El depósito en el banco serio, grande y norteamericano había sido hecho. Un correo electrónico se lo informaba, con un número de cuenta lleno de guiones, barras y dígitos. Sólo había que pasar a confirmarlo por la sucursal de Valparaíso. Allí le darían un par de chequeras, junto unas tarjetas de crédito de esas, las doradas, para que pasara a la categoría de los que pertenecen a un selecto y exclusivo mundo.
El gordo miraba el correo en el ciber, incrédulo, satisfecho, a su manera, feliz. Tenía que pasar a retirar la parte del Felipe y la de los peruanos. El resto, su fondo de pensión, ahí quedaría, no haría grandes gastos. El único gusto que quería darse era colaborar con una buena plata para que la fiesta de disfraces del domingo fuera histórica, que ahí no faltara nada. Ni gente, ni trajes, ni la mejor bebida. Coca no iba a llevar porque ya tanto el Vilches como la turquita le habían pedido que no lo hiciera, por lo menos que no lo hiciera en público, ya que la Tere no lo toleraba.
El Felipe pasó por la casa y se fueron juntos, en el auto, para el centro comercial de Valparaíso, a pocas cuadras. Hablaron poco durante el viaje, degustando en silencio ese secreto que ahora los unía para el resto de sus vidas. Como dos piratas que ahora eran y que sabían que se iban a despedir en breve. Sí, el domingo el Felipe iba a participar de la fiesta y ese iba a ser su último día con el grupo. Después partía, ya había sacado su pasaje para irse bien lejos, a ver cómo era eso del ancho y ajeno y posible mundo.
La edición de su primer libro la dejaba para el regreso. Quién sabe cómo cambiaría su percepción de las cosas ahora, ahora que había aprendido a transitar por fuera de la ley, pasándola de reputísima en el trayecto. Qué le dirían ahora las mismas palabras que antes estaban cargadas de imposibilidad, de resentimiento, de legítima soberbia y de brutal belleza. Algo nuevo le iba a pasar con eso, y tenía que ser paciente y atento, para poder procesar el cambio, intentando mantener la calma ante una ansiedad que a veces hacía publicar cosas que bien valía la pena haberlas quemado, tirado a la basura, olvidado en un baúl, lleno de arañas y ropa húmeda.
El Felipe se quedó esperando al gordo en un bar, para no hacer demasiado circo. El gordo iba a retirar los cinco mil dólares, y a los peruanos les iba a dar un cheque por su parte. Bueno, les iba a dar como diez cheques, de a uno, para que los depositaran en fechas distintas. Intentando evitar así posibles riesgos. Sospechas bien fundadas ante lo grosero de la suma.
Ya en el bar le pasó al Felipe sus cinco lucas en un grueso sobre. El compadre se lo guardó como pudo en el bolsillo de adentro de la chaqueta. Se rieron un poco, como para hacer el evento menos dramático. Pero bueno, de ahí en más cada uno seguiría su camino. Y esas cosas que se dicen, qué bueno haberte conocido, Cuellar, que nunca lo hubiera imaginado, y sí, claro, tú también eres un flor de tipo, cuídate, huevón, no te gastes la plata al tiro, adminístrala bien.
Sí, de más, soy un mago de la micro economía, he vivido bien con platas imposibles, sí, sí, porque no las tenías, ahora es distinto, ya pues Cuellar, no te pongas en esa, tranquilo, no, huevón, no me ofendas, de todas maneras, si te quedas en la mala en un lugar horrible de Europa, me llamas, eh, no vas a dejar de hacerlo, compadre, o me mandas un mail.
Era temprano, el gordo dejó al Felipe en la pensión en donde alojaba, le recomendó nuevamente que fuera discreto, que no le contara a nadie del viaje, sólo a la gente de mucha confianza, a los del cabaré después del lunes. Quedaron en verse en el trabajo, más tarde, en una reunión que había organizado la Tere con el Alejo, para definir el asunto de los disfraces.
Ya en su casa, el gordo se puso en campaña para darle noticias a la Carmencita de su decisión de hacerse cargo de compras y contratación de servicios para que la fiesta fuera inolvidable.
La turquita se la veía venir, no sabía hasta cuando iba a poder resistir la presión que en la moral le estaba poniendo el gordo, con una generosidad que si bien la beneficiaba y complacía, no dejaba de tener la cierta dirección de una cama que en ese momento a ella no le provocaba ni entusiasmo ni ganas. Pero no era ninguna concha de su madre, vividora y oportunista, como para dejar al gordo caliente, como pava, sin devolverle algo de lo poco que el Cuellar pretendía. Por mucho menos ella había abierto las piernas en su vida.
El gordo colgó más que satisfecho, por el tono de voz de la turquita intuía que pronto, muy pronto, se le iba a dar, toda una noche, todita una noche, bien que servida estaría la mesa. Esa sería su noche, la noche más deseada del Cuellar. La de su mágica lengua. Y no sabía, en una de esas el pito le daba la sorpresa. Se había jurado no tomar coca esa noche, y ver qué le pasaba con esas pastillas azules.
Pero tenía que sosegarse. Sí, iba a ser una sola noche. Y punto. El fantasma de la escena de celos, con la Carmen con la boca rota y el argentino así, no era un dato como para dejar pasar. Es más, iba a esperar a que a la Carmencita le sacaran los puntos para volver a la carga. Sí, al Cuellar no le iba a faltar estilo, siendo como era un peruano de pura cepa, descendiente del inca, un aristócrata en esta mestiza América.
El gordo miraba el correo en el ciber, incrédulo, satisfecho, a su manera, feliz. Tenía que pasar a retirar la parte del Felipe y la de los peruanos. El resto, su fondo de pensión, ahí quedaría, no haría grandes gastos. El único gusto que quería darse era colaborar con una buena plata para que la fiesta de disfraces del domingo fuera histórica, que ahí no faltara nada. Ni gente, ni trajes, ni la mejor bebida. Coca no iba a llevar porque ya tanto el Vilches como la turquita le habían pedido que no lo hiciera, por lo menos que no lo hiciera en público, ya que la Tere no lo toleraba.
El Felipe pasó por la casa y se fueron juntos, en el auto, para el centro comercial de Valparaíso, a pocas cuadras. Hablaron poco durante el viaje, degustando en silencio ese secreto que ahora los unía para el resto de sus vidas. Como dos piratas que ahora eran y que sabían que se iban a despedir en breve. Sí, el domingo el Felipe iba a participar de la fiesta y ese iba a ser su último día con el grupo. Después partía, ya había sacado su pasaje para irse bien lejos, a ver cómo era eso del ancho y ajeno y posible mundo.
La edición de su primer libro la dejaba para el regreso. Quién sabe cómo cambiaría su percepción de las cosas ahora, ahora que había aprendido a transitar por fuera de la ley, pasándola de reputísima en el trayecto. Qué le dirían ahora las mismas palabras que antes estaban cargadas de imposibilidad, de resentimiento, de legítima soberbia y de brutal belleza. Algo nuevo le iba a pasar con eso, y tenía que ser paciente y atento, para poder procesar el cambio, intentando mantener la calma ante una ansiedad que a veces hacía publicar cosas que bien valía la pena haberlas quemado, tirado a la basura, olvidado en un baúl, lleno de arañas y ropa húmeda.
El Felipe se quedó esperando al gordo en un bar, para no hacer demasiado circo. El gordo iba a retirar los cinco mil dólares, y a los peruanos les iba a dar un cheque por su parte. Bueno, les iba a dar como diez cheques, de a uno, para que los depositaran en fechas distintas. Intentando evitar así posibles riesgos. Sospechas bien fundadas ante lo grosero de la suma.
Ya en el bar le pasó al Felipe sus cinco lucas en un grueso sobre. El compadre se lo guardó como pudo en el bolsillo de adentro de la chaqueta. Se rieron un poco, como para hacer el evento menos dramático. Pero bueno, de ahí en más cada uno seguiría su camino. Y esas cosas que se dicen, qué bueno haberte conocido, Cuellar, que nunca lo hubiera imaginado, y sí, claro, tú también eres un flor de tipo, cuídate, huevón, no te gastes la plata al tiro, adminístrala bien.
Sí, de más, soy un mago de la micro economía, he vivido bien con platas imposibles, sí, sí, porque no las tenías, ahora es distinto, ya pues Cuellar, no te pongas en esa, tranquilo, no, huevón, no me ofendas, de todas maneras, si te quedas en la mala en un lugar horrible de Europa, me llamas, eh, no vas a dejar de hacerlo, compadre, o me mandas un mail.
Era temprano, el gordo dejó al Felipe en la pensión en donde alojaba, le recomendó nuevamente que fuera discreto, que no le contara a nadie del viaje, sólo a la gente de mucha confianza, a los del cabaré después del lunes. Quedaron en verse en el trabajo, más tarde, en una reunión que había organizado la Tere con el Alejo, para definir el asunto de los disfraces.
Ya en su casa, el gordo se puso en campaña para darle noticias a la Carmencita de su decisión de hacerse cargo de compras y contratación de servicios para que la fiesta fuera inolvidable.
La turquita se la veía venir, no sabía hasta cuando iba a poder resistir la presión que en la moral le estaba poniendo el gordo, con una generosidad que si bien la beneficiaba y complacía, no dejaba de tener la cierta dirección de una cama que en ese momento a ella no le provocaba ni entusiasmo ni ganas. Pero no era ninguna concha de su madre, vividora y oportunista, como para dejar al gordo caliente, como pava, sin devolverle algo de lo poco que el Cuellar pretendía. Por mucho menos ella había abierto las piernas en su vida.
El gordo colgó más que satisfecho, por el tono de voz de la turquita intuía que pronto, muy pronto, se le iba a dar, toda una noche, todita una noche, bien que servida estaría la mesa. Esa sería su noche, la noche más deseada del Cuellar. La de su mágica lengua. Y no sabía, en una de esas el pito le daba la sorpresa. Se había jurado no tomar coca esa noche, y ver qué le pasaba con esas pastillas azules.
Pero tenía que sosegarse. Sí, iba a ser una sola noche. Y punto. El fantasma de la escena de celos, con la Carmen con la boca rota y el argentino así, no era un dato como para dejar pasar. Es más, iba a esperar a que a la Carmencita le sacaran los puntos para volver a la carga. Sí, al Cuellar no le iba a faltar estilo, siendo como era un peruano de pura cepa, descendiente del inca, un aristócrata en esta mestiza América.
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