Estaban ante la desembocadura del Traihuenco, el río más bello de mundo. Solas estaban, nadie había ido con ellas, tampoco había otra gente contemplando la impresionante caída de esa masa de agua de lo alto, que bramaba sobre el mar, cientos de metros más abajo.
El ruido que provocaba la catarata era extraño, ya que desde ahí, desde de esas rocas en donde estaban recostadas ahora, al costado del final del curso de agua, echadas al sol, como lagartos, sólo se veía el horizonte del pacífico, y el final abrupto del río, que desde ese filo desembocaba sobre el océano su caudal considerable, el silencio era absoluto, ni siquiera alterado por el vuelo o el grito de algún pájaro. Ni el viento ni nada.
Pero si uno se asomaba al vacío, la explosión del mar, perforado por el acuático alud, levantaba un ensordecedor lamento que provocaba pavor, generando un instintivo movimiento de retroceso.
El cielo era de un azul celeste pleno, del mismo color de las túnicas mapuches con las que Luz y Luanne estaban. Bajo el rayo del sol, las alhajas de plata que lucían en la frente y en los brazos, brillaban como espejos. Estaban descalzas.
Bebían ahora, sedientas, de unas botas de cuero que llevaban a la espalda, una bebida oscura, espesa. Cantidad bebían, el contenido de las botas parecía no terminarse nunca.
Del claro de un bosque de canelos, el lugar sagrado de los mapuches, salió de repente un caballo blanco, con crines y cola muy largas, un blanco y salvaje caballo.
Primero corrió un tramo al galope, espléndido, para luego acercárseles al paso, confiado.
Fue Luanne la que demostró menos miedo, bajó de la roca hacia él, saltando sin dificultad sobre las piedras, llenando el aire de reflejos de plata. El caballo se quedó quieto, esperando que llegara.
Luanne llegó frente al hermoso animal, y comenzó a acariciarle la cabeza, que la bestia inclinaba, el flequillo, las orejas. Esa caricia le encantaba, se lo hizo saber con un suave relincho.
Se le sumó Luz, que finalmente se había animado. Entre las dos lo llenaban de mimos, por el lomo, la panza, las patas. Luego le dieron a beber de las botas de cuero, cosa que el animal hacía en exceso, saciándose.
Primero subió Luanne, de un salto, como una verdadera india, le extendió la mano a Luz, que trepó detrás de su compañera, segura, llena de confianza.
Luane tomó las crines con firmeza, Luz la abrazó por la cintura. Así, serenas, se dejaron llevar por el animal, que al paso, regresó montado hacia el bosque de canelos. Relinchaba el potro, contento, potente, ligero ahora, liviano con tal montura.
Con una libertad absoluta, trepó sin dificultad alguna un empinado peñasco hasta la cima. Ahí paró, ante el abismo. Abajo, el mar se partía, penetrado por el fragor del agua helada, oscura y dulce.
El viento le azotaba las crines.
El ruido que provocaba la catarata era extraño, ya que desde ahí, desde de esas rocas en donde estaban recostadas ahora, al costado del final del curso de agua, echadas al sol, como lagartos, sólo se veía el horizonte del pacífico, y el final abrupto del río, que desde ese filo desembocaba sobre el océano su caudal considerable, el silencio era absoluto, ni siquiera alterado por el vuelo o el grito de algún pájaro. Ni el viento ni nada.
Pero si uno se asomaba al vacío, la explosión del mar, perforado por el acuático alud, levantaba un ensordecedor lamento que provocaba pavor, generando un instintivo movimiento de retroceso.
El cielo era de un azul celeste pleno, del mismo color de las túnicas mapuches con las que Luz y Luanne estaban. Bajo el rayo del sol, las alhajas de plata que lucían en la frente y en los brazos, brillaban como espejos. Estaban descalzas.
Bebían ahora, sedientas, de unas botas de cuero que llevaban a la espalda, una bebida oscura, espesa. Cantidad bebían, el contenido de las botas parecía no terminarse nunca.
Del claro de un bosque de canelos, el lugar sagrado de los mapuches, salió de repente un caballo blanco, con crines y cola muy largas, un blanco y salvaje caballo.
Primero corrió un tramo al galope, espléndido, para luego acercárseles al paso, confiado.
Fue Luanne la que demostró menos miedo, bajó de la roca hacia él, saltando sin dificultad sobre las piedras, llenando el aire de reflejos de plata. El caballo se quedó quieto, esperando que llegara.
Luanne llegó frente al hermoso animal, y comenzó a acariciarle la cabeza, que la bestia inclinaba, el flequillo, las orejas. Esa caricia le encantaba, se lo hizo saber con un suave relincho.
Se le sumó Luz, que finalmente se había animado. Entre las dos lo llenaban de mimos, por el lomo, la panza, las patas. Luego le dieron a beber de las botas de cuero, cosa que el animal hacía en exceso, saciándose.
Primero subió Luanne, de un salto, como una verdadera india, le extendió la mano a Luz, que trepó detrás de su compañera, segura, llena de confianza.
Luane tomó las crines con firmeza, Luz la abrazó por la cintura. Así, serenas, se dejaron llevar por el animal, que al paso, regresó montado hacia el bosque de canelos. Relinchaba el potro, contento, potente, ligero ahora, liviano con tal montura.
Con una libertad absoluta, trepó sin dificultad alguna un empinado peñasco hasta la cima. Ahí paró, ante el abismo. Abajo, el mar se partía, penetrado por el fragor del agua helada, oscura y dulce.
El viento le azotaba las crines.
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