La casa de Alberto a Valeria le había parecido encantada, como una cueva en la montaña. Lo único que le faltaban era un poco de verde, más plantas, después era digna de tal habitante, sí, tenía un extraño humor esa pobreza, ese deliberado vacío, ocupado por muebles demasiado viejos, rescatados de la basura.
Era como Alberto la casa, enamoraba sin querer seducir, sin proponérselo. Pero era profundamente verdadera. Y sí había alguna tristeza en ese humor era porque ese también era él, dolor, olvido, desarraigo, resistiendo, por las paredes, pintando los rincones, los objetos, las rupturas, con arrebatos de desgarrada existencia. Si eso no era bello, la historia del arte moderno tenía que ser reescrita con urgencia. Algún mural como rupestre, en las paredes de la terraza, debajo de las plantas, le darían un toque especial al lugar.
Habían tomado mate en la terraza, mirando los techos vecinos mientras el sol llegaba para empezar a hacer de las suyas. Lo único que había preferido era el mate dulce, sí, pero con miel, y si no había estaba todo bien, poco más que eso. Que ese gato negro, grande y temible la mirara así, lleno de desconfianza, agresivo, le causaba tanta gracia como que se llamara Sandokan, como el pirata malayo. También ese nombre era poesía para Valeria.
Después se habían ido a la cama, ya de día. Para Alberto era la primera vez. Sí, la primera vez que iba a hacer el amor con una mujer que tenía menos de la mitad de sus años. Eso no es poco cosa para un hombre, algo excepcional, algunos nunca lo viven, pocos se atreven de esa manera, muchos lo confunden con un morbo que pasa generalmente por el poder económico, o con cierta perversión que lo único que expresa es impotencia, frustración, pobreza de espíritu.
No era su caso. Cuando se habían desnudado, a él lo había tomado tanto la pasión como una alegría saludable, llena de gracia, que lo hacía sentir como ella, un muchacho lleno de intensidad y fuerza. Vale, desnuda, le sacaba del corazón veinte años de tristeza, de derrotas, de fugas.
Lento, muy lento, con una parsimonia exclusiva, había besado y lamido ese cuerpo por delante y por detrás, sola se había dado vuelta ella, al paso de esa lengua que magistral, diestra, la recorría despacio, llenándola de placer y de saliva.
Después había tomado el dominio de la escena ella, para repetir el rito, con un arte proporcional a la fruición, al gusto, al goce previo de la penetración, que no era ni buscada, que podía esperarse, sin presión ni urgencias. También para eso era sabia Valeria.
Engullía el sexo de Alberto con toda la boca, con la garganta que relajada y abierta, se lo permitía. Su boca, grande y con anchos labios, le daba naturalmente predilección para mamar así, completamente. Lo hacía con los ojos cerrados, con todos los sentidos apoyados en esa lengua, empapada, sensitiva, moldeada por la verga, que estaba en su máxima expresión, hecha una bandera.
No quiso preservativo alguno, sabía, porque eso también sabía, que ni él ni ella tenían esa maldita enfermedad ni ninguna otra. Lo deseaba así adentro, sin que ninguna gomita por más delgada que fuera se interpusiera entre ellos.
Así, montada sobre él, abrió su sexo y lentamente se la fue metiendo, gozando con cada milímetro de esa verga dura y ancha que la cogía. Alberto le acariciaba los grandes pezones con los dedos mojados de saliva, luego le apretaba los pechos con fuerza, provocándole tanto dolor como gusto, a medida que el movimiento de la pelvis de Valeria se iba haciendo más intensos, junto con los gemidos y la palabra, que ahora se expresaba obscena, brutal, impúdica. Mucha mujer para tan pocos años.
Valeria se había metido toda la verga dentro, hasta los testículos, que apretados por el músculo, soportaban la violencia de los labios de la vagina, abiertos, hinchados, rojos, llenos de lubricación, goteando flujo, cerca del clímax.
Y vino el pedido, extraño, sorprendente, mientras pequeñas y livianas plumitas caían desde arriba, del techo, inadvertidas por los amantes, poseídos por el éxtasis.
Valeria quería que Alberto le acabara dentro. Eso quería. Todo quería, nada iba a impedirle que el placer fuera completo, perfecto, entero. En el inicio del orgasmo había tomado a ese hombre por el cuello, lo presionaba con fuerza, sintiendo con la presión que ejercía aceleraba el pulso de la carótida, que le vibraba en los pulgares, veloz, como buscando la salida.
Alberto tenía los ojos cerrados, así escuchaba la imposición de Valeria, así no escuchaba nada ahora, fuera de sí, abandonándose. El grito de Vale, que parecía que no iba a terminar nunca, no los sacó de ese desmayo. Lo que parecía un orgasmo interminable, se transformó luego en una segunda frecuencia, simultánea, aún más intensa.
La violencia con la que la mujer movía la pelvis era proporcional al baño de sudor que le caía por el cuello, el pecho, las tetas, el vientre, las piernas y la espalda, los labios. Brillaba de sudor y rubor Valeria, insistiendo con que el argentino la amara, sí, ese era el verbo, que la amara con su leche adentro.
Una eléctrica contracción muscular impulsó los testículos para arriba, reventándolos, liberándoles el jugo. Trepó la leche por los conductos como un rayo, descargando toda esa concentración de semen como un lago, que la quemaba por dentro, matándola de placer con el tercer orgasmo.
La invasión de semen parecía incontenible, con nuevas contracciones musculares del elevador del ano, que levantaba una y otra vez la verga, vaciando una cantidad de semen que no terminaba nunca. Todo eso sentía dentro de su útero Valeria, con las piernas más que abiertas, ya acostada sobre el cuerpo empapado de Alberto, que la besaba y se reía.
Lo que había empezado como una risa suave, para adentro, fue tomando la proporción de una carcajada loca, expansiva. Mientas le acariciaba la mojada espalda, sus manos se habían llenado de plumitas, pequeñas, amarillas. Alberto se miró las manos mientras reía, sin dejar de reír le mostró las manos emplumadas a Valeria que también ahora feliz reía, disfrutando la risa de su hombre, junto con la parte de él que tenía adentro.
Arriba, en el hueco de la instalación eléctrica, el canario estaba haciendo su nido, había vuelto. Iba y venía el pajarito, con palitos y plumitas en el pico, haciendo su camita sobre la de ese dueño que lo había dejado hacerlo así, libremente.
Con los ojos le pidió Alberto a Valeria que no se perdiera el espectáculo, la volátil mudanza del ocupante del techo. Valeria cerró las piernas para que el sexo de Alberto la dejara cuando ella quisiera y giro la cabeza hacía arriba, sin esfuerzo, moviendo apenas el pecho. Esa visión le tomó el alma por completo, acompañada por el trino del canario que daba los buenos días.
La sensación del semen que comenzaba a bajarle, la dejó soltar la verga de Alberto, que morada y chorreando, quedó todavía algo erecta, sobre el vientre. Valeria se apoyó con un brazo sobre el pecho de su hombre, para beberle con la boca lo que quedaba de ese jugo incomparable. El placer de Alberto también era excesivo. Se lo hizo saber con un potente quejido, dejándola hacer, entregadísimo. Luego de sacarle hasta la última gota, se deslizó de nuevo sobre él, para llenarle la boca de besos, sellando una unión que no precisaba de más nada. Se dejó caer luego exhausta, junto a él, cruzándolo con una larga y mojada pierna.
Era como Alberto la casa, enamoraba sin querer seducir, sin proponérselo. Pero era profundamente verdadera. Y sí había alguna tristeza en ese humor era porque ese también era él, dolor, olvido, desarraigo, resistiendo, por las paredes, pintando los rincones, los objetos, las rupturas, con arrebatos de desgarrada existencia. Si eso no era bello, la historia del arte moderno tenía que ser reescrita con urgencia. Algún mural como rupestre, en las paredes de la terraza, debajo de las plantas, le darían un toque especial al lugar.
Habían tomado mate en la terraza, mirando los techos vecinos mientras el sol llegaba para empezar a hacer de las suyas. Lo único que había preferido era el mate dulce, sí, pero con miel, y si no había estaba todo bien, poco más que eso. Que ese gato negro, grande y temible la mirara así, lleno de desconfianza, agresivo, le causaba tanta gracia como que se llamara Sandokan, como el pirata malayo. También ese nombre era poesía para Valeria.
Después se habían ido a la cama, ya de día. Para Alberto era la primera vez. Sí, la primera vez que iba a hacer el amor con una mujer que tenía menos de la mitad de sus años. Eso no es poco cosa para un hombre, algo excepcional, algunos nunca lo viven, pocos se atreven de esa manera, muchos lo confunden con un morbo que pasa generalmente por el poder económico, o con cierta perversión que lo único que expresa es impotencia, frustración, pobreza de espíritu.
No era su caso. Cuando se habían desnudado, a él lo había tomado tanto la pasión como una alegría saludable, llena de gracia, que lo hacía sentir como ella, un muchacho lleno de intensidad y fuerza. Vale, desnuda, le sacaba del corazón veinte años de tristeza, de derrotas, de fugas.
Lento, muy lento, con una parsimonia exclusiva, había besado y lamido ese cuerpo por delante y por detrás, sola se había dado vuelta ella, al paso de esa lengua que magistral, diestra, la recorría despacio, llenándola de placer y de saliva.
Después había tomado el dominio de la escena ella, para repetir el rito, con un arte proporcional a la fruición, al gusto, al goce previo de la penetración, que no era ni buscada, que podía esperarse, sin presión ni urgencias. También para eso era sabia Valeria.
Engullía el sexo de Alberto con toda la boca, con la garganta que relajada y abierta, se lo permitía. Su boca, grande y con anchos labios, le daba naturalmente predilección para mamar así, completamente. Lo hacía con los ojos cerrados, con todos los sentidos apoyados en esa lengua, empapada, sensitiva, moldeada por la verga, que estaba en su máxima expresión, hecha una bandera.
No quiso preservativo alguno, sabía, porque eso también sabía, que ni él ni ella tenían esa maldita enfermedad ni ninguna otra. Lo deseaba así adentro, sin que ninguna gomita por más delgada que fuera se interpusiera entre ellos.
Así, montada sobre él, abrió su sexo y lentamente se la fue metiendo, gozando con cada milímetro de esa verga dura y ancha que la cogía. Alberto le acariciaba los grandes pezones con los dedos mojados de saliva, luego le apretaba los pechos con fuerza, provocándole tanto dolor como gusto, a medida que el movimiento de la pelvis de Valeria se iba haciendo más intensos, junto con los gemidos y la palabra, que ahora se expresaba obscena, brutal, impúdica. Mucha mujer para tan pocos años.
Valeria se había metido toda la verga dentro, hasta los testículos, que apretados por el músculo, soportaban la violencia de los labios de la vagina, abiertos, hinchados, rojos, llenos de lubricación, goteando flujo, cerca del clímax.
Y vino el pedido, extraño, sorprendente, mientras pequeñas y livianas plumitas caían desde arriba, del techo, inadvertidas por los amantes, poseídos por el éxtasis.
Valeria quería que Alberto le acabara dentro. Eso quería. Todo quería, nada iba a impedirle que el placer fuera completo, perfecto, entero. En el inicio del orgasmo había tomado a ese hombre por el cuello, lo presionaba con fuerza, sintiendo con la presión que ejercía aceleraba el pulso de la carótida, que le vibraba en los pulgares, veloz, como buscando la salida.
Alberto tenía los ojos cerrados, así escuchaba la imposición de Valeria, así no escuchaba nada ahora, fuera de sí, abandonándose. El grito de Vale, que parecía que no iba a terminar nunca, no los sacó de ese desmayo. Lo que parecía un orgasmo interminable, se transformó luego en una segunda frecuencia, simultánea, aún más intensa.
La violencia con la que la mujer movía la pelvis era proporcional al baño de sudor que le caía por el cuello, el pecho, las tetas, el vientre, las piernas y la espalda, los labios. Brillaba de sudor y rubor Valeria, insistiendo con que el argentino la amara, sí, ese era el verbo, que la amara con su leche adentro.
Una eléctrica contracción muscular impulsó los testículos para arriba, reventándolos, liberándoles el jugo. Trepó la leche por los conductos como un rayo, descargando toda esa concentración de semen como un lago, que la quemaba por dentro, matándola de placer con el tercer orgasmo.
La invasión de semen parecía incontenible, con nuevas contracciones musculares del elevador del ano, que levantaba una y otra vez la verga, vaciando una cantidad de semen que no terminaba nunca. Todo eso sentía dentro de su útero Valeria, con las piernas más que abiertas, ya acostada sobre el cuerpo empapado de Alberto, que la besaba y se reía.
Lo que había empezado como una risa suave, para adentro, fue tomando la proporción de una carcajada loca, expansiva. Mientas le acariciaba la mojada espalda, sus manos se habían llenado de plumitas, pequeñas, amarillas. Alberto se miró las manos mientras reía, sin dejar de reír le mostró las manos emplumadas a Valeria que también ahora feliz reía, disfrutando la risa de su hombre, junto con la parte de él que tenía adentro.
Arriba, en el hueco de la instalación eléctrica, el canario estaba haciendo su nido, había vuelto. Iba y venía el pajarito, con palitos y plumitas en el pico, haciendo su camita sobre la de ese dueño que lo había dejado hacerlo así, libremente.
Con los ojos le pidió Alberto a Valeria que no se perdiera el espectáculo, la volátil mudanza del ocupante del techo. Valeria cerró las piernas para que el sexo de Alberto la dejara cuando ella quisiera y giro la cabeza hacía arriba, sin esfuerzo, moviendo apenas el pecho. Esa visión le tomó el alma por completo, acompañada por el trino del canario que daba los buenos días.
La sensación del semen que comenzaba a bajarle, la dejó soltar la verga de Alberto, que morada y chorreando, quedó todavía algo erecta, sobre el vientre. Valeria se apoyó con un brazo sobre el pecho de su hombre, para beberle con la boca lo que quedaba de ese jugo incomparable. El placer de Alberto también era excesivo. Se lo hizo saber con un potente quejido, dejándola hacer, entregadísimo. Luego de sacarle hasta la última gota, se deslizó de nuevo sobre él, para llenarle la boca de besos, sellando una unión que no precisaba de más nada. Se dejó caer luego exhausta, junto a él, cruzándolo con una larga y mojada pierna.
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