jueves, 8 de enero de 2009

Liminar

En una hermosa y antigua casona de madera estilo inglés, en calle Gütemberg, sitio que curiosamente no figura en el mapa de Valparaíso; en esa añosa casa y durante dos días con sus noches, mi alma se asomó a la contradictoria y furiosa belleza de ese puerto del Pacífico, penando, abrumada y aturdida por los excesos de una loca arquitectura, montada sobre una no menos delirante geografía.

Mucha casita de lata junto a un derruido palacete neoclásico, colgados de la punta de un peñasco. Mucho cerro cuarenta y dos cerros, con nombres que bien podría haber elegido Neruda; Alegre, Placeres, Lecheros, Perdices, Mariposa, La Florida, Bellavista, Miraflores.

Con catorce ascensores públicos para subirlos y bajarlos, con nombres tan británicos como Reina Victoria, grandes tomadores de té los chilenos, o tan belicistas como ascensor Artillería.

Lleno de escaleras con veredas ocupadas por sillas con patas de tamaños distintos, para poder espiar el vecindario en declive.

Digo que mi alma se asomó tanto a esa belleza, o mejor dicho, se apoyó en ese balcón suspendido en el vacío, que se abismó en si misma, en el doloroso trance de un desamor en despedida.

Esa primer noche, luego de enterarme de la trágica muerte de Alberto Olmedo en Mar del Plata, en ese otro puerto, en el Atlántico, me quedé hasta tarde conversando de tangos con el dueño de casa, periodista e investigador, un estudioso de la música ciudadana de Buenos Aires, que se valora ahí, en Valparaíso.

Conversamos hasta que se nos durmieron las palabras, obviamente, nos acollaramos una botella de pisco de una marca que no atino aún a entender por qué le pusieron tal nombre, “Control” se llama, cosa que no se puede entender de ninguna forma, porque si hay una bebida fuerte que no puede controlarse, justamente es esta, el pisco, por lo suave que cae en la boca.

Subí como pude hasta mi cuarto, el de huéspedes, y me acomodé de costado apenas, junto a la Charo. En una habitación cercana, la hija del dueño de la casa y amiga de Charito, la Paulina, miraba por la tele “Doctor Zhivago”, aquel memorable filme de David Lean, con Omar Sharif y Julie Christie. Con el volumen bastante fuerte la Pau miraba la película, es más, creo que la muy loca tenía ganas de venirse a nuestra cama, ya que gritaba desde el otro cuarto para que nos amaramos. La guitarrita rusa, la balalaica, hacía de las suyas, en una de las bandas de sonido más hermosas que recuerde el cine.

Al día siguiente, el matutino sensacionalista “La Tercera” titulaba con tipografía roja que durante el entierro de Alberto Olmedo, su mamá había fallecido de un infarto. Es cierto que en esta abundancia trágica, el puerto y ciudad en donde estaba y pesaba, no habían tenido participación alguna, pero es verdad también que el corazón y la memoria leen la letra chica de la historia como mejor pueden.

Esa noche bajamos corriendo, la única forma de bajar caminando, con la Charo y la Pau, al centro de la noche porteña. Cuando pasamos por una guarnición militar, la Paulina que aún no estaba borracha, se puso a gritar “en Chile se tortura”. Por suerte no la escuchó nadie. Después aterrizamos en el “Cinzano”, a ver el muy decadente espectáculo de gente vieja, vestida con ropa vieja, perfumada con esencias medio rancias, bailando tangos. Bien excesiva la estética. Yo andaba llorando en otra parte.

Aquel hermoso filme de los sesenta, “Valparaíso, mi amor”, dirigido curiosamente por un médico, el doctor Aldo Francia, que había visto unos años atrás en un ciclo de la hebraica, con quien luego fuera la madre de mis hijas, creo que también rondaba mis lágrimas.

Para el lector no informado, debo contar que Alberto Olmedo, el “Negro Olmedo”, fue el más grande cómico que supimos tener los argentinos en los últimos veinticinco años. El supo hacernos reír sobre todo en los tristes años de las dictaduras militares, cosa que no fue poco para quienes no pudimos huir a ninguna parte por esos años. Una vez por semana al menos, Olmedo nos ayudó a olvidarnos un poco de nuestros pesares, permitiéndonos incluso reír de nosotros mismos, cosa que para un pueblo como el nuestro, tan melancólico y maníaco, era como un bálsamo para el espíritu, bastante vapuleado y maltrecho.

Olmedo se mató hace ya unos largos diez años, más precisamente en enero del 88, algo de él quedó para mí flotando por Valparaíso, entiendo que ha pasado tiempo suficiente como para que intente ir a buscarlo.

Sé que también se me quedó olvidado como siempre algún pullover, un par de medias debajo de una cama, y un pedazo del alma que por ese entonces yo creía que me sobraba. La falta que nos anda haciendo ahora.


Eduardo Linares


Buenos Aires, Mayo a Junio de 2001/enero 2009

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