jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 12. Rosamel

A la salida del cabaré, Alberto comenzó a caminar para doblar hacia el sur por Condell, regresando a pie para el cerro que guardaba su casa. Era la rutina que se había impuesto hacia años, al salir del trabajo, caminata que lo despejaba del stress del show, así como del humo y el alcohol que lo abotagaban un poco. Esta costumbre se vio reforzada con la primera aparición de Rosamel, cinco años antes, lo cual le potenciaba el retorno al hogar con la impronta de nuevos encuentros y una comunicación coloquial que entendía él, quizás lograra enderezar el destino de su días hacia un posible estado de gracia.
Había caminado despacio, relajándose, respirando hondo el fresco aire marino que llegaba del puerto, cuando el grito de su nombre le hizo dar vuelta, a paso vivo, Alejandro se le puso a la par, al tiempo que le comentaba que esa noche el también iba para el lado del cerro Cordillera, sin precisarle porqué motivo esa noche no dormiría en su casa, cosa que por cierto ni a Alberto le incumbía ni Alejandro estaba obligado, dentro del pudor que la índole de su sexualidad le forzaba a sostener, lejano de la publicidad de actividades eróticas propia del macho. Se fueron así caminando juntos, despacio, callados, remontando calle Esmeralda.
Alberto iba con la cabeza demasiado ocupada con la agradable sensación que todavía le provocaba la nota de Luz, con la triste historia de los pingüinos huérfanos, y el más que probable encuentro que en la tarde de ese misma día se concretaría. Es más, estaba tentado a llamarla por teléfono al llegar a la casa, o una hora más tarde, para no provocar demasiado revuelo en el hostal, despertando a medio mundo a las seis de la mañana. Incluso y muy secretamente especulaba con encontrar a la gallega en la ya histórica esquina donde Luz había espantado a Rosamel, dos noches atrás.
La cabeza de Alejandro era un video clip de presupuesto mas bien bajo, en donde gracias a un logrado montaje, alternaban imágenes de la turca y él trepándose desnudos a una voluta azul de canabis, para descender luego a la consumación de una fraternidad de semen, rito casi proteico, para ir por corte luego a la visión de un ángel vestido de sí mismo, con enormes alas de gasa, trepando tejados que estaban sobre su cabeza ahora, ahí mismo, pegando saltos, evitando cables, ropa tendida en cordeles, antiguas antenas televisivas, siempre corriendo, lastimándose la planta de los pies con inevitables vidrios, sangrando mudo, sin un grito, confiando en sus piernas y en sus alas de tela para llegar a tiempo a interceptar a este hombre hermoso que caminaba a su lado y que él, Alejo, secretamente amaba hacía tiempo.
Esa era la parte importante, casi el eje narrativo del clip, ya que ahora en un sepiado, gastadito, con virajes a blanco y negro, flash back al fin, con una cámara bien alta, cenital casi, teníamos imágenes de la turca en la cama de Alberto, dejando el alma en unos alaridos que llegaban sin audio, pegando contra el cabezal de la cama, con el lomo arqueado como un corvo, sosteniendo la potencia del argentino con idéntica respuesta, con el contraplano del ángel contemplando la escena desde una claraboya en el techo de la habitación de Alberto, el ángel entrando en un estado como de éxtasis, con irrefrenables deseos de masturbarse.
El ángel estático, sin sexo, no encontrando por dónde pasarse la mano, con un estertor que le recorría las alas al tiempo que la turca por quinta vez consecutiva se corría y le pedía a Alberto a los gritos que no fuera tan hijo de puta, que la estaba matando, que acabaran juntos, cosa a la que él se negaba no por asesino ni egoísta, sino porque tenía las emociones como los restos de la expedición de Larsen al polo sur, debajo del hielo hacía como cien años, y el bloqueo lo había sumido en la inconsciente certeza de que si entraba en el alud del orgasmo se desintegraría estallando en mil pedazos.
El final era tragicómico, con la turca bañada en sudor, agotada, tan llena de placer como frustrada, que se sacaba casi de un golpe a Alberto del encima y el ángel que se daba cuenta que la punta de un ala se le había quedado atascada entre la claraboya y el techo, tironeándola despacio al principio y luego medio desesperado, perdiendo en la fricción algunas plumas, que para su terror iban cayendo en cámara lenta sobre la empapada pareja. Ahí la secuencia fundía, a negro, a blanco, o circularmente, incluso, a lo chaplin, con la plumita en cuadro, congelada para alegría del ángel y regocijo de la circunstancial platea.
Caminando y divagando habían llegado hasta la plaza Sotomayor, Alberto, algo cansado, se sentó en la punta de un banco, al tiempo que sacaba tabaco y recuperaba el aliento y lo lanzaba lleno de humo. Invitó con un gesto a Alejandro para que se sentara, a compartir madera, silencio, fresca y goluás. Alejo se animó, con la advertencia que no iba a tragar el humo.
Por cierto que en casi ocho años de trabajo juntos no era esa la primer noche que compartían una caminata nocturna, nunca habían hablado demasiado durante tales travesías, un poco por temor, cada uno tenía sus secretas razones para temer del otro, y otro tanto porque esos silencios eran como una suerte de pacto que no valía la pena andar violando, con verdades o revelaciones inconducentes. Era como un pacto de caballeros que el destino forzaba a respetarse, más allá de las convenciones para Alberto, y los profundos e imposibles deseos de Alejo.
Alberto rompió con el mutismo, enterado como había sido por los corrillos del cabaré de esa noche, sobre las novedades de la nueva casa de la turca.
- Así que la turquita se nos va para arriba -. Dejó caer con la convicción de que por ese lado la plática podía llegar a transitar por carriles más o menos confiables.
Alejo recibió la señal con una serenidad casi masculina, largó el humo por las narinas, sacudió la cabeza afirmativo, y lo dejó así, no le devolvió nada. Alberto no iba a esforzarse demasiado si el otro no tenía ganas de ponerle color a la calidad inmobiliaria de la nueva dirección de la Carmen. Lanzó el pucho diestro, con el pulgar y el índice, a varios metros, y se quedó a esperarlo. Sabía que por más que Alejo se esmerara, en unos segundos iba a estar contándole con lujo de detalles que la casa iba a quedar hecha una alhaja con un papel bien bonito que él mismo le iba a elegir y colocar en tal o cual habitación, haciendo juego con las cortinas por él mismo sufiladas a mano.
Un par de veces miró para la esquina, buscando entre las sombras la de ella, como un habitante de sus ansias, pero ni la irrupción de la española, ni el relato de Alejo ni noticias del ángel, mucho menos, alteraban un estadio de tranquilidad casi perfecta que invadía ya la madrugada. Volvió a insistir, como si el silencio de Alejo no le cerrara demasiado, acostumbrado como estaba a lo locuacidad del bailarín sobre ese y otros temas.
- Le has conocido la casa, puede ser que quede en calle Carmen ?-. Teorizó casi en un extraño afán de sacarle palabra al muy maricon del Alejo que estaba jugando al discreto ahora.
- Ya la vas a conocer hombre, tranquilo, supongo que nos darás una mano con la mudanza. Y si no puedes porque andas ocupado, supongo que vendrás a la inauguración que va a ser una fiesta de disfraces -. Concluyó Alejo, sin haberlo siquiera mirado, conteniendo como podía la revolución emotiva que lo tenía fumando doblado sobre el estómago.
Alberto intentó no darse por aludido con eso de que quizás no los ayudaría con la mudanza porque iba a “andar ocupado”, porque sabía que entrar en los dimes y diretes del Alejo era un jueguito demasiado cansador, sobre todo para andar ensayándolo a las seis de la mañana. Así y todo no le había gustado ni una mierda la alusión a una supuesta falta de solidaridad de su parte, siendo como era un tipo que ponía el hombro siempre, a todo hora, a veces, incondicionalmente.
Era más que una mariconada andarle insinuando ni siquiera una conducta de esa índole. Por favor, no, si la historia, por cierto que aún inexistente historia con la gallega iba a empezar con una escena de celos de Alejo en esa plaza y a esa hora, mejor era que generara bien pronto una energía distinta con la mejor onda porque si no iban a terminar a los golpes.
- Que voy a ayudar con la mudanza podes darlo por descontado, pero lo de los disfraces no lo sé, siempre termino empobrecido, ante la falta de ropa, o de ideas, o de maquillaje. Bien boludo me veo disfrazado, medio patético, y pienso en general lo mismo del resto de los disfrazados, tan poco imaginativos, el pirata, el cura, la otra de puta, el gordo de romano, el Vilches de mickey, puta, huevón, cuándo hemos tenido una fiesta de disfraces con brillo, con creatividad, con una producción menos pobre -. Se quejó el Alberto con una consistencia que sacó a Alejo de los humores de la neurosis del amor imposible y los celos baratísimos. Posiblemente había dado en el clavo el argentino.
- Cierto, cierto, pero esa pasa porque no hay equipo, si trabajáramos el vestuario juntos, como hacen los brasileños con las escolas do samba, más que seguro que haríamos fiestas como para empezar en lo de la turca y terminar en la calle, bajando el cerro, hasta nos filmarían -. Agregó sorprendiéndose el Alejo.
- Ya pues loco, eso, esa música me gusta, un capo laboro de equipo, una cooperativa de disfraces, con un fondo común, una plata que hacemos entre todos para juntar esfuerzos, y después ... y bueno, ahí tiene que haber un director artístico que sin duda puede ser usted, yo por lo pronto me comprometo a proponer su candidatura y darte mi voto, y no sé, después me parece que tiene que haber una cosa de ida y vuelta, investigar un poco la sicología de los personajes, debatirlo, nadie tampoco tiene que disfrazarse de lo que no le gusta, no sé, un mínimo consenso - . Aportó Alberto con entusiasmo, movilizándose por una idea que había salido así, medio de la nada.
Alejo, que ya se sentía en posesión del cargo, en director artístico de una comparsa que iba a cambiar el destino de la alegría desabrida, fome, de la melancólica cultura valparadina, se puso picante y azuzó al Alberto, mostrando un poquito la hilacha y sus irreprimilbles ganas.
- Si Albertito, y usted el primero, ya lo tengo, bien de diablo, con una cola bien larga y gruesa, y un tridente para andar pinchándole el culo a los que se va a llevar al infierno -. Definió contento el marica, al que la sonrisa le había vuelto a la cara.
Alberto se levantó estirando con ganas las piernas mientras sacudía negando la cabeza, no había caso con Alejo, no podía con su genio, calificativo que en este caso ni ahí estaba de algún talento ni mucho menos de Aladino. De más está decir que no se disfrazaría de diablo ni en pedo. Cerró la primera cesión de la cofradía de momo con una advertencia.
- Estamos intentando salir un poquito así de la mediocridad individualista. Ya pues Alejo, o sea que la cosa es, sin piratas, sin putas, sin curas, sin ratón mikey, sin romanos, y esta lista incluye, a saber, diablos, magos y brujas. Estamos, socio ?-. Concluyó Alberto con una pasión casi combativa.
- Te faltó uno, Alberto, sin ángeles, se llamen como se llamen -. Decretó Alejo, en ejercicio de un poder que le llegaba en justicia.
El día se estaba elevando, con brumas por el puerto, muy cerca.

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