jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 71. Happy End...justo y necesario...

Sandokan resistía con el lomo arqueado la persistente agresividad de ese cachorro de manto negro que crecía día a día, pretendiendo jugar con él de cualquier manera, tomándose unas libertades inaceptables, por más ovejero alemán de pura raza que fuera, con unas patas y orejas enormes, y esos malditos colmillos que no paraban de crecerle, pero no, esa casa era de él, de ese gato mucho antes que de nadie, no iba a entregar su territorio, así, tan alegremente, sin que corriera un poco de sangre, que de todas maneras no iba a ser la suya.
Alberto, en el escritorio, levantaba la vista del monitor de la computadora, en donde corregía los originales de “La batata”, una publicación quincenal de humor que dirigía, con bastante buena distribución en las principales ciudades de Chile, y también ahora en las argentinas de Córdoba y Rosario. Sonreía divertido ante la cada día más despareja pelea que se planteaba inevitablemente en el patio.
En la cocina, Valeria, más bella que nunca, cuidaba un pastel de manzanas que se doraba en el horno, llenando la casa de un aroma delicioso, entrañable.
El patio, invadido de plantas, brillaba verde y perfumado, bajo el sol del verano, estremecido por las carreras de ese cachorro que ya era enorme, el Morgan, que de inglés no tenía nada, pero continuaba la tradición de piratas que asolaban ese pedazo del mundo, que era su casa.
Valeria salió de la cocina y atravesó el patio hacia la habitación, el pelo lo tenía mas largo, con unos deliciosos bucles que redondos y rubios le hacían graciosos dibujos en la frente. Tenía un fresco vestido de entrecasa, floreado, largo, andaba descalza. Pasó hacia el cuarto canturreando, en una mano llevaba un urgente biberón, tibio, lleno de leche.
Era para la beba, una gordita rubia y rosada, que desnuda jugaba en su corral, junto a la cama de los padres. Sentada estaba Angela, esperando que llegara la mamá, con su comida.
Cuando apareció Valeria en el umbral de la puerta, con el contraluz de esa tarde de marzo, extendió sus bracitos, feliz, hambrienta, ante la señal que la mamá le provocaba agitando ante ella es mamadera que hacía poco que había descubierto, más allá que todavía extrañaba la dulzura de la teta.
El asunto era que Angelita, ya de cinco meses, había sorprendido con unos prematuros dientes, que había estrenado mordiendo los pezones de Valeria con demasiadas ganas.
La madre levantó a la beba del corralito y se la llevó debajo de un brazo, para darle el biberón al lado, en el escritorio, junto al padre. Antes de eso, prudente, la tiró sobre la cama y le puso un pañal a la gordita, que reía divertida, ante tantos cuidados.
En la puerta de la habitación, sentado, respetuoso, Morgan contemplaba la escena con las orejas bien paradas, transpirando por la enorme lengua que le colgaba de costado, agitado por la persecución de Sandokan que había interrumpido por un rato. Valeria pasó con la beba en pañales hacia el escritorio.
Morgan las miró desde abajo, seguro, contento de poder cuidarlos a ellos, que eran de él. Sandokan espiaba desde una privada y pequeña selva que dominaba entre jazmines y geranios.
Angela se había llevado del corral su juguete preferido, un gastado y descolorido pingüinito de peluche. Valeria besó en la boca a Alberto, que se concentraba en el trabajo y se sentó detrás de él, con la beba en brazos, para que diera cuenta glotona y sedienta de la tibia mamadera.
Se acordó de repente de la torta, para interrumpir con el pedido al esposo, que tranquilo y gustoso, se fue para la cocina, a sacarla del horno.
Sobre la jaulita de madera, definitivamente clausurada, Caruso saltaba sobre sus patitas, disfrutando ese momento, en el que de nuevo el cachorro se largaba como una tromba sobre el gato negro, para frenar de golpe ante el refugio del peludo pirata, detrás de un cantero de erizados cactus. Varias veces en el día pasaba eso.
Hacía calor esa tarde en Valparaíso. Seguro que en la noche refrescaba.

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