jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 11. El Rey de la Noche

Esa noche el ambiente del cabaré era distinto, el Vilches había llegado de la casa con las novedades del parte que con cuidado le había trasmitido Tere, más que nada participándolo de lo que ella entendía como una noticia, quizás la noticia del año, para lo que entendía podía ser un cambio en el ánimo, al menos, del querible Alberto, como la era la aparición de una mujer que según las palabras del argentino era joven, hermosa y paseante, condición que el esposa le había señalado como harto peligrosa, no fuera cosa que el cómico se enamorara como un delirante que sin duda era y dejará al varieté sin comicidad, con un serio problema interno.
Se sumaba la conmoción que la turquita había generado declarando su firme decisión de casarse, no se sabía muy bien con quién ni cuándo, pero que trasmitida por dos canales, en estero, por Cuellar y Alejo, con estilos diversos para el relato, sin duda, pero igualmente emocionantes ambos, versión que le había llegado primero al Vilches por el lado del chef, y luego a la Tere por el de Alejandro, quien también le había hecho llegar el rumor a Alberto.
Así fue pues que en menos de una hora, en el restaurante y cabaré, los nombrados, más el personal que atendía las mesas, el portero, el encargado de seguridad, el tramoyista, y el iluminador y también responsable del sonido, sabían que en breve la turca y Alberto se casaban y se ponían de novio, respectivamente.
Un chiste medio desubicado que no se sabía muy bien de dónde había partido aseguraba que Alejo estaba esperando mellizos. La noche del “Old Tango” era distinta, y recién estaba empezando. Lo cierto era que un poco por saturación y otro tanto por exceso de noticias, la última aparición de Rosamel, el ángel, esta vez había pasado a un segundo o tercer plano.
Alberto estaba en su camerino, terminaba de vestirse y arreglaba el moño que siempre le costaba dejar más o menos en armonía con las puntas del cuello de la camisa de smoking. Lo hacía sentado frente al espejo, bien iluminado por las bombillas que circundaban al vidrio que lo reflejaba. Junto al espejo, un mediano cuadro bien enmarcado, lucía una foto del inolvidable cómico argentino, Alberto Olmedo, también con smoking, sombrero hongo y gruesos mostachos, en el inolvidable personaje de “Rucucu”. Junto a él, también enmarcada, una foto más pequeña de su hijo, de Tomás, en brazos de la madre, de recién nacido. Era un plano bastante cerrado, con un bebé gordito y moreno, en brazos de una mamá feliz y linda, demasiado joven. La foto estaba algo descolorida.
La puerta del camerino se abrió sin ser golpeada, dejando pasar al Vilches que entró y volvió a cerrarla. El jefe y medio padrino del Alberto lo saludó apenas con un movimiento de cabeza y se quedó mirándolo. Siempre le gustaba contemplar la varonil estampa del argentino, más alto y formado que el común de los chilenos, y sin embargo con una naturalidad y sencillez para portar tal pinta que lo hacía doblemente atractivo, incluso para él, un viejo putañero. Sin duda que de habérselo propuesto el Albertito hubiera llegado a otros lugares, bastante mejor remunerados y con una trascendencia que nunca encontraría allí.
Alberto le respondió el saludo también con la cabeza y continuó con la pelea con el moño del smoking que ya empezaba a ponerlo molesto. El viejo intercedió paternalmente y lo hizo girar en el banquillo, frente a él que maniobró parado, con ambas manos a la vez, para dejarle el moño en perfecta línea con las puntas de la camisa, tirando desde arriba las dos puntas, como si fueran los bigotes de dalí, con un ligero y fuerte toque. Lo miró contento y un poco más serio que de costumbre, o sea que lo miró como para adentro, para verlo, a los ojos. Alberto levantó las cejas inquisitivo, ante una mirada que el Vilches no acostumbraba a dirigirle con frecuencia.
Quiubo, viejo -. Fue lo primero que aventuró a exclamar el argentino, modismo chilensi latino que puede ser traducido por qué onda, o what hapen, o qué pasa o qué sapa, indistintamente, mapuche básico de “Que hubo”. - No te vai a enamorar de mí ahora, viejo putarraco, justo esta nochecita que parece que todo el mundo anda con ganas de casarse y tener hijos -. Remató el Alberto con esa intuición y gracia que lo confirmaban en el diagnóstico de sicótico no medicado.
La carcajada del Vilches volvió a poner las cosas, las emociones, esas cosas, en orden. Al tiempo que sacaba un pequeño sobre del bolsillo interno de la chaqueta y se lo entregaba mundano y discreto. Alberto lo recibió con cierta sorpresa y lo dejó sobre la mesa del maquillaje, sin abrirlo. Siguió con la talla.
- Andai inspirado viejo, escribiendo poemas para los empleados -. Insistió Alberto con la línea de los romances cruzados que eran la onda del momento.
- No huevonazo, el sobre te lo ha dejado una española que me dejó sin aliento hace unos minutos -. Precisó el Vilches, con cierta excitación mezclada con el orgullo de ser él el portador de la misiva, tal vez de la primicia. Se quedó esperando la reacción del preferido, el cual no hacía ni movimiento alguno, o sea que no abría el sobre, ni tampoco decía nada. Fueron unos segundos apenas, pero los suficientes como para que pareciera que el plano había sido congelado.
- Y qué dice ? -. Fue la primer huevada que pudo balbucear el Alberto, con tanto candor y temor, que el Vilches no sabía si le daban ganas de darle un beso o una cachetazo, para que reaccionara.
- Puta, huevón tonto, qué sé yo qué dice, qué te crees, que ando espiando la correspondencia ajena, ábrelo, hijo, ábrelo de una vez para ver qué dice -. Le ordenó el viejo, participando ya de una situación hogareña.
Alberto tomó el sobre obediente, lo abrió y sacó un papel amarillo, escrito con un marcador verde, finito. Leyó y guardó el papelito como una ardilla, dentro de un cajón del mueble del maquillaje. Vilches ahora no sabía si correspondía que se quedara para sacarse una curiosidad algo morbosa, o si debía irse, dejando al Alberto tranquilo, en el mundo de las decisiones más o menos importantes de un hombre. Optó por esto último, discreto, elegante. Antes de cerrar la puerta del camerino, le inquirió atinado, masculino.
- Andas necesitando unas lucas -. Al tiempo que metía la mano en el bolsillo del pantalón y sacaba un grueso fajo de billetes azules.
Alberto levantó la cabeza y le sonrió con toda la cara, al tiempo que le negaba la necesidad financiera.
- Está todo bien viejo. Hay como para invitarla a desayunar en la isla de Pascua-. Confirmó el argentino, dándole al viejo un tubo de oxígeno para que se le respirara entero y él solo esa noche.
Vilches le sonrió discreto y cerró la puerta despacio, íntima, secretamente feliz por el encuentro amoroso que descontaba que el Alberto iba a tener esa madrugada con una mujer de esas que no se ven todos los días.
Alberto se relajó en la butaca, tomó las goluá, encendió uno con ansias, sacó la botella del Daniels de un cajón y se sirvió una generosa medida, luego volvió a sacar el sobre del cajón y a leer el papelito. Se llenó la boca de whisky mientras leía y releía la nota. “Esta mañana encontré en mi habitación unas crías de pingüinos abandonados, yo puedo quedarme sólo con uno, tienes lugar en tu casa para el otro... Luz”. Abajo estaba la dirección del hostal donde alojaba y el teléfono. Sonrió, mientas mezclaba el placer del trago con el sabor del tabaco francés en la boca, le dio un beso al papelito y lo guardó en el bolsillo de la chaqueta que colgaba del perchero. Se puso el saco del smoking y salió con el vaso en una mano y el tabaco en la otra para hacer reír a la gente. En el escenario, Alejo y la Carmen bailaban como nunca.

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