La sensación es placentera, sumamente placentera y relajada. El vapor del agua sube y flota, mientras pedazos largos y verdes de cochayuyo resbalan por los bordes de la pileta, aromando y activando el baño, curativo, restaurador, sedante. El barro volcánico, las algas y el musgo también acarician, modelándose debajo del cuerpo, que recostado, recupera calor y energía.
La escasa luminosidad del amplio ambiente es azulina. En un bracero, piedras calientes arden debajo de las ramas de pino, de los pedazos de corteza de canelo, ahumando el aire, lleno de aroma y humedad caliente, agradable para la respiración que es lenta, contenida, suficiente.
Nadie habla, no necesitan comunicarse, no hace falta. Algunos se cubren con toallas blancas y otros se desplazan sin ellas, lentos, entre las sombras, de vez en cuando alguno hecho agua fresca con una jarra sobre las piedras, levantando una saludable nube de vapor perfumado. Otros, sentados en unos sillones de piedras, se untan los desnudos cuerpos con barro, ajenos, primarios.
Sólo el rumor del agua mineral, altamente térmica, amarilla, que brota de una gran grieta de la cueva, altera el profundo silencio. Algunas goteras, desde el techo de la gran caverna, completan en un diferente plano de sonido, la termal armonía.
Luz flota en el centro de la pileta, desnuda, aérea, con los brazos y las piernas abiertas, el pelo negro y brillante abierto, suelto, forma un especial abanico en torno a su rostro. Tiene los ojos cerrados, como dormida.
Verdes y brillantes islas de musgo y cochayuyo, llevadas por la imperceptible corriente del baño, le rozan los brazos, girando por ese perímetro, para descender luego por su costado, hacia las piernas.
Francisca, que está echada sobre el borde de la pileta, boca arriba, con un brazo dentro del agua y una toalla bajo la cabeza, gira la mirada hacia ella y la contempla. Mueve la turbia y sulfurosa masa líquida con pereza hacia Luz, provocando una morosa y suave corriente que no llega hasta su cuerpo, se diluye en el trayecto.
Luanne, con un gran peine de nácar se ha acercado caminando por detrás de ella y comienza a pasarle el peine sobre sus cabellos que flotan, está también desnuda, pero cubierta de barros y musgos, siempre con su pudor, con su inocencia. Una y otra vez pasa el peine sobre el agua, separando el vapor azulado con cada movimiento.
Sentados en el borde de la pileta, con las piernas dentro del agua, Pepe y la Teba las miran, relajados. Ella tiene un gran caracol en la mano, con el cual de tanto en tanto saca agua caliente de abajo del musgo y las algas, echándosela sobre la cabeza al compañero, suavemente.
Sobre una gran cama de piedra Max y Susan duermen boca abajo, con almohadas de tibio arcilla que les moldean el perfil de la cara. Duermen profundamente, reconstruyendo el sueño de la mejor manera imaginable.
Nada les falta, una gran paz flota en el aire, se posa en los cuerpos, gotea por las piedras, con la matriz generosa de la tierra.
Vélez, sobre una plácido lecho de cochayuyos, recibe una lento y profundo masaje de Cindy, que le cubre el rostro y la frente con barro, cicatrizándole la herida de la cabeza, hasta dejarlo dormido, recuperando fuerzas.
Luz ha abierto los ojos, mira el techo de la caverna, que brilla con millones de espejitos, en la altura, en un gran arco de enormes bloques traslúcidos y deformados de cuarzo y granito. Ve el reflejo de su cuerpo flotando sobre ella, ahí arriba, leve, liviano para el ojo, en la liviandad más absoluta.
Luanne ha dejado de peinarla y flota ahora también, con su brazos y piernas bien abiertos, echa una equis, con su cabeza cercana a la de Luz, pero para el otro lado, dejando que el agua amarilla le limpie del cuerpo el barro y el musgo, las algas. La roja cabellera de Luanne se mezcla con el negro pelo de Luz, dibujando un acuático y cálido tapiz. El peine de nácar se le ha soltado de la relajada mano y flota entre el vapor del azufre.
Una mujer del lugar, una bella nativa mapuche, joven y delgada, cubierta por una túnica azul, alhajada con plata y lapizlazuli en la cabeza y en la pechera, llega con una bandeja de madera, con vasos de plata. Lleva una jarra de plata en la otra mano. La deja sobre una mesa de piedra y se retira como llegó, ceremonial, majestuosa.
Francisca se levanta sin esfuerzo alguno y sirve dos vasos con el líquido, oscuro, fresco. Luego se mete en la pileta y camina hasta Luz, le ofrece un vaso a ella y otro a Luanne, que lo beben sedientas.
La escasa luminosidad del amplio ambiente es azulina. En un bracero, piedras calientes arden debajo de las ramas de pino, de los pedazos de corteza de canelo, ahumando el aire, lleno de aroma y humedad caliente, agradable para la respiración que es lenta, contenida, suficiente.
Nadie habla, no necesitan comunicarse, no hace falta. Algunos se cubren con toallas blancas y otros se desplazan sin ellas, lentos, entre las sombras, de vez en cuando alguno hecho agua fresca con una jarra sobre las piedras, levantando una saludable nube de vapor perfumado. Otros, sentados en unos sillones de piedras, se untan los desnudos cuerpos con barro, ajenos, primarios.
Sólo el rumor del agua mineral, altamente térmica, amarilla, que brota de una gran grieta de la cueva, altera el profundo silencio. Algunas goteras, desde el techo de la gran caverna, completan en un diferente plano de sonido, la termal armonía.
Luz flota en el centro de la pileta, desnuda, aérea, con los brazos y las piernas abiertas, el pelo negro y brillante abierto, suelto, forma un especial abanico en torno a su rostro. Tiene los ojos cerrados, como dormida.
Verdes y brillantes islas de musgo y cochayuyo, llevadas por la imperceptible corriente del baño, le rozan los brazos, girando por ese perímetro, para descender luego por su costado, hacia las piernas.
Francisca, que está echada sobre el borde de la pileta, boca arriba, con un brazo dentro del agua y una toalla bajo la cabeza, gira la mirada hacia ella y la contempla. Mueve la turbia y sulfurosa masa líquida con pereza hacia Luz, provocando una morosa y suave corriente que no llega hasta su cuerpo, se diluye en el trayecto.
Luanne, con un gran peine de nácar se ha acercado caminando por detrás de ella y comienza a pasarle el peine sobre sus cabellos que flotan, está también desnuda, pero cubierta de barros y musgos, siempre con su pudor, con su inocencia. Una y otra vez pasa el peine sobre el agua, separando el vapor azulado con cada movimiento.
Sentados en el borde de la pileta, con las piernas dentro del agua, Pepe y la Teba las miran, relajados. Ella tiene un gran caracol en la mano, con el cual de tanto en tanto saca agua caliente de abajo del musgo y las algas, echándosela sobre la cabeza al compañero, suavemente.
Sobre una gran cama de piedra Max y Susan duermen boca abajo, con almohadas de tibio arcilla que les moldean el perfil de la cara. Duermen profundamente, reconstruyendo el sueño de la mejor manera imaginable.
Nada les falta, una gran paz flota en el aire, se posa en los cuerpos, gotea por las piedras, con la matriz generosa de la tierra.
Vélez, sobre una plácido lecho de cochayuyos, recibe una lento y profundo masaje de Cindy, que le cubre el rostro y la frente con barro, cicatrizándole la herida de la cabeza, hasta dejarlo dormido, recuperando fuerzas.
Luz ha abierto los ojos, mira el techo de la caverna, que brilla con millones de espejitos, en la altura, en un gran arco de enormes bloques traslúcidos y deformados de cuarzo y granito. Ve el reflejo de su cuerpo flotando sobre ella, ahí arriba, leve, liviano para el ojo, en la liviandad más absoluta.
Luanne ha dejado de peinarla y flota ahora también, con su brazos y piernas bien abiertos, echa una equis, con su cabeza cercana a la de Luz, pero para el otro lado, dejando que el agua amarilla le limpie del cuerpo el barro y el musgo, las algas. La roja cabellera de Luanne se mezcla con el negro pelo de Luz, dibujando un acuático y cálido tapiz. El peine de nácar se le ha soltado de la relajada mano y flota entre el vapor del azufre.
Una mujer del lugar, una bella nativa mapuche, joven y delgada, cubierta por una túnica azul, alhajada con plata y lapizlazuli en la cabeza y en la pechera, llega con una bandeja de madera, con vasos de plata. Lleva una jarra de plata en la otra mano. La deja sobre una mesa de piedra y se retira como llegó, ceremonial, majestuosa.
Francisca se levanta sin esfuerzo alguno y sirve dos vasos con el líquido, oscuro, fresco. Luego se mete en la pileta y camina hasta Luz, le ofrece un vaso a ella y otro a Luanne, que lo beben sedientas.
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