jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 25. Los volados

Alejo parecía un caracol mudándose, para no caer en la figura poco respetable de la hormiguita viajera, trepando por la escalera de la casa de la Carmen, con un par de bolsas del supermercado en una mano y en delicado equilibrio, el traje del ángel en la otra. Despacio, peldaño a peldaño, cuidando que no se le doblaran las delgadas alas de gasa, que se quebraran las delicadas varillas de finísimo mimbre que les daban forma y marco.
Empujó la puerta de entrada que estaba sin llave y pasó, como si hubiera hecho cumbre en el techo de América. Apoyó con cuidado el frágil vestuario en la mesa del salón comedor y siguió con las bolsas para la cocina.
Sobre la mesada empezó a apilar las provisiones que había comprado. Té, de dos gustos, café, azúcar, un paquete de fideos secos, una lata de aceite de oliva, un par de latas de tomate en conserva, unos sobres con especias, sal, pan, mantequilla, un frasco de dulce de moras, alguna fruta y verdura fresca. De la otra bolsa, un vino tinto, una gaseosa, un agua mineral. Lo mínimo como para solventar las necesidades de un par de días. Pobre pero bastante completa la compra.
Sin salir al patio, recorrió la casa despacio, hasta la habitación de la Carmen. Con las persianas entornadas, en una recomendable penumbra, la turquita yacía en su cama, cubierta por la blanca sábana, dormida.
Alejo la contempló unos segundos para volver tan en silencio como había ido, para el sector del comedor, junto al traje del ángel. Acercó una silla y comenzó a sacarse la ropa, la cual doblaba prolijo y acomodaba en el asiento y el respaldo. Luego se sacó los zapatos y las medias. Dudó ante el slip, pequeño, negro y ajustado, el cual se sacó al cabo, quedando así, desnudo, en medio del comedor, fresco y algo oscuro, a esa hora de la media tarde.
Ahí empezó, con parsimonia, a meter los pies y las piernas en las finas y blancas calzas de lycra, las cuales se subía luego buscando acomodar el bulto de los huevos y la verga de la manera menos llamativa. La tarea era bien complicada, ya que las alas, pegadas a la espalda del traje, molestaban lo suficiente como para hacer del vestirse una sesión de yoga, ni buscada ni deseada.
Cuando había terminado con la parte inferior del traje, y estaba por comenzar a meter uno de sus brazo en una manga, reparó que en el umbral de la puerta, con una bata de toalla, asombrada y en silencio, la turca lo miraba.
Callada, seria, ahora sólo con un pequeño parche curita cubriéndole la comisura herida de la boca. Despeinada, ojerosa, la Carmen lo miraba sin terminar de comprender qué hacía el amigo, así, en bolas, disfrazándose de ángel en el comedor de su casa.
- Pucha, te desperté Carmencita, eso que no estoy ni ahí haciendo ruido -. Se lamentó medio nervioso el Alejo, incómodo ahora por la mirada y el silencio de la turca.
- No, me desperté sola. De hambre nomás Qué estai haciendo, huevón, hoy no es el baile -.
- Ya sé, ya sé que hoy no hay baile. Tampoco este es mi disfraz, Carmen -. Se defendió algo molesto el Alejo, que había logrado meter ambos brazos por las mangas y cerraba ahora el cierre de velcro que subía de la cintura hasta el cuello.
Sin dar más explicaciones salió para el patio, agachándose un poco al atravesar la puerta para que no se rompieran las alas. El sol ya se acercaba al poniente, dejando la tarde llena de violetas y naranjas.
La turca cambió de umbral, y se apoyó en el marco de esa puerta, cansada, dolida, a ver qué carajo le estaba pasando por el cerebro al amigo, con esa locura que suponía que no era religiosa, al menos.
Alejo se había puesto en el medio del patio y tenía los brazos en cruz, abiertos. El suave viento del pacífico movía apenas las translúcidas alas, de este aéreo y humano velero.
Desde esa posición, ágil, elegante, Alejo tomó una directa carrera y de un saltó se posó en la veranda, sin perder el equilibrio ni dejar bajar los brazos.
La Carmen no pegó el grito que debía haber pegado, un poco por miedo a precipitar al Alejo al vacío por su culpa, como porque la boca le dolía lo suficiente como para no poder hacerlo. Sólo se puso la mano derecha sobre la boca, casi sin apoyarla, espantada, helada ante la locura del bailarín, que parecía feliz, excéntrico, con su ropaje, sus alas, su increíble audacia, su dominio del espacio.
Caminó así, recortado por el ocaso, como una criatura mágica, magnífica, potente y libre. Dio la vuelta en dos pasos y saltó hacía el patio, al cual cayó, seguro, firme, siempre con los brazos abiertos. La Carmen no salía del terror y el asombro que la demostración aérea del Alejo le había provocado. Lo único que había cambiado era que se había sacado la mano de la boca.
- Y, cómo estuvo ? -. Inquirió orgulloso y divertido el ángel de lycra y gasa, mientas con las dos manos hacia atrás, se acariciaba excitado, en suspenso, el borde de las alas, esperando el aplauso o la puteda de la turquita.
- Anoche un concha de su madre casi me mata de un golpe y ahora vos, huevón, casi me matas de un susto. Qué quieren, manga de putos, qué me muera, que me mate, ya pues, díganlo con palabras nomás, que no soy ni sorda ni estúpida -. Rezongó la Carmencita, todavía asustada, algo exagerada con el lenguaje. Después de la puteada, sacudió la cabeza negada, intentando una veta algo más comprensiva, menos jodida.
- Estuvo bueno, huevón, pero es la última vez que usas mi veranda para andar haciéndote el mary popins -.
El Alejo largó una carcajada fresca, espontánea, obligando a reírse a la turquita con dolor, con la mano sobre la boca.
- Quieres probártelo, Carmencita, es lycra, te va a quedar bien al cuerpo, al pelo para tu talle -. La invitó generoso, fraterno, el Alejo que daba lo que tenía y lo que no tenía con tal de verla contenta, feliz.
La Carmencita se sonrió ante la idea del Alejo y se acercó al medio del patio, en donde ya estaba el amigo, para tocar al menos el disfraz, tentada. - Ya, ya mismo te lo pones -. Insistió el Alejo, que se abría el velcro y empezaba a sacarse las mangas. - Te da un poco de calor, ya, pero te llena de gusto -.
Terminó de ponerse en bolas y ayudó a la Carmen, que se dejaba desvestir, a sacarse la bata. Así, como niños traviesos, quedaron los dos desnudos, en medio del patio ya a oscuras. Alejo se puso la bata y la Carmencita empezó despacio a meter las piernas en las calzas. Divertida, inocente, olvidando así un poco la herida de la boca, y la otra, la del alma. Alejo encendió la luz del patio, mientras la turquita se acomodaba las tetas que muy que digamos de ángel no eran. Se puso a dar vueltitas por el patio, como una libélula, como un hada, para la felicidad del Alejo, que reía y aplaudía.


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