Luego del impresionante cuadro sado de Vale y la Maga, vino otro de la Sole, que parecía ser así lo de ella, en soledad, jugó esta vez con el humor la prima, yendo del desnudo al vestido, todo al revés, provocando deliberadamente la participación del público con gracia y picardía, bajando bastante los decibeles de lo erótico. Luego llegó un final de lujo, con el memorable tema de “All that Jazz”, demostrando sobre todo que eran excelentes bailarinas de danza contemporánea. Ese fue el cierre, con las tres chiquillas juntas. La ovación debió escucharse en varias cuadras a la redonda. El Nosfe tenía material como para editar un mediometraje y mandarlo confiado a un festival, si se lo proponía.
Al tiro desalojaron la pista del patio de sillas y sillones y se lanzaron como trompos a la danza, el descueve era la fiesta, a la cual luego de ducharse y cambiarse se sumaron las tres stripers, que como quien no quiere la cosa se habían ido vestidas para matar, como la noche del night club, con todos los tonos del negro encima.
La Maga, con la noticia del viaje del Felipe, se le arrimó con las mejores intenciones, para una más que merecida despedida, la Sole, astuta, no le dejó distraerse más con la cámara al Nosfe, la Vale, muy decidida, se puso a bailar sola, pero con el Alberto, también solo.
Juntos y separados bailaban la modelo y el argentino, a una distancia que para ellos parecía lo bastante cercana como para comunicarse sin palabras. Un par de miradas de cada uno habían sido suficientes como para indicar la preferencia y el deseo de conocerse en algún punto. No importaba mucho cuándo ni cómo, pero que iba a ser esa noche, o un poco más tarde, a ninguno de los dos le cabría duda alguna.
En la terraza, Cuellar con la asistencia de Riquelme y Torres, se aprestaba para desatar una declaración de guerra al vecindario con una serie de baterías antiaéreas que apuntaban amenazantes hacia el cielo, listas para salir a buscar la noche como centellas, a reventar el cielo con luces y explosiones de colores.
Después iban a tener que atrincherarse para resistir un probable allanamiento de la fuerza pública. Le importaba un pucho el riesgo al peruano. Esa noche era para liberarlo todo, para no olvidarla nunca. Rita primero, y el oso hormiguero con Mara después, se les habían sumado, listos para encender alguna mecha, lúdicamente subversivos.
Con un mirada, Alberto se había llevado a Vale junto a la barra, compartían un ron cola y se preguntaban los nombres y esas cosas. La niña había ido directa al punto, al de las fotos del ángel. Alberto, acostumbrado como estaba de un corto tiempo a esta parte, se dejó asombrar por la coincidencia, que esperaba no tanto que fuera feliz, como sí al menos que no continuara con otra precipitada fuga, llena de miedo y culpa.
Pero Vale estaba demasiado en otra, ella no sólo creía en los ángeles, sino que también en las ángeles, las hadas, los duendes, los gnomos, el país del nunca jamás y los besos que destruyen hechizos y maleficios. En todo eso y bastante más podía creer esa Valeria, tan joven como era y tan creyente que parecía. Es más , hasta daba la sensación de que podía llegar a creer en el amor, en el hombre, y en la salvación del alma, en esta vida y en la otra.
Encima, para nada new age ni en ondita esotérica. No creía en la reencarnación para nada, no, para ella la vida era sólo una, ésta, y bien que valía vivirla de la mejor manera, de la única posible. Y ya en un arrebato de teología, le declaraba que para ella el catolicismo era una religión super erótica, ya que creía en la resurrección de los cuerpos. Obvio que los curas lo arruinaban todo, de puro mediocres, ignorantes, por cobardes. Por no atreverse a leer en ese libro sagrado que eran ellos mismos.
Alberto reía acodado en la barra con la convicción de que lo que él se merecía era eso. Poder sorprenderse con una mujer que lo superara fácilmente en todo terreno. Al menos en este tan fundamental de la percepción, la sensorialidad, la experiencia de una conciencia superior, la magia de un mundo mucho más real que este, el de los diminutos seres en dos dimensiones.
De repente, con un cambio de música, Vale lo tomó de la mano y se lo llevó para la pista, para abrazarlo y obligarlo a sacar el mejor bailarín que el argentino tenía dentro, dándole emoción y arte a una salsa caribeña, llena de intensidad y ritmo. El contacto con los pechos de esa mujer tan joven, desnudos debajo de esa transparente camisa, le hizo olvidar los temas del espíritu, dejándolo caer con alegría en el territorio más humano de la sensualidad. Sí, estaba como para comérsela la Vale.
Cuando el pirata Cuellar le acercó un fósforo a la primera mecha, la chiquilla ya se había apoyado en su mejilla. El resplandor del azufre quemándose y buscando el cielo, dejando una cometa amarilla, furiosa a su paso, los hizo levantar las cabezas, para reír con toda la boca ante la maravilla que estallaba ahí encima, a unos cientos de metros, luego se juntaron con las bocas abiertas, buscándose adentro, como si lo hicieran por primera vez en la vida. Como si no hubieran besado nunca. El cielo, arriba, se abría ante el impacto de los fuegos de colores, tanto como abajo, lo hacían esas bocas.
Al tiro desalojaron la pista del patio de sillas y sillones y se lanzaron como trompos a la danza, el descueve era la fiesta, a la cual luego de ducharse y cambiarse se sumaron las tres stripers, que como quien no quiere la cosa se habían ido vestidas para matar, como la noche del night club, con todos los tonos del negro encima.
La Maga, con la noticia del viaje del Felipe, se le arrimó con las mejores intenciones, para una más que merecida despedida, la Sole, astuta, no le dejó distraerse más con la cámara al Nosfe, la Vale, muy decidida, se puso a bailar sola, pero con el Alberto, también solo.
Juntos y separados bailaban la modelo y el argentino, a una distancia que para ellos parecía lo bastante cercana como para comunicarse sin palabras. Un par de miradas de cada uno habían sido suficientes como para indicar la preferencia y el deseo de conocerse en algún punto. No importaba mucho cuándo ni cómo, pero que iba a ser esa noche, o un poco más tarde, a ninguno de los dos le cabría duda alguna.
En la terraza, Cuellar con la asistencia de Riquelme y Torres, se aprestaba para desatar una declaración de guerra al vecindario con una serie de baterías antiaéreas que apuntaban amenazantes hacia el cielo, listas para salir a buscar la noche como centellas, a reventar el cielo con luces y explosiones de colores.
Después iban a tener que atrincherarse para resistir un probable allanamiento de la fuerza pública. Le importaba un pucho el riesgo al peruano. Esa noche era para liberarlo todo, para no olvidarla nunca. Rita primero, y el oso hormiguero con Mara después, se les habían sumado, listos para encender alguna mecha, lúdicamente subversivos.
Con un mirada, Alberto se había llevado a Vale junto a la barra, compartían un ron cola y se preguntaban los nombres y esas cosas. La niña había ido directa al punto, al de las fotos del ángel. Alberto, acostumbrado como estaba de un corto tiempo a esta parte, se dejó asombrar por la coincidencia, que esperaba no tanto que fuera feliz, como sí al menos que no continuara con otra precipitada fuga, llena de miedo y culpa.
Pero Vale estaba demasiado en otra, ella no sólo creía en los ángeles, sino que también en las ángeles, las hadas, los duendes, los gnomos, el país del nunca jamás y los besos que destruyen hechizos y maleficios. En todo eso y bastante más podía creer esa Valeria, tan joven como era y tan creyente que parecía. Es más , hasta daba la sensación de que podía llegar a creer en el amor, en el hombre, y en la salvación del alma, en esta vida y en la otra.
Encima, para nada new age ni en ondita esotérica. No creía en la reencarnación para nada, no, para ella la vida era sólo una, ésta, y bien que valía vivirla de la mejor manera, de la única posible. Y ya en un arrebato de teología, le declaraba que para ella el catolicismo era una religión super erótica, ya que creía en la resurrección de los cuerpos. Obvio que los curas lo arruinaban todo, de puro mediocres, ignorantes, por cobardes. Por no atreverse a leer en ese libro sagrado que eran ellos mismos.
Alberto reía acodado en la barra con la convicción de que lo que él se merecía era eso. Poder sorprenderse con una mujer que lo superara fácilmente en todo terreno. Al menos en este tan fundamental de la percepción, la sensorialidad, la experiencia de una conciencia superior, la magia de un mundo mucho más real que este, el de los diminutos seres en dos dimensiones.
De repente, con un cambio de música, Vale lo tomó de la mano y se lo llevó para la pista, para abrazarlo y obligarlo a sacar el mejor bailarín que el argentino tenía dentro, dándole emoción y arte a una salsa caribeña, llena de intensidad y ritmo. El contacto con los pechos de esa mujer tan joven, desnudos debajo de esa transparente camisa, le hizo olvidar los temas del espíritu, dejándolo caer con alegría en el territorio más humano de la sensualidad. Sí, estaba como para comérsela la Vale.
Cuando el pirata Cuellar le acercó un fósforo a la primera mecha, la chiquilla ya se había apoyado en su mejilla. El resplandor del azufre quemándose y buscando el cielo, dejando una cometa amarilla, furiosa a su paso, los hizo levantar las cabezas, para reír con toda la boca ante la maravilla que estallaba ahí encima, a unos cientos de metros, luego se juntaron con las bocas abiertas, buscándose adentro, como si lo hicieran por primera vez en la vida. Como si no hubieran besado nunca. El cielo, arriba, se abría ante el impacto de los fuegos de colores, tanto como abajo, lo hacían esas bocas.
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