jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 14. "La Perla del Pacífico"

Alberto había citado a Luz para almorzar en “La perla del Pacífico”, marisquería en donde era muy bien tratado desde hacía años. El matrimonio Vera, los dueños, lo conocían por su trabajo, así como también al Vilches y a la Tere, gente considerada ya como parte del progreso y la movida cultural que pretendía sostener Valparaíso, ajeno a la tan cercana como desatendida proximidad de la capital, Santiago. Ese lugar había elegido del Río para el primer y quizás único almuerzo con la española que en un día más a lo sumo seguiría su travesía hacia el sur, a la región de los lagos.
Había buscado una mesa algo recatada y con buena vista, junto a un ventanal desde el cual se podía espiar algo de costado el mercado y más allá el muelle, las grúas, los barcos amarrados. La mesa era redonda, con esos horribles manteles de plástico que tienen la mayoría de las marisquerías en Chile, a cuadritos, verde blanco, con un florerito por demás kitch, con flores de papel, una desgracia.
No había llegado aún a “La perla”, y probablemente no lo haría nunca, esa onda entre étnica y fashion que los restaurantes de Santiago iban incorporando a medida que los chilenos se iban abriendo el mundo, o al menos cuando viajaban a Buenos Aires y copiaban estéticas.
No señor, “La perla” era típicamente chileno, y ese toque de mal gusto, de amasijo de almanaques con flores de plástico y banderines de clubes de fútbol y fotos que nada que ver con nada, posando junto con símbolos náuticos y patrios, no señor, todo eso junto los identificaba, los distinguía.
Habían quedado en encontrarse a la una y media. El hombre, como corresponde le había hecho media hora antes, para ver que todo estuviera bien, para el caso debería haber llevado con él mantel, vajilla, flores, copas, en fin, todo lindo y nuevo. Pero no, se sentó tranquilo con un diario argentino a hacer tiempo, tomar un aperitivo, fumar, esperarla. Fue así como a la media hora, o sea la del encuentro, se había leído el diario dos veces, casi hasta las cotizaciones de bolsa había leído, se había tomado dos pisco sour, o sea que estaba algo colocado de movida, fumando un cenicero de goluás que ahora le cambiaban, cruzando y descruzando las piernas.
Se había ido de traje el Alberto, un fresco y claro terno de lino crudo, muy mediterráneo, calzaba unas sandalias de cuero marrón oscuro, elegantes, de verano. La camisa era celeste y también de lino, finita. Bien afeitado y perfumado, con el pelo tirado para atrás, con un poco de gel, el bueno de Alberto estaba como para foto de revista italiana, la verdad que daba gusto verlo.
A los cinco minutos de pasada la hora empezó mentalmente con el ejercicio de una de esas crueles, típicas y lamentables gimnasias mentales, consistentes en considerar que el otro podía haberse arrepentido y no vendría. Se puso a mirar la carta de reojo para ver qué se pediría para el caso, en no más de diez minutos.
Incluso llegó a mortificarse imaginando que al hostal donde Luz alojaba había llegado esa mañana un francés más libre, desentendido y superado que ella, barbado y sucio, casualmente en viaje hacia el sur en un par de días, y que por supuesto no hablaba ni jota de español, lo que le permitía a la fotógrafa catalana lucirse dominando la lengua de Rimbaud como una madame. Puta con la gallega reputa.
Francamente malhumorado se levanto para ir al baño, al darse vuelta con cierta violencia, se encontró, mejor dicho le llegó primero hasta el inicio de su sistema respiratorio, o sea la nariz, un aroma a jazmín, con magnolia, melón, limón y maderas preciosas, que lo dejó ahí quieto, de una pieza, después llegaba ella, la Luz, y qué le vamos a hacer, haciendo justicia a su nombre, insoportablemente luminosa.
Le dio un suave beso en la mejilla, que lo dejó vibrando, tanto por la caricia como por el perfume, luego le alcanzó una bolsa pequeña, con un regalo. Y el hola, y si hacía mucho que esperaba, y si estaba por irse, ah, que iba al baño, bueno, que fuera, que ella se sentaba, y él que no, que faltaba más, y le acomodaba la silla, y qué linda que estaba, y tú, vamos, pareces actor, hombre, qué estás guapísimo con ese tenida, mejor que con el smoking, y él, que ya se meaba, tanto por los pisco sour que le habían provocado una tendencia diurética que debía ser urgentemente atendida como por la emoción que le provocaba esta gallega tan hermosa y radiante y agraciada, y claro, ya estaban sentados.
Entonces llamó a la garzona y pidió el vino, bien helado por favor, tráigalo en una frapera, que por favor no fuera un balde de plástico, pensaba contrariado, sí, sí, con dos lindas copas, de las altas. Y se sonrieron, como buscando el ritmo de una respiración común, más acompasada y relajadita. Y me disculpas un segundo, y se fue para el baño a un paso enérgico, mesurado, intentando no perder la calma ni mearse encima.
Luz se quedó mirando por el ventanal, a los barcos. La garzona llegó con el vino y la frapera, que milagrosamente era de metal, hasta de plata parecía, abrió el vino, una cosecha de dos años de un pinot gris “Caballo loco”, casi lo mejorcito de “La Perla”, fue por las copas, que se había olvidado, para servirlo.
La española tenía puesto, no sé si puesto, pero sobre ella flotaba un vestido de hilo, más que liviano, aéreo, sin mangas, sin talle ni cintura ni pollera, con pequeñas flores amarillas flotando sobre un tejido de hilo invisible y celeste, que tomaban las formas de un cuerpo que no vamos a describir de nuevo, sobre todo ahora que Alberto regresa, aliviado, sereno, dominando el espacio y se sienta a tiempo para degustar ese vino que es más que una elección, casi una declaración de amor o al menos una declaración de guerra que promete ser tan veloz y precisa como una de esas “tormentas del desierto”. Y entonces el uno a cero.
- No te has fijado en el regalo, hombre, qué pasa, la falta de costumbre ?-. Inquiere un poquita pesada la española que por otra parte sabe que Alberto no le ha traído nada.
Del Río se pone de un color como tirando a bordó, al tiempo que se disculpa y rompe el envoltorio de un tiernísimo pingüinito de peluche, que lo deja así, helado, acariciando una piel de juguete que ha sido diseñada para eso, para que uno se haga caricias en los dedos. Ahí repara que él no le ha comprado nada y reacciona como debe hacerlo un hombre que se precie en esos casos.
Sale corriendo para la calle, como para tomarse un taxi e irse, pero no, corre como media cuadra hasta el puesto de flores de don Mendo, y se vuelve con dos docenas de rosas rojas, flores que sin duda Luz no va a poder poner en ninguna parte, pero que bueno, son una hermosura, frescas, de Colombia, de las de tallo largo, que en “La Perla” deben acondicionar con agua fresca en dos fraperas, sobre la barra, dando la sensación que el local está de fiesta, que lo inauguran de nuevo. Y esto que se va poniendo bien bueno, uno a uno.
El salmón rosado del pacífico según los entendidos no es el mejor del mundo, está como en un tercer puesto entre los premiun, con los japoneses en el primero, Pero bueno, el que Luz y Alberto compartieron con una salsa agridulce de crema, lima y finas hierbas, con agregados de papas natural y unos choclos que no tenían que ver con nada, fue un banquete que se merecían.
Con la segunda botella de “Caballo loco”, ya se reían bastante fuerte y empezaban a tocarse primero las manos y luego los brazos, los hombros. Luz fue la primera en tocarle la cara, tomándole la pera para hacer que la mirara de frente, a los ojos, para que atendiera que iba a decir algo bastante importante.
Alberto no iba a hacerse repetir el gesto dos veces, se puso atento, manejando diestro el arte de controlar los vapores de alcohol que subían del hígado para el cerebro, a eso de las tres y media de la tarde, cuando los únicos comensales de “La perla” eran ellos y la temperatura ambiente había pasado los treinta grados. Luz no pudo con su ímpetu imperialista, jugó fuerte.
- Conoces el río Traihuenco, al sur del Paine, en los fiordos, el río más hermoso del mundo según dicen, una caída de agua directa sobre el mar, desde cuatrocientos metros de altura -. Preguntó la española con una curiosidad que contenía como una mamiuska de madera, adentro idénticas intensidades de aventura, sueños, libertad, pasión, locura, ganas de irse bien lejos, como al fin del mundo, en compañía de este argentino que le estaba gustando mucho y al que quizás no volviera a ver más nunca.
A decir verdad lo más al sur que había estado Alberto era en la industrial y universitaria Concepción, en una gira que habían hecho con el Vilches, la Carmen y Alejandro un verano, como compañía itinerante, gira que no había sido muy buena, por cierto. No, no lo conocía, y es más, no recordaba haber leído nada sobre el río, o que alguien le hubiera contado que se había lavado los dientes o el pelo con su agua. Fue sincero, carecía de la más mínima información sobre la existencia de tal curso de agua y de su desembocadura.
- Traihuenco, no, es la primera vez que me lo nombran -. Respondió esperando no quedar como un tarado que no sabía nada sobre del río más hermoso del mundo y ni siquiera parecía haber tenido nunca un mapa en la mano.
Luz se puso un poco seria y le pidió más vino con lo copa vacía medio en el aire, algo borrachita. Bebió con sed y al punto que apoyaba la copa sobre el horrible mantel de platico verde blanco declaró su propuesta.
- Está bien, hombre, pero el río existe y yo tengo ganas de conocerlo, quiero hacerlo en una excursión que se hace en kayac, medio de turismo aventura, una travesía que dura unos diez días, pero no quiero hacerlo sola. No, no es que no quiero hacerlo sola, quiero que tú me acompañes, quiero que lo conozcamos juntos. Tú puedes dejar el show por una semana, no tomas vacaciones ? -. Concluyó la española con una precisión propia de uno de esos cirujanos famosos, que lo parten a uno al medio con un movimiento rápido, certero, adentro.
Alberto se bebió el fresco pinot que le quedaba en la copa y encendió un goluá como para hacer tiempo. Claro que la idea le encantaba, no quería confesarse así, a las apuradas, pero hacía años que no sabía lo que eran vacaciones, no porque el Vilches se las negara sino que simplemente porque el rumbo que había tomado su vida era así, sin tiempos para él, para el descanso, la pereza, el ocio, o los excesos del jolgorio. El show había pasado a ser su rutina laboral tanto como su vida entera, un refugio en donde enmascarar la soledad enorme que le iba ganando el alma. Las visiones del ángel eran el plus casi metafísico por el que trascendía a una sucesión de días y noches invariablemente iguales. Exhaló el aire azul y gris y asintió con la cabeza.
- Claro, claro que vamos a conocer ese río. Pero primero vas a conocer mi humilde morada, acá nomás, al fin de un maravilloso y corto viaje en el ascensor San Agustín, que nos está esperando ahora, lleno de banderas rojas -. Declamó el argentino, con un furioso y delirante arranque de sentido común, comunismo y lujuria. Y pidió la cuenta.


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