jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 26. Sandokan

Sandokan estaba sentado en la ventana de la habitación de Alberto, dándole la espalda, mirando de vez en cuando con indiferencia al canario que trinaba intermitente, como un encarnado cucú. En la cama, hecho un asco, barbudo, sucio, mal oliente, el argentino que acababa de despertarse, ya de noche.
Encendió a tientas la lámpara de la mesa de luz. Cerró los ojos, molesto, ante la irrupción de la mortecina luz, para luego volver a abrirlos, hinchados, rojos. Se sentó en la cama, como detrás del gato, que no pensaba darse vuelta para mirarlo.
Juntó fuerzas y se levantó para ir al baño. Orinó con ganas, un pis largo y oscuro que tenía un olor fuerte, pesado. Hizo correr el agua del water y abrió la llave de la ducha. Se metió debajo del agua cuando le encontró una temperatura agradable con la mano. Primero se enjabonó y después empezó a frotarse con una esponja gastada, de fibra. Se frotó con fuerza y despacio todo el cuerpo, como queriendo sacarse una piel, un cuero, que le daba tanto asco como lástima.
Se lavó también el pelo con los restos de un saché medio usado. Terminó de enjuagarse, y mojado, delante del espejo del botiquín se pasó gel espuma por la cara y comenzó a afeitarse con cuidado, mientras el cuerpo se secaba con el aire. Se enjuagó y secó la cara, se puso un poco de loción y se tiró el pelo para atrás, con las manos.
Ya en la habitación, sacó las sábanas y las fundas de las almohadas y las tiró hechas un ovillo, a un rincón. Con un par de movimientos, dio vuelta el colchón, cosa que hacía tiempo o nunca había hecho.
Así, bañado, perfumado incluso, se sentó sobre el colchón pelado. De la chaqueta que estaba en la silla sacó los goluá y encendió uno. No podía fumar, le daba asco o andaba con poco aire. Lo apagó mientras tosía en un cenicero de lata que estaba en el piso.
Miró al gato que seguía sentado en el mismo sitio. Le habló como si al animal le fuera a interesar su charla.
- Y, Sandokan, qué onda, qué hacemos ahora, nos vamos a la mierda, nos matamos, qué hacemos ?
El felino no estaba autorizado a andar respondiendo a las inquietudes existenciales de ese humano que compartía con él esa fea casa. Pegó un salto como para quedarse con los trinos del canario que le molestaban bastante y falló por poco. Después siguió para el techo, con tanto odio como hambre.
- Gato hijo de puta -. Lo insultó a viva voz Alberto, como reaccionando ante la vida y la muerte del pajarito, al tiempo que se levantaba de la cama y salía al patio, para darle una lección al muy cretino, que le maullaba desafiante desde lo alto de un techo vecino.
- Sí, huevón, maullá, maullá. Ni se te ocurra bajar porque vas a salir volando de una buena patada, concha de tu madre -. Concluyó con la amenaza el Alberto, mientras tapaba al canario con una mantita, dejándolo fuera de la mirada codiciosa del gato.
Del baño sacó el toallón y se lo anudó en la cintura. Se metió en la cocina, prendió la luz y empezó a organizar los utensilios para tomarse un mate.
Prendió la radio y buscó en el dial una señal con una música tranquila, sedante. La voz de alguien que lo acompañara en esa noche de domingo, tan de mierda, con tanta soledad y estupor en el alma. La encontró y se sintió un poco menos solo. En la pileta de la cocina, las rosas esperaban un mejor trato.
Ahí vio que sobre la mesa no estaba ni el pingüino ni las llaves que le había dejado a Luz, ni su carta. Tampoco había mensaje alguno de la española. Bueno, la mesa estaba vacía.
- Puta madre, ni el pingüino quedó, parece que nadie tiene ganas de quedarse -. Se lamentó el argentino con una voz que daba lástima.
El mate dulce le hacía bien. Le ponía algo de calor al cuerpo. Le ayudaba a ordenar el despelote del cerebro.
Se levantó y fue hasta el escritorio. Se sentó frente al teléfono, buscó el número del hospedaje de Luz, anotado en un papelito, marcó despacio.
- Aló buenas noches, me comunica por favor con Luz Casellas, sí, sí, una española, sí, por favor. Ya, ah, se fue temprano, ya, ah, sí, no dejó el hospedaje definitivamente, ya, no sabe dónde, ya, ah, le parece que a Santiago. Ya, muy amable, señora, buenas noches -. Colgó y se quedó cabizbajo, mirando el aparato. Dudó y volvió a tomar el teléfono. Colgó de nuevo, desanimado.
- Qué mierda voy a llamar a la Carmen si no sé el número -. Se lamentó medio risueño ahora, ante la sucesión de sus fallidos. Se levantó cansado y se dirigió a la cocina, para tomarse otro mate. La locutora en la radio leía un poema de Vicente Huidobro, el otro chileno enorme, el creacionista, con una voz de seda y agua, encantadora, con la emoción y la pausa justa, bien entonada.



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