jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 10. "Farranda"

Finalmente, al cabo de pacientes años de ahorro y algún beneficio suplementario que la Carmencita había sabido gestionar ante un complaciente subgerente bancario, anque un considerable préstamo que Cuellar le había financiado sin intereses ni plazos, la turquita tenía casa propia.
En el cerro Placeres, en calle Carmen esquina con San Guillermo, a media cuadra de la plaza de la Conquista, la turquita había coronado un sueño al que sólo le faltaba ahora un esposo y unos tres niños, que desde la prepotencia de sus veinticinco años y su agreste belleza le llevaría no mucho tiempo perfeccionarlo, tranquila sobre todo como estaba ahora, con la convicción que le daban esas paredes, su patio, las plantas y hasta la higuera que se asomaba intrépida por la terraza, desafiando el mar, tan cerca, y al viento, con sus fuertes ramas.
Sentados sobre imprevistos cajones de cerveza, la turquita y Cuellar brindaron por la firma de la escritura que se había hecho esa tarde, y por el par de llaves que Carmencita tenía en la mano. El momento tenía la solemnidad íntima de esa botella llena de burbujas y de una marca por la Carmencita desconocida, que el bueno del gordo, había portado en el baúl de su escarabajo de plata, o sea en su buche, dentro de una heladerita propia de un conocedor de las cosas buenas de la vida, como lo era el peruano.
Ahí estaban, con unas lindas copas de cristal en mano, brindando por una ocasión por demás memorable. Al brindis, a la turquita se le humedecieron los ojos, se los secó con la mano, insistiendo que era una tonta, pero qué bueno que hubiera sido que estuvieran sus papás con ella, en ese momento.
El gordo no era hombre de esos de andar echando los mocos así porque sí, tan fácilmente, pero la escena no dejaba de conmoverlo, motivo que hizo que se levantara con una agilidad súbita, para ir a asomarse al balcón con reja, que limitaba el patio del vacío, al fondo, para investigar tal vez el mejor lugar en dónde instalar una parrilla, o un cantero con plantas exóticas, o un helipuerto clandestino, algo que lo ayudara un poco a sacar el cuerpo de la alta emotividad que había ido tomando la sencilla posesión de la casa, en calle Carmen 0328.
El timbre sonó un par de veces. La Carmen salió para la puerta, bien como dueña de casa a abrir al Alejo, que había demorado su visita lo suficiente como para perderse el brindis. Este ingresó portando un enorme helecho, casi obligado regalo para la turca que esa tarde había cambiado de estatus, era propietaria..
Luego de aconsejarle de que la planta era de interior pero que precisaba buena luz, que también bastante agua diaria, que convenía incluso remojarle las hojas día por medio con un rociador, para que tuvieran humedad, en fin, que no era tan sencillo de cuidar pero que le iba a dar gusto hacerlo, le entregó maceta y planta. Así pasaron al patio.
Allí dejaron el helecho en una rincón con sombra, bajo la higuera, y se abrazaron emocionados, el gordo sonría, se rascaba la cabeza y se sirvió más champan, todo en ese orden pero casi al mismo tiempo, así de acelerado estaba Cuellar. Cuando la Carmencita sin dejar de abrazar al Alejo le hizo señas para que viniera el gordo empezó a transpirar, tragó saliva, champan, y bueno, se aferró a la botella como a un ancla y se sumó como pudo, en un nudo en donde la suma de tales volúmenes hubiera dado para más que una hipótesis en cualquier teorema griego. Y claro, al Alejo lo hicieron tomar de la botella.
- Ay Carmencita, la mansa fiesta de inauguración que vamos a hacer en este patio - . Anunció Alejo, planificando ya coreografías y escenografías diversas para un espacio que por cierto convocaba a eso, a celebrar, a hacer ruido molestando a los vecinos, con música, gritos y cantos de borrachos, con fogata y asados, con fuegos de artificio, para dejar en el recuerdo que iban a ser felices y semejantes unas cuantas veces en los próximos cien años. El patio de fiestas de la turca.
- Con disfraces, no ?, una buena fiesta de disfraces -. Propició Cuellar, quien no dejaba de impactar para tales ocasiones con una variedad de modelos inspirados casi siempre en la antigüedad greco romana.
La turca que andaba casi siempre rebotando con esa difícil mezcla de emociones y erotismo que se le salía por la chaucha, creyó intuir algo más en la casi estudiantil proposición de Cuellar y le fue echando leña al fuego. - Vamos, Cuellar, no me digas que quieres que abramos el patio con una orgía, eh, cochino ? -.
El gordo se quedó medio cortado y sin atreverse a ninguna clase de defensa, sonrió medio como sin saber cara de qué poner, convencido como estaba que las intenciones que guardaba para la Carmencita no se le notaban ni ahí, bajo unos cuántos centímetros de entrenada epidermis, pero igual no le estaba causando gracia el encuadre que la turquita le hacía delante del Alejo.
- No sea tonta Carmencita, si Cuellar está hablando de disfraces, cachai, disfraces, la orgía la tenís vos plantada en el medio de ese podrido cerebro, querida -. Terció el Alejo que había captado perfectamente la ingenuidad de la idea del gordo, conocía demasiado la jodida que estaba emocionalmente su amiga y hermana de leche ahora, y no le gustaba para nada que la Carmencita anduviera por otra parte seduciendo y congelando al bueno de Cuellar como si fuera una mascota. - Fiesta de amigos con disfraces para jugar a que son otra cosa, turquita, se trata de eso -. Sentenció definitivo y didáctico Alejo.
- Ya pues criatura, no me retes, no ves que estoy medio llorona. Perdón, perdón Ramoncito, sepa disculpar a esta pobre turca tan “confusiva” -. Terminó la Carmencita, no sin antes inventar un vocablo que sin duda en su momento evaluará la real academia, síntesis más que interesante de efusividad, confusión y emotividad, tres ingredientes que al menos en el carácter y en el estado mental de la Carmencita se encuentran en cantidades considerables.
El gordo aprovechó las disculpas de la turquita para abrazarla con una ternura medio cachonda, y le depositó un sonoro chupete en la frente, a ver si se le ordenaba un poco el tránsito de las neuronas. Para no ponerse demasiado patético le puso una pizca más de pimienta al inminente evento.
- Fiesta de disfraces de amigos y allegados, Carmencita, fiesta blanca. Después, con la luna, a los que le viene la gana, del color que gusten, a seguir la “farranda” -. Adobó el gordo, quien no quería quedarse afuera en lo que parecía iba a convertirse en una convención filológica, en donde los neologismos iban alentando una tarde que se estaba cayendo. Farra y parranda eran los vocablos que dejaban al gordo más que bien presentado para los académicos de la lengua.
Allí fue cuando los tres advirtieron que el sol en el poniente había caído y que el mágico espectáculo de Valparaíso encendiendo miles de lamparitas comenzaba como en una visión de disney. También que a la casa de la Carmen aún no le habían habilitado la conexión de luz y que se estaban quedando sencillamente a oscuras.
Primero fue la turquita y luego se le sumaron el gordo y el flaco para contemplar desde la veranda el festival de la noche del mundo. Llenándose de luces arriba y abajo, en ese gobelino que no cesa de asombrarnos. Empezaba a subir de la marina un viento suave, con toques de yodo y sal que daba gusto. Los barcos con sus luces de posición titilaban en los muelles como acuáticas tortas de cumpleaños.
La Carmencita había quedado al medio de sus amigos. Estaba feliz como no recordaba haberlo estado en su vida. No pudo con su genio y su alma y tiró al espacio una de esas cañitas voladoras que se nos escapan de vez en cuando en la vida.
- Primero los disfraces, la “farranda”, lo que ustedes quieran. Y la próxima fiesta importante que se va a hacer en este patio va a ser el matrimonio. Palabra de turca -.
El gordo y Alejo la miraron de perfil, del izquierdo y el derecho, se asomaron a la veranda y se miraron entre ellos, luego a la noche. Ninguno abrió la boca.

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