jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 13. Danza turca

La turca había dormido por primera vez en su propia casa, dueña de todo ese territorio que iba a ser colonizado pieza a pieza. Trabajo que le iba a demandar harta dedicación y permanencia, habida cuenta que más allá del patio y la veranda, la casa tenía un porche en la entrada, que comunicaba a la derecha con un salón con ventanal a la calle y puerta a una galería, terraza con techo en alero que se abría luego al sol, al aire, al patio.
A continuación del salón, en un desnivel de tres escalones, un comedor diario que terminaba en la cocina, cuadrada, amplia, antigua, con suficiente espacio como para poner a un carpintero a restaurar alacenas, estantes, y un mueble que podía hacer tanto de despensa como de guarda vajilla, cristalería y cosas lindas. Tanto el comedor como la cocina también daban al exterior, a la calle.
Bueno es señalar que al porche se llegaba de la vereda por una escalera de madera, crujiente, empinada, de una altura considerable y con un ángulo de ascenso considerablemente cerrado, bien para tener en cuenta en caso que uno se fuera a ir con una inquietante presencia de alcohol en sangre. Ni que hablar si uno arribaba a la casa en ese estado. O sea que los ventanales del sector derecho de la casa, todos daban a calle Carmen desde una altura de unos cinco metros, ya que antigüedad de la construcción favorecía tales alturas.
El lado izquierdo, como vamos a llamarlo, comunicaba al porche con un dormitorio, el principal, con balcón a la calle, en esquina, con vista tanto a la plaza como al mar chileno. Junto a la habitación, un baño de los de antes, espacioso, azulejado hasta el techo, con una tina con patas, como para darse esos baños de inmersión que lo hacen salir a uno hecho un bebé de blando, lleno de sueño. El baño también tenía un ventanal más que generoso que daba a calle San Guillermo, al Pacífico.
Mirarse en la cara en el espejo en ese lugar, con la ventana abierta dejando entrar la luz del mar no era poco para esta turquita que a los veinticinco años estaba haciendo eso ahora, después de haberse dado una ducha refrescante y matutina.
Y ahí estaba la turca, mirándose, hermosa, potente, satisfecha más no plena, serena esta mañana, llena de ganas de iniciar la definitiva mudanza y comenzar a llenar la casa de vida, a como fuera, en el ejercicio del propio derecho a ser feliz y libre, a la chilena, por la razón o la fuerza.
Había salido de la ducha y no se había secado con toalla alguna por el simple hecho que no le tenía, es más, esa noche había decidido irse a dormir a su casa de improviso, se fue directo del cabaré para Carmen 0328, a tirarse en un jergón que había quedado abandonado en el piso del dormitorio principal, lo bastante limpio como para que al acostarse sobre el, tan cansada como contenta, no le hubiere provocado rechazo alguno.
Tantas noches de esos veinticinco años la turquita se había acurrucado en lugares peores; no habido sido mucho más que esto su cama de la infancia y adolescencia, en la población minera en donde se había criado, en su natal Antofagasta. Así estaba, mojada y desnuda, secándose con el aire de la mañana, en su luminoso y blanco baño.
Sí tenía un peine ancho de madera, con el que se desenredaba la renegrida y violenta cabellera, llena de rulos. El pelo, mojado y fuerte, resistía el paso de la peineta tironeada con fuerza por la turca. Estremecidos por los tirones del pelo, los pechos se sacudían juntos, festejando como chicos tanta libertad, tanta luz, todo ese espacio.
Cuando el pelo se fue educando, la turca agotó su imagen ante el espejo y salió para el patio, para terminar el secado de su cuerpo al aire libre. El sol de las doce del día pegaba en el patio como debe hacerlo en enero, con bastante fuerza. Ahí la turquita se sintió a sus anchas, primero salió despacio, dejando que el calor fuera evaporando las gotas que brillaban sobre su piel lisa y morena con toda la morosidad del verano.
Poniéndose el peine un poco como visera, giró primero a derecha y luego a izquierda para ver si estaba al alcance de la censura de las miradas de los vecinos que no conocía ni tenía ganas de conocer por ahora, y mucho menos de esa forma.
Ahí advirtió que su patio gozaba de una privacidad exquisita, ya que por derecha tenía la presencia de una mole de granito, como el hombro de un peñasco, que sostenía el contrafrente de la casa de al lado, la cual se elevaba varios metros por encima de la suya, con una medianera de ladrillos milagrosamente sin ventanas. El lado derecho era un territorio liberado a miradas de censura o de las otras. Y del izquierdo, cruzando la calle, estaban los techos de un colegio público, que si bien era una construcción de dos plantas, no alcanzaba el nivel del patio de su casa gracias a la pendiente que comenzaba a tener la calle Carmen en esa cuadra. La turquita no cabía en su gozo, en esa plenitud que regalaba el poder andar como se le daba la gana por la casa y por el patio.
No entendía cómo recién ahora había reparado en tal ventaja, convencida como estaba de su capacidad de visión, de compra, la cual sin duda había tenido otra dirección al haber visitado la casa siempre con un agente inmobiliario que lo que más le había resaltado era la maravillosa vista de la veranda, como de hecho correspondía.
Ahí estaba la turquita ahora, desnuda, feliz y libre en medio de su patio, bajo el sol de enero. El que no hubiera música alguna no fue óbice para que la Carmen no empezara una silente y solitaria danza de salutación y alegría al mundo y a sí misma, con una fuerza y una armonía que agrandaba al día, al espacio.
Iba la turca girando y girando, con potentes saltos, danza que recordaba una pintura de Matisse, pero con una mujer más bien Gaugin, algo salvaje, agreste, primigenia, inculta.
Coronó la automática coreografía con un triple giro y salto sobre sí misma, como si quisiera salir volando, irse de si y de esa felicidad que no iba a dejarla tan fácil, y cayó con seguridad y gracia sobre ambas piernas, las cuales tanto por el salto como por la emoción la hicieron ir flexionando las rodillas, para quedar en posición de gratitud ante el universo, respirando algo agitada por el esfuerzo y la energía consumida, levantó los brazos al cielo, y bajó la cabeza, esperando una señal celeste que la festejara, un aéreo aplauso que viniera aunque más no fuera de la tripulación de ese 747 que pasaba sobre la costa del pacífico austral, a diez mil metros de altura, plateado y brillante pájaro rumbo a Oceanía.
Así, de rodillas, se fue agachando hasta quedar con la cara contra las calientes y rojas baldosas del patio. En comunión con la posesión amorosa de ese, su pedazo del mundo, beso su tierra, allí donde esperaba crecer en humanidad y ventura, ámbito donde iba a intentar ejercitar su destino con la misma decisión y perseverancia que la habían llevaba a poseerlo. Y sí, solita, sin testigos, en su intimidad más transpirada y desnuda, la turquita Carmen Chab Rojas besó su casa, dejando el dibujo de su boca húmeda sobre un cuadrado de greda colorada, gastada, dura, suya.

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