, en santiamén, quien los atiende al tiro, y les da lo que le piden. Ahora que hubiera un ángel de la guarda sin trabajo, desocupado, un vago casi, medio chusma y mundano, metiendo sus narices en un cabaré, o en la vida de un cómico de cuarta, por más talento que tuviere el Alberto, pobre, bueno, eso sí que era un poquito más difícil de digerir. Casi como que era poco serio, aún dentro de un contexto a hasta altura bastante delirante y surrealista. Un ángel medio hippie sería, o medio huevón, así, de volado, que se puso en cuadro para ver cómo salía en una foto. Luz no intentaba pensar en esto mientras se servía la tercera copa de chardonnay que estaba a punto para la sed de su boca. Lo que más le cerraba de la historia que Alberto le había narrado, era que ese ángel, el de la foto fuera el mismo que le había salvado la vida treinta y cinco años antes.
Que Alberto era medio un niño, era una huevada que se puede decir de cualquier hombre. Cosa que cualquier mujer, sea hermosa o no tanto, dice de un compadre después que le ha sacado un par de buenos polvos y este se queda dormido a su lado, como un bendito, con un pecho de ellas en la boca, todavía mamando.
Luz se rió de sí misma y pidió un postre. Esas deliciosas papayas al natural con crema que la volvían una glotona. No se iba a dedicar a lo dulce con el pensamiento de la verga de Alberto rondándola porque se iba a poner medio cachonda y no tenía en vista cómo satisfacer esa hambre.
Y sí, era más que probable que el argentino necesitara que lo cuidaran un poco más que al resto. El no había dicho que estaba tan solo como un perro por hacerse el dramático y seducirla con la balada del pobre solo. Era cierto, más allá de la gente del cabaré, de ese extraño y medio fronterizo grupo, según la percepción de ella, no parecía que tuviera amigos. Gente distinta, con la cual poder juntarse para contarse las cosas de la vida. Todos parecían impares en ese entorno laboral y obligatorio.
Lo de la comadre bizarra esa, la que seguro hubiera intentado asesinarla si se hubiera quedado no era tampoco algo bonito ni como para alimentar demasiado el alma. Era una guarra, seguro que muy buena, muy puta en una cama, pero nada más. Sólo un buen cuerpo, un muy buen cuerpo, un diamante en bruto tal vez, pero bueno, quién anda con ganas hoy día de andar puliendo humanidades.
Tal vez la vida del Alberto andaba todavía por el filo, con una tendencia a sentarse debajo de ventanas que se van a caer, de balcones que ya están para el derrumbe, de macetas en el borde de una ventana, buscando la mejor cabeza para arrojarse a su paso, hartas de vivir juntando un poco de tierra húmeda con unas raíces enroscadas, siempre con las mismas plantas. No había podido saber un poco más sobre ese niño de la foto, Tomás, su hijo. Retrato que sin duda cargaba una historia demasiado pesada, de esas que vale la pena olvidar para poder seguir respirando lo mejor del aire que nos queda, el resto de la vida. Esas que no pueden olvidarse.
Sí, no le cabía duda, ese ángel no era ningún desocupado, estaba activo, bien activo. No sabía nada de la teología de los ángeles ni le importaba un coño el tema, pero no dudaba de que esos, los de la guarda, debían estar cerca de uno toda la vida, si, claro, seguro que más presentes con los más débiles, los más necesitados, los niños.
Tal vez, porqué no, fuera cierto que el Alberto tenía una misión en la vida, algo un poco más trascendente que hacer reír a la pequeña burguesía de un puerto sobre todo los fines de semana. Algo que lo hiciera feliz más allá de él mismo. Que hiciera felices a muchos, que ni podían pensar en reír , amargados del mundo, desesperados.
La otra alternativa, era que sí fuera ese el ángel del cómico argentino fallecido, el famoso, que vaya a saber porqué andaba por ahí, y que ahora, sin ocupación definida, infinitamente aburrido, estuviera intentando prestarle algún servicio temporario a Alberto. Y, un poco por simpatía, otra porque también era argentino y se llamaba igual que el finado, y ahí, sí, ahí cerraba, porque el Alberto andaba necesitando como pocos que lo cuidaran como a un niño.
Esa también, esa podía ser. Digamos que era un ángel con un contrato basura, renovable cada tres meses, globalización mediante. Por eso quizás se mostraba, para que no dudaran de que ahí estaba, cumpliendo con su trabajo de la mejor manera posible, para no quedarse de nuevo botado, con las alas tristes, caídas.
Pidió un café y la cuenta. Encendió un camel y se quedó pensando cómo sería eso de llegar remando en un kayac hasta el río más bello del mundo. Le dio un poco de miedo la tremenda potencia de esa caída de agua sobre el mar, el ruido que debía hacer al desplomarse así, desde casi cuatrocientos metros.
Dudó de que esa altura fuera cierta, como para tomar coraje. Sí, en una de esas era como una cascadita y punto, fotos del Traihuenco no había visto. Sonrió y pensó que alguien estaría cerca de ella, llegado el caso, cuidándola.
Pagó y se fue caminando despacio para lo de la Dina. Sacudió la cabeza con el aire fresco de la calle, como para sacarse esos pensamientos tan ajenos que tenía alojados entre sus dos enormes orejas y que en un punto la volvían una extraña.



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