jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 27. Éxtasis

La terraza de la cabaña de la Francisca, en el Arrayán, digamos que el barrio más alto de la capital chilena, daba a la cordillera, directa, en exclusiva, con una vista privilegiada a una luna enorme, amarilla, plena, que se levantaba entre el borde de los cerros, en un majestuoso plenilunio, capaz de convocar los antiguos espíritus, los remotos, arcaicos y primitivos númenes de la tierra, ese lugar sagrado que amparaba ahora a estas dos mujeres que en silencio, lo contemplaban, con una unción casi religiosa.
El equipo de audio sonaba desde el living, lo bastante cerca y fuerte como para inundar la terraza de madera y el arco de la noche con sonidos extraños y exquisitos, como lo era esa música étnica, tribal, evocativa, una selección del departamento de investigaciones antropológicas de la californiana universidad de Berkeley. Música de la nación dakota. Potente y cósmica parecía no tener ni principio ni fin, como que estaba en el aire desde siempre, en la naturaleza, en todas las cosas.
Luz estaba echada sobre una hamaca que colgaba entre uno de los parantes del alero de la terraza y la pared de madera de la cabaña que daba a la galería. Se mecía adormecida por la música y por un vaivén que cada tanto le daba la Francisca, abajo de ella, a su izquierda, tirada como una india, sobre unos enormes almohadones que la contenían, relajada, cómoda.
Por el piso de la terraza, gran cantidad de botellas de cerveza vacías daban cuenta que las mujeres habían saciado su sed con tanta convicción como perseverancia.
También había habido algunos cambios de vestuario, ya que la Pancha estaba con una cómoda túnica de bambula color naranja. Luz se había sacado la pollera hindú, y estaba de lo mejor, libre y fresca, sólo con la camisa algo más abierta.
Entre las dos, un enorme y maravilloso narguile marroquí, original, de cobre y vidrio, quemaba un buen pedazo de hachís, lento, sin tiempo. La boquilla iba de boca en boca, en silencio, con una pereza más que comprensible, alimentando levedades oníricas, en la voluptuosidad de un humo azul, pesado y dulce.
La mano izquierda de Luz colgaba inerte, sólo para reaccionar ante la cánula de marfil que Francisca, desde abajo, le depositaba en la palma con un toque casi íntimo, femenino.
En otro mundo, lunar, ancestral, uterino, se habían depositado las dos mujeres, viajando al centro de sus centros. Al mundo de las mujeres que pueden hacer eso, irse de vez en cuando así, una vez en la vida tal vez, trepando por las telas de araña de un estado de conciencia que no tiene que ver ni con la mística ni con la iluminación ni con la vigilia. Astral tal vez el viaje, ante tanta inmensidad que convoca y transporta.
La música, arrítmica y sincopada, como el pulso, como el latido secreto de la tierra madre, había levantado a la Francisca de su poltrona, y comenzaba a sacudirla lentamente en el inicio de una danza que no tenía letra alguna, tan sólo la que le estaba dando la Pancha con su delgado y sensitivo cuerpo, que vibraba con una emoción morosa, debajo de la túnica.
Bailaba sola, sin necesidad de pareja ni de público. Bailaba para ella, por el puro placer de hacerlo. Fuera de si, de su persona, de su conciencia y de su nombre.
Bailaba para la luna, para la madre luna, para la hermana luna, que amarilla y redonda, la bañaba con una luz de plata, pintándole las cara, el pecho, los brazos y las piernas, con un reflejo que la dejaba flotando casi en el aire, en éxtasis.
La Francisca, sensual, libérrima, se sacó la túnica para que la luna la pintara entera, y siguió con su danza, desnuda ahora, llena de luz, de plata, de una vida que no era la de ella. Que era otra cosa.
Luz advirtió con el rabillo del ojo la transmutación que experimentaba la chilena. Luego inclinó la cabeza hacia la izquierda, apenas, para contemplar en dos planos la danza de Francisca con la luna en el medio de las dos, en plena y femenina ceremonia.
Francisca bailaba con los ojos cerrados, sin insinuación ni provocación alguna, eso era lo que necesitaba la española para acompañarla.
Se bajó de la hamaca despacio, en cámara lenta, sentada, en perfecto equilibrio, se sacó la camisa y se dejó deslizar, mientras le daba a la boquilla de marfil del narguile una chupada intensa, ávida. Ya con los pies sobre la madera, dudó y no se sacó las bragas, mientras dejaba que la música y la luna fueran poseyéndola, en un sereno trance que no le entraba por los sentidos, bastaba con respirarlo del aire, dejarlo caer por los pulmones al resto del cuerpo.
Fue así entornando los ojos hasta que los cerró por completo, sintiendo como la luna la dejaba plateada, en los movimientos de esa indígena e inmóvil danza.
La visión de las dos mujeres desnudas, ajenas, extáticas, danzando de frente a la luna amarilla y llena, en la terraza de madera de esa cabaña, colgada en la ladera de un cerro de la precordillera, esa noche de verano, encendidas por una música tribal, cósmica y primitiva, separadas apenas por metro y medio, junto a un narguile consumiendo carbones y derramando humo azul y profundo, era un espectáculo que no permitía público alguno. Era así, secreto, discreto, privadísimo.
El único canal por el que la Luz y Francisca se comunicaban era por el éter. Lleno de luz blanca, humo azul y sonidos permanentes, intensos, primarios.
Una bandada de patos silvestres, compacta, en perfecta formación, siguiendo al guía, atravesó el espacio a los lejos, pasando espléndida delante de la luna.
Los graznidos del líder, salvajes, en el idioma de los patos, replicaban a la música de abajo, daban cuenta que la tierra era también habitado por otras criaturas.
Involuntariamente las mujeres se rozaron la mano. No se sintieron, ahí no estaban, tampoco abrieron los ojos ni se buscaron. No era necesario, el orgasmo que desde el inicio de la noche las estaba tomando no precisaba del contacto de sus cuerpos, ni de estimulación, ni de caricias.
Las fue levantando al unísono, trepó y resbaló por los clítoris, subió despacio, en calma, intenso, llenándolas de oro y plata por dentro, como una microexplosión atómica que las dejó temblando, con la expansión de un millón de estrellas enanas, que reventaban juntas, en medio de esa noche, de esa galaxia que habitaban solas y desnudas, la Luz y la Francisca, cumpliendo con el rito de una extraña, rarísima danza, al pie de la cordillera andina.

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