Los días lunes, así como el tradicional domingo, eran francos para la gente del “Old Tango”. Todos aprovechaban entonces su fin de semana, el domingo sobre todo para dormir, para ponerse al día con el cansancio de las obligadas trasnoches, y el lunes, para poner un poco de orden en las casas y en las relaciones con la comunidad y con el poder público. Digamos que iban al banco, pagaban servicios, en fin, todo lo que hace el resto de los días el ciudadano, el consumidor que se precie.
Ese lunes era el que había elegido Cuellar para iniciar la “Operación Penca ”, una historia sin espías con licencia para matar ni mujeres bellísimas, pero por la cual confiaba poder finiquitar el compromiso que había asumido, en esa su nueva actividad de narco.
Gracias a su reputación y las relaciones propias de su oficio, el gordo se las había ingeniado para triangular a través de internet, un pedido de salmón rosado a un exportador del puerto de Valparaíso que conocía. Era así que un señor de Madrid, para el caso un importador, solicitaba formalmente a la exportadora de Nicanor Arrate, el empresario que Cuellar conocía, una partida pequeña del famoso pescado.
Argumentaba el importador madrileño que este pedido era a título de muestra, y que de ser satisfactorio, otros de mayor entidad y con una frecuencia más que interesante iban a procederlo. Le pedía veinte kilos de salmón, para ver en tiempo y forma, en qué estado le llegaba en envío, tarea que quedaba a cargo del exportador, quien se hacía cargo del flete aéreo en este caso.
Ahora empezaba la de james bond. El gordo había obtenido como obsequio de don Arrate, un par de pencas de kilo y medio, así exportan el salmón, pelado, despinado, en lomos o filetes de ese peso, aproximadamente. En unos estupendos estuches de plumavit. Las cajas, de exportación, tenían todos los sellos del caso, los cuales Cuellar había separado con harto cuidado y paciencia.
Abiertas las cajas, había depositado dentro los tres kilos de pura cocaína, menos algunos gramos que nadie iba a andar reclamando, repartidos en dos parejos y repartidos envíos de kilo y medio cada uno, envueltos en varias capas de grueso papel aluminio, con restos de salmón entre cada capa, sellados con lacre.
Es más, se había tomado el trabajo de darle a los paquetes forma de penca de salmón rosado. Pensó cubrir los paquetes con la piel de los salmónidos, pero le pareció ya bastante con lo hecho. Confió un poco en su suerte y en la bondad y justicia de su causa. Y bueno, si la tenía que pasar mal, no lo iba a salvar ni la piel de un pescado, por más lindo que fuera.
Por medio de algunas llamadas telefónicas que hacía de un locutorio, sabía perfectamente cuándo salía el envío, hora, compañía y número de vuelo. Es más, el nombre del despachante que iba a remitir el embarque.
De más está decir que don Arrate era un comerciante más que honesto, y no tenía ni la más remota idea de lo que estaba tramando el gordo, ni el problemón en que podía llegar a involucrarlo, llegado el caso que la policía sanitaria del aeropuerto detectara algo raro al escanear el embarque. Y, sí, el gordo estaba medio loco. No vamos a decir que de amor, porque no era tal el sentimiento que lo estaba movilizando en semejante encomienda.
Hay que referir a esta altura del relato, que la globalización al finito país le pegó más que bien por ese lado que tiene su idiosincrasia, tan observante de códigos, leyes y ordenanzas, estén o no escritas, lo cual hace que el sector empresarial y privado, desde las empresas del cobre para abajo, adopte los uniformes, la burocracia, con un respeto y un efectividad tan british, prolija, correcta.
Hacer el cambiazo de los dos cajas de salmón por dos de cocaína no es entonces algo sencillo, digamos, sin ánimo de ofender a nadie, como podría llegar a serlo, en otro país de la región, o del centro de América, del caribe. No, cambiar las cajas en el camino de la exportadora al aeropuerto de Santiago, o en la aduana del mismo, era una locura que provocaba a la creatividad y a la esclerosada audacia de Cuellar a niveles que provocaban raudales de testosterona y adrenalina.
Decir que era una misión imposible es exagerar en beneficio de una serie televisiva que protagonizaban dos agentes de la central de inteligencia norteamericana. Y eso, a un peruano de pura cepa como era el Cuellar, más aún, arequiteño, no le iba a hacer echarse atrás ni mucho menos. El gordo tenía una pelea con él mismo, para la cual sólo existía una alternativa, y esta era la victoria.
La situación le provocaba tanta euforia como miedo. Digamos honestamente que Cuellar estaba cagado en las patas y no vamos con ello a ofenderlo, a degradarlo, todo lo contrario, mucho más digno, heroico casi en su osadía es el gordo, que no pierde el pulso y continúa, dominando como puede el pánico, más allá del consumo del alcaloide que ha ido en un notable aumento para esos días.
Para la parte de acción de la película, o sea la perfección del tipo penal, el tráfico de estupefacientes, el premeditado cambiazo que lo puede mandar al cocinero devenido en narco exportador, por una década, sí, diez años de cárcel, con algunos agravantes que no vamos a describir para no exacerbar la paranoia, el gordo ha pergeñado un guión digno de lo mejorcito de la filmografía yanqui. Lo que está por verse es el género.
Aquí es cuando el público, identificado con la buena leche y la mala suerte del gordo, prefiere la comedia, y bueno, mierda, si, que el crimen pague, si no son tantos tres kilos, si lo hizo por la turquita, si es un buen tipo, si los narcos son los otros, los gobiernos que no liberan el consumo, la dea que está hasta acá metida en el tráfico, los políticos que financian campañas con esa plata, y los curas, sí, los curas también, que no se ocupan de las políticas sociales con pastorales como la gente, y obligan a los marginales de este parte del mundo a tener que recurrir a este infame comercio para que puedan comer sus hijos.
A esta altura del relato, el gordo es más o menos como robin hood, y escobar gaviria fue un mártir de la guerra de liberación de la América mestiza contra el imperialismo yanqui. Ya, o porqué chucha creen que el Che había elegido a Bolivia para continuar con la guerra revolucionaria. Por la coca, huevón, el Che no era ningún comandante revolucionario improvisado, sin estrategias, sin las mejores intenciones ni los mejores planes, ni soñaba terminar como terminó, hecho un cristo. Y quiénes lo traicionaron, ah, quiénes, la dirigencia del pecé boliviano, que no le hacían a la coca, eran peces bien canutos.
En dos días parten los veinte kilos de pescado para Madrid, el miércoles a las quince horas en un vuelo de la empresa nacional, con escalas en Buenos Aires y en Montevideo.
Algo más que cuarenta y ocho horas tiene el gordo para decidirse a hacer un llamado telefónico y pedir ayuda, ya que la ejecución del cambiazo no debe ni siquiera intentar hacer solo, ya que el riesgo de fracasar es enorme. Y sí, aunque no lo desea ni ahí, Cuellar necesita un cómplice. Uno a uno ha desechado a los que conoce y frecuenta. Tiene dudas al respecto con el Felipe. No lo conoce lo suficiente para saber si puede ser un compadre discreto, mínimamente confiable. Sabe que es medio atrevido, medio anarquista, pero de ahí a ser medio delincuente, y efectivo para el caso, hay una distancia.
Así cavila el gordo, mientras toma un cognac y fuma un puro, en un bar del centro de Santiago, frente a la Plaza de Armas, en la recova.
Ese lunes era el que había elegido Cuellar para iniciar la “Operación Penca ”, una historia sin espías con licencia para matar ni mujeres bellísimas, pero por la cual confiaba poder finiquitar el compromiso que había asumido, en esa su nueva actividad de narco.
Gracias a su reputación y las relaciones propias de su oficio, el gordo se las había ingeniado para triangular a través de internet, un pedido de salmón rosado a un exportador del puerto de Valparaíso que conocía. Era así que un señor de Madrid, para el caso un importador, solicitaba formalmente a la exportadora de Nicanor Arrate, el empresario que Cuellar conocía, una partida pequeña del famoso pescado.
Argumentaba el importador madrileño que este pedido era a título de muestra, y que de ser satisfactorio, otros de mayor entidad y con una frecuencia más que interesante iban a procederlo. Le pedía veinte kilos de salmón, para ver en tiempo y forma, en qué estado le llegaba en envío, tarea que quedaba a cargo del exportador, quien se hacía cargo del flete aéreo en este caso.
Ahora empezaba la de james bond. El gordo había obtenido como obsequio de don Arrate, un par de pencas de kilo y medio, así exportan el salmón, pelado, despinado, en lomos o filetes de ese peso, aproximadamente. En unos estupendos estuches de plumavit. Las cajas, de exportación, tenían todos los sellos del caso, los cuales Cuellar había separado con harto cuidado y paciencia.
Abiertas las cajas, había depositado dentro los tres kilos de pura cocaína, menos algunos gramos que nadie iba a andar reclamando, repartidos en dos parejos y repartidos envíos de kilo y medio cada uno, envueltos en varias capas de grueso papel aluminio, con restos de salmón entre cada capa, sellados con lacre.
Es más, se había tomado el trabajo de darle a los paquetes forma de penca de salmón rosado. Pensó cubrir los paquetes con la piel de los salmónidos, pero le pareció ya bastante con lo hecho. Confió un poco en su suerte y en la bondad y justicia de su causa. Y bueno, si la tenía que pasar mal, no lo iba a salvar ni la piel de un pescado, por más lindo que fuera.
Por medio de algunas llamadas telefónicas que hacía de un locutorio, sabía perfectamente cuándo salía el envío, hora, compañía y número de vuelo. Es más, el nombre del despachante que iba a remitir el embarque.
De más está decir que don Arrate era un comerciante más que honesto, y no tenía ni la más remota idea de lo que estaba tramando el gordo, ni el problemón en que podía llegar a involucrarlo, llegado el caso que la policía sanitaria del aeropuerto detectara algo raro al escanear el embarque. Y, sí, el gordo estaba medio loco. No vamos a decir que de amor, porque no era tal el sentimiento que lo estaba movilizando en semejante encomienda.
Hay que referir a esta altura del relato, que la globalización al finito país le pegó más que bien por ese lado que tiene su idiosincrasia, tan observante de códigos, leyes y ordenanzas, estén o no escritas, lo cual hace que el sector empresarial y privado, desde las empresas del cobre para abajo, adopte los uniformes, la burocracia, con un respeto y un efectividad tan british, prolija, correcta.
Hacer el cambiazo de los dos cajas de salmón por dos de cocaína no es entonces algo sencillo, digamos, sin ánimo de ofender a nadie, como podría llegar a serlo, en otro país de la región, o del centro de América, del caribe. No, cambiar las cajas en el camino de la exportadora al aeropuerto de Santiago, o en la aduana del mismo, era una locura que provocaba a la creatividad y a la esclerosada audacia de Cuellar a niveles que provocaban raudales de testosterona y adrenalina.
Decir que era una misión imposible es exagerar en beneficio de una serie televisiva que protagonizaban dos agentes de la central de inteligencia norteamericana. Y eso, a un peruano de pura cepa como era el Cuellar, más aún, arequiteño, no le iba a hacer echarse atrás ni mucho menos. El gordo tenía una pelea con él mismo, para la cual sólo existía una alternativa, y esta era la victoria.
La situación le provocaba tanta euforia como miedo. Digamos honestamente que Cuellar estaba cagado en las patas y no vamos con ello a ofenderlo, a degradarlo, todo lo contrario, mucho más digno, heroico casi en su osadía es el gordo, que no pierde el pulso y continúa, dominando como puede el pánico, más allá del consumo del alcaloide que ha ido en un notable aumento para esos días.
Para la parte de acción de la película, o sea la perfección del tipo penal, el tráfico de estupefacientes, el premeditado cambiazo que lo puede mandar al cocinero devenido en narco exportador, por una década, sí, diez años de cárcel, con algunos agravantes que no vamos a describir para no exacerbar la paranoia, el gordo ha pergeñado un guión digno de lo mejorcito de la filmografía yanqui. Lo que está por verse es el género.
Aquí es cuando el público, identificado con la buena leche y la mala suerte del gordo, prefiere la comedia, y bueno, mierda, si, que el crimen pague, si no son tantos tres kilos, si lo hizo por la turquita, si es un buen tipo, si los narcos son los otros, los gobiernos que no liberan el consumo, la dea que está hasta acá metida en el tráfico, los políticos que financian campañas con esa plata, y los curas, sí, los curas también, que no se ocupan de las políticas sociales con pastorales como la gente, y obligan a los marginales de este parte del mundo a tener que recurrir a este infame comercio para que puedan comer sus hijos.
A esta altura del relato, el gordo es más o menos como robin hood, y escobar gaviria fue un mártir de la guerra de liberación de la América mestiza contra el imperialismo yanqui. Ya, o porqué chucha creen que el Che había elegido a Bolivia para continuar con la guerra revolucionaria. Por la coca, huevón, el Che no era ningún comandante revolucionario improvisado, sin estrategias, sin las mejores intenciones ni los mejores planes, ni soñaba terminar como terminó, hecho un cristo. Y quiénes lo traicionaron, ah, quiénes, la dirigencia del pecé boliviano, que no le hacían a la coca, eran peces bien canutos.
En dos días parten los veinte kilos de pescado para Madrid, el miércoles a las quince horas en un vuelo de la empresa nacional, con escalas en Buenos Aires y en Montevideo.
Algo más que cuarenta y ocho horas tiene el gordo para decidirse a hacer un llamado telefónico y pedir ayuda, ya que la ejecución del cambiazo no debe ni siquiera intentar hacer solo, ya que el riesgo de fracasar es enorme. Y sí, aunque no lo desea ni ahí, Cuellar necesita un cómplice. Uno a uno ha desechado a los que conoce y frecuenta. Tiene dudas al respecto con el Felipe. No lo conoce lo suficiente para saber si puede ser un compadre discreto, mínimamente confiable. Sabe que es medio atrevido, medio anarquista, pero de ahí a ser medio delincuente, y efectivo para el caso, hay una distancia.
Así cavila el gordo, mientras toma un cognac y fuma un puro, en un bar del centro de Santiago, frente a la Plaza de Armas, en la recova.
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