Había hecho su rutina con un piloto automático del porte de una botella de Jack Daniels. Y se había notado. Se fue sin despedirse, cosa que dejó tan sorprendido como apesadumbrado al Vilches, que en la barra, con la Tere, coincidían en que la historia con la española había terminado antes de tiempo.
Se fue para la casa caminando, enfermo, lleno de rencor, como a buscar pelea. Sabía con quién quería encontrarse. Quería desafiarlo. A ver si era hombre, o qué mierda era, si no tenía sexo, si era un pajarraco asexuado, como decían los bizantinos, en esas discusiones que los hicieron más famosos que el fuego griego.
A ver si bajaba a tomar con él, a gritar en medio de la calle a las cinco de la mañana hasta que los vecinos llamaran a los pacos y se los llevaran en una jaula verde, pegándoles con un palo. Así iba, provocándolo, bebiendo del pico de la botella, la segunda, por esas calles que ahora ni bajaban ni subían, en el plano. Así, descompuesto, con la camisa afuera, entre las luces blancas y verdes y amarillas y rojas, que le daban un stop que él no vería.
Ese amanecer del jueves en Valparaíso parecía que sólo por él estaba habitado. Ni un alma. Ni putas ni marineros ni dillers ni adictos ni pacos. Sólo él, lleno de odio, lleno de veneno, con ganas de matar y de matarse.
Alberto se paraba como un poseso en cada esquina, mirando los techos. Levantaba la botella hacia las azoteas y lo llamaba por ese nombre que algunos conocían. Rosamel no estaba, se había ido. Justo ahora que era tan necesario. O se escondía, cobarde, mediocre, empobrecido.
El argentino se tomaba el bulto violento, obsceno, invitando al ángel que bajara a mamársela. Estaba demasiado en el borde. Caminaba ahora por la costanera. Con el mar ahí, enorme, llamándolo con el vaivén de esa marea que crecía, acunando olas a medias, que así y todo reventaban contra la escollera, contra las piedras de la defensa, levantado cascadas de espuma y lluvia salobre que lo mojaban como a un náufrago. Eso lo enardecía, lo mantenía en pie, despierto, desolado, loco.
Cuando había comenzado a sacarse la ropa, un taxi que venía despacio, con las luces apagadas, paró a metros de su triste figura. Del taxi bajó la Carmen. Primero lo llamó, luego de gritar su nombre y ver que él no la escuchaba porque el mar gritaba más fuerte contra las rocas, se sacó los zapatos y corrió a buscarlo, debajo de esa catarata marítima.
Alberto estaba en calzones cuando la turca llegó y lo toma por la cintura, dándolo vuelta, sacudiéndolo con una violencia desconocida de los hombros, sacándole la botella con fuerza de la mano derecha y tirándola contra las rocas, sin mensaje alguno dentro, salvo que se fuera bien a la reputa mierda. Tomó la ropa del piso y se lo llevó de la mano, llena de honra, empapada, como una hembra magnífica. El se dejó llevar sin la menor resistencia.
El taxista se puso a protestar cuando llegaron los dos de la mano para subirse al auto, chorreando salitre, pero aflojó ante la mirada asesina de la turca y uno de los pechos que en el forcejeo medio se la había salido afuera. Subieron y retornaron por la avenida Errázuriz hacia el norte, hacia el cerro Placeres.
Gracias a una buena propina, la ayudó a subirlo hasta la puerta de entrada de su casa, en el 0328 de Carmen. Ella se encargó luego de sacarle los empapados calzones, secarlo con un taollón y meterlo en su cama, dejándolo llorar como un borracho, lleno de vergüenza y pudor, de culpa y de perdón. Apagó la luz del cuarto y lo dejó solo.
Se dio una ducha rápida, para sacarse la sal del cuerpo, y envuelta en su bata salió al patio, cuando ya era de día. Se sentó en un banquillo frente a la veranda para ver como el sol, desde el oriente, comenzaba a pintar los techos de oro.
Que nadie viniera a decirle que había hecho eso por amor porque era capaz de partirle una botella en la cresta. No, no lo había hecho por él, lo había hecho por ella, para sentirse más grande, para sentirse mejor. Bien que sabía lo que era tener ganas de tirarse desde el vacío a la nada misma, lo que era haber tenido todas las ganas de matarse.
Y bien sabía lo bueno que era que alguien llegara entonces, como mandado, con órdenes muy precisas, para parar la mano, sacarle las pastillas, meterla debajo de una ducha fría y hablarle y hablarle de que eso no se hacía, que nadie valía tanto la pena, que la vida era hermosa, de que no fuera tan necia, tan loca, tan estúpida, de que la próxima vez la iba a moler a golpes. Y abrazarla y mecerla como en una cuna. Lo había hecho por ella, por gratitud para con la vida, que nadie osara decirle que lo había hecho por amor a ese huevón porque la ofendía.
Se fue para la casa caminando, enfermo, lleno de rencor, como a buscar pelea. Sabía con quién quería encontrarse. Quería desafiarlo. A ver si era hombre, o qué mierda era, si no tenía sexo, si era un pajarraco asexuado, como decían los bizantinos, en esas discusiones que los hicieron más famosos que el fuego griego.
A ver si bajaba a tomar con él, a gritar en medio de la calle a las cinco de la mañana hasta que los vecinos llamaran a los pacos y se los llevaran en una jaula verde, pegándoles con un palo. Así iba, provocándolo, bebiendo del pico de la botella, la segunda, por esas calles que ahora ni bajaban ni subían, en el plano. Así, descompuesto, con la camisa afuera, entre las luces blancas y verdes y amarillas y rojas, que le daban un stop que él no vería.
Ese amanecer del jueves en Valparaíso parecía que sólo por él estaba habitado. Ni un alma. Ni putas ni marineros ni dillers ni adictos ni pacos. Sólo él, lleno de odio, lleno de veneno, con ganas de matar y de matarse.
Alberto se paraba como un poseso en cada esquina, mirando los techos. Levantaba la botella hacia las azoteas y lo llamaba por ese nombre que algunos conocían. Rosamel no estaba, se había ido. Justo ahora que era tan necesario. O se escondía, cobarde, mediocre, empobrecido.
El argentino se tomaba el bulto violento, obsceno, invitando al ángel que bajara a mamársela. Estaba demasiado en el borde. Caminaba ahora por la costanera. Con el mar ahí, enorme, llamándolo con el vaivén de esa marea que crecía, acunando olas a medias, que así y todo reventaban contra la escollera, contra las piedras de la defensa, levantado cascadas de espuma y lluvia salobre que lo mojaban como a un náufrago. Eso lo enardecía, lo mantenía en pie, despierto, desolado, loco.
Cuando había comenzado a sacarse la ropa, un taxi que venía despacio, con las luces apagadas, paró a metros de su triste figura. Del taxi bajó la Carmen. Primero lo llamó, luego de gritar su nombre y ver que él no la escuchaba porque el mar gritaba más fuerte contra las rocas, se sacó los zapatos y corrió a buscarlo, debajo de esa catarata marítima.
Alberto estaba en calzones cuando la turca llegó y lo toma por la cintura, dándolo vuelta, sacudiéndolo con una violencia desconocida de los hombros, sacándole la botella con fuerza de la mano derecha y tirándola contra las rocas, sin mensaje alguno dentro, salvo que se fuera bien a la reputa mierda. Tomó la ropa del piso y se lo llevó de la mano, llena de honra, empapada, como una hembra magnífica. El se dejó llevar sin la menor resistencia.
El taxista se puso a protestar cuando llegaron los dos de la mano para subirse al auto, chorreando salitre, pero aflojó ante la mirada asesina de la turca y uno de los pechos que en el forcejeo medio se la había salido afuera. Subieron y retornaron por la avenida Errázuriz hacia el norte, hacia el cerro Placeres.
Gracias a una buena propina, la ayudó a subirlo hasta la puerta de entrada de su casa, en el 0328 de Carmen. Ella se encargó luego de sacarle los empapados calzones, secarlo con un taollón y meterlo en su cama, dejándolo llorar como un borracho, lleno de vergüenza y pudor, de culpa y de perdón. Apagó la luz del cuarto y lo dejó solo.
Se dio una ducha rápida, para sacarse la sal del cuerpo, y envuelta en su bata salió al patio, cuando ya era de día. Se sentó en un banquillo frente a la veranda para ver como el sol, desde el oriente, comenzaba a pintar los techos de oro.
Que nadie viniera a decirle que había hecho eso por amor porque era capaz de partirle una botella en la cresta. No, no lo había hecho por él, lo había hecho por ella, para sentirse más grande, para sentirse mejor. Bien que sabía lo que era tener ganas de tirarse desde el vacío a la nada misma, lo que era haber tenido todas las ganas de matarse.
Y bien sabía lo bueno que era que alguien llegara entonces, como mandado, con órdenes muy precisas, para parar la mano, sacarle las pastillas, meterla debajo de una ducha fría y hablarle y hablarle de que eso no se hacía, que nadie valía tanto la pena, que la vida era hermosa, de que no fuera tan necia, tan loca, tan estúpida, de que la próxima vez la iba a moler a golpes. Y abrazarla y mecerla como en una cuna. Lo había hecho por ella, por gratitud para con la vida, que nadie osara decirle que lo había hecho por amor a ese huevón porque la ofendía.
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