Le había costado aceptarlo. Se había enamorado. Como una paloma, como una torcaza, de volada había perdido la cabeza. Se había enamorado como casi todos los humanos, ante un ser que nos parece tan bello que nos hace perder el sentido, y nos precipita en esa sin razón de no saber cómo puede ser nuestra vida sin ellos. Como la mayoría, excitada por el absurdo de que ese ser tan bello no nos ha tenido en cuenta, casi que nos ha ignorado, y entonces vamos por él, para decirle quién se cree qué es, quién se piensa qué es, para decirnos con su indiferencia que no siente por nosotros lo mismo.
Como una huevona se había enamorado. Puta, al chancho, hasta los tuétanos. Más allá de que fuera un niñita harto caprichosa, de esas de pegar pataditas en el suelo y llorar como una mona hasta que le prestaran atención y le compraran eso, eso, lo que ella quería. Más o menos así era ahora, que había crecido un poco, con los afectos. Ella era ella, bonita, inteligente, culta, y también, aunque le costaba ocultarlo, era la Francisca Amenabar. También era un apellido y un nombre.
Y por eso, justamente por eso, sabía muy bien quién era el Ignacio Vélez, aquel militante que había querido cambiar el mundo, o por lo menos ese pedazo finito y largo de él, y ahora se ganaba la vida con el turismo aventura. Y sí, en algunas cosas Santiago es medio como una aldea, todos los que tienen que conocerse se conocen, muchas veces son hasta parientes, primos de primos. Así tenía en sus manos el folleto que promocionaba la excursión en kayacs al Traihuenco, que partía en dos días de Dalcahue, en la isla grande de Chiloé.
Ella volaba para Puerto Montt en dos horas. Para buscarla, prepotente, ofendida, con esa graciosa intolerancia que le permitían ejercer sin respeto y culpa sus maravillosos veinticinco años.
Ahí quería verla a la catalana, cara a cara, a ver qué le decía. A ver si le decía que se fuera, que la dejara en paz, que no la volviera loca, a ella que quería seguir con su viaje así, tan tranquila, enamorando a medio mundo y después arrancándose. Dejando a todos colgados de un árbol.
No, con ella, con la Pancha Amenabar eso no se hacía. Y si se hacía, no era gratis. Algo iba a pasarle a esa tía. Algo bien feo iba a sucederle. No en su bello cuerpo ni en su agraciada cara. No, algo jodido le iba a pasar en el alma. Por anda seduciendo así, como si fuera la dueña del mundo, sin cuidados, inconsciente del poder que exhibía y debía administrar con más cuidado, para no andar provocando daños a veces irreparables. Claro, total, si andas de viaje, comadre, si eres tan libre, si todos somos grandes.
Estaba terminando de armar su mochila. Del trabajo se había ido, sí, le había venido bien el cuento de amor porque ya estaba como cansada de andar jugando a ser garzona. Lo de ella era la actuación, el arte, y era consciente de que si quería crecer con su ambición más pura, debía dedicarle un tiempo completo, y sí, dejarse de joder y empezar a recorrer los canales de televisión y las productoras con su curriculum, y bueno, tomar la pega que le dieran, comerciales, telenovelas, en fin, todos esos trabajos que despreciaba pero por los que debería pasar, como lo habían hecho todas. Hasta las que tenían más apellido que ella.
Arriba de todo, en la mochila, puso la lana, medias, gorro, guantes, y un par de polerones bien pesados, peruanos, para soportar la baja temperatura que por la noche desciende en el extremo sur hasta límites difíciles de soportar sin ese equipo, por más que fuera verano.
Hizo un paquete bien amarrado con el resto del hachís que le quedaba, unos doscientos gramos, y los selló con varias capas de papel aluminio. Calzó en un bolsillo de su chaqueta un par de pipas de ébano, labradas con finísimas incrustaciones de plata, regalitos que también había traído de su experiencia marroquí. Unas joyas eran las pipas. Cerró la cabaña y fue bajando hacía la citroneta, que tenía mal estacionada en la calle, abajo.
Fue bajando por la precordillera hacia el centro de Santiago. Primero iba a pasar por casa de los padres para dejar el auto, y después, en metro, lo más rápido, hasta un bus que la dejara en el aeropuerto en unos minutos. Iba relajada, con tiempo de sobra. Gozaba imaginando la cara de Luz cuando la viera, así, tan de cuerpito gentil, con la mochila al hombro, saliendo como de la nada, del medio de un bosque, para decirle hola amiga, te olvidaste a esta mujer allá, en la luna.
Ya, bueno, tampoco era su intención hacerse un viaje más o menos para andar luego haciéndose la pesada. No, no era su estilo. Ella iba a dejar que la química cumpliera su cometido, y que se consumara en medio del mejor paisaje posible lo que en el Arrayán se había iniciado. Iba para darse el gusto, pero lo hacía desde la alegría, desde la aventura, más allá de que fuera un poco inmadura y caprichosa.
Volvió entonces a la emoción original que la enamoraba, aquella noche de luna llena, bailando desnuda con la Luz, en la terraza de la cabaña, llenas de plata y de humo azul y dulce, tomadas por esa música, eternaúticas. Eso a ella no le había pasado nunca con nadie, ni con otra mujer ni con un hombre, dudaba de que a la catalana le hubiera pasado alguna vez en su vida. Y sí, no era poco, daba para pegarse el viaje. Después, después la luna, el inconcluso viaje estelar y los míticos seres del musgo y del bosque nativo, harían de las suyas.
Como una huevona se había enamorado. Puta, al chancho, hasta los tuétanos. Más allá de que fuera un niñita harto caprichosa, de esas de pegar pataditas en el suelo y llorar como una mona hasta que le prestaran atención y le compraran eso, eso, lo que ella quería. Más o menos así era ahora, que había crecido un poco, con los afectos. Ella era ella, bonita, inteligente, culta, y también, aunque le costaba ocultarlo, era la Francisca Amenabar. También era un apellido y un nombre.
Y por eso, justamente por eso, sabía muy bien quién era el Ignacio Vélez, aquel militante que había querido cambiar el mundo, o por lo menos ese pedazo finito y largo de él, y ahora se ganaba la vida con el turismo aventura. Y sí, en algunas cosas Santiago es medio como una aldea, todos los que tienen que conocerse se conocen, muchas veces son hasta parientes, primos de primos. Así tenía en sus manos el folleto que promocionaba la excursión en kayacs al Traihuenco, que partía en dos días de Dalcahue, en la isla grande de Chiloé.
Ella volaba para Puerto Montt en dos horas. Para buscarla, prepotente, ofendida, con esa graciosa intolerancia que le permitían ejercer sin respeto y culpa sus maravillosos veinticinco años.
Ahí quería verla a la catalana, cara a cara, a ver qué le decía. A ver si le decía que se fuera, que la dejara en paz, que no la volviera loca, a ella que quería seguir con su viaje así, tan tranquila, enamorando a medio mundo y después arrancándose. Dejando a todos colgados de un árbol.
No, con ella, con la Pancha Amenabar eso no se hacía. Y si se hacía, no era gratis. Algo iba a pasarle a esa tía. Algo bien feo iba a sucederle. No en su bello cuerpo ni en su agraciada cara. No, algo jodido le iba a pasar en el alma. Por anda seduciendo así, como si fuera la dueña del mundo, sin cuidados, inconsciente del poder que exhibía y debía administrar con más cuidado, para no andar provocando daños a veces irreparables. Claro, total, si andas de viaje, comadre, si eres tan libre, si todos somos grandes.
Estaba terminando de armar su mochila. Del trabajo se había ido, sí, le había venido bien el cuento de amor porque ya estaba como cansada de andar jugando a ser garzona. Lo de ella era la actuación, el arte, y era consciente de que si quería crecer con su ambición más pura, debía dedicarle un tiempo completo, y sí, dejarse de joder y empezar a recorrer los canales de televisión y las productoras con su curriculum, y bueno, tomar la pega que le dieran, comerciales, telenovelas, en fin, todos esos trabajos que despreciaba pero por los que debería pasar, como lo habían hecho todas. Hasta las que tenían más apellido que ella.
Arriba de todo, en la mochila, puso la lana, medias, gorro, guantes, y un par de polerones bien pesados, peruanos, para soportar la baja temperatura que por la noche desciende en el extremo sur hasta límites difíciles de soportar sin ese equipo, por más que fuera verano.
Hizo un paquete bien amarrado con el resto del hachís que le quedaba, unos doscientos gramos, y los selló con varias capas de papel aluminio. Calzó en un bolsillo de su chaqueta un par de pipas de ébano, labradas con finísimas incrustaciones de plata, regalitos que también había traído de su experiencia marroquí. Unas joyas eran las pipas. Cerró la cabaña y fue bajando hacía la citroneta, que tenía mal estacionada en la calle, abajo.
Fue bajando por la precordillera hacia el centro de Santiago. Primero iba a pasar por casa de los padres para dejar el auto, y después, en metro, lo más rápido, hasta un bus que la dejara en el aeropuerto en unos minutos. Iba relajada, con tiempo de sobra. Gozaba imaginando la cara de Luz cuando la viera, así, tan de cuerpito gentil, con la mochila al hombro, saliendo como de la nada, del medio de un bosque, para decirle hola amiga, te olvidaste a esta mujer allá, en la luna.
Ya, bueno, tampoco era su intención hacerse un viaje más o menos para andar luego haciéndose la pesada. No, no era su estilo. Ella iba a dejar que la química cumpliera su cometido, y que se consumara en medio del mejor paisaje posible lo que en el Arrayán se había iniciado. Iba para darse el gusto, pero lo hacía desde la alegría, desde la aventura, más allá de que fuera un poco inmadura y caprichosa.
Volvió entonces a la emoción original que la enamoraba, aquella noche de luna llena, bailando desnuda con la Luz, en la terraza de la cabaña, llenas de plata y de humo azul y dulce, tomadas por esa música, eternaúticas. Eso a ella no le había pasado nunca con nadie, ni con otra mujer ni con un hombre, dudaba de que a la catalana le hubiera pasado alguna vez en su vida. Y sí, no era poco, daba para pegarse el viaje. Después, después la luna, el inconcluso viaje estelar y los míticos seres del musgo y del bosque nativo, harían de las suyas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Críticas y comentarios...