jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 15. Cuellar

El gordo le hacía a la blanca sustancia desde los veinte años, era uno de esos raros personajes que son definidos como consumidores metódicos, no precisamente sociales, sino más bien solitarios, o en torno a un plato con gente no necesariamente amiga, ya que en eso la tenía más que clara, con los asuntos de la coca los amigos no existían. Así era la relación de Cuellar con la merca, todas las mañanas se tomaba una rayita que lo instalaba con supuesta entereza y lucidez en un mundo que le resultaba tan hostil y difícil como al resto de los humanos, jalaran o no.
Un poco por costumbre y otro tanto motivos que no vienen al caso explicarlos, el gordo, mal que bien, así vivía y moría, consciente como era del riesgo cardíaco que tal práctica le acarreaba, habida cuenta que pesaba casi cien kilos y estaba a un año de los cincuenta. Obviamente él no se consideraba un adicto ni mucho menos.
El tomaba. Así como tanto señor que se bebe diariamente un cuarto litro del mejor whisky no se considera un alcohólico. Lo demás era el territorio del dominio público, que incluía las estadísticas de organizaciones de salud mundiales, las crónicas policiales, los ensayos científicos y las políticas de estado del poder central, la dea norteamericana para el caso, y las delegaciones coloniales, los esbirros de la policía de investigaciones chilena y el grupo especial G 7.
En mayor o menor grado se cagaba en todos ellos, aunque a estos últimos, los del número, no dejaba de tenerles un recatado temor, cierto respeto, con el agregado del momento, en donde el gordo para poder solventar el préstamo de las quince lucas yanquis, para que la turquita pudiera comprarse la casa, había tenido que hacer un pase medio raro con un considerable paquete que tenía ahora delante de su nariz, con tres kilitos de cocaína bien pesados que debía dejar en buenas manos, en buenas manos de unos señores que no vivían precisamente en ese país finito, Chile, sino que en un estado independiente de la lejana y viejísima Europa.
Ahí estaba el bueno de Cuellar, mirando ese pan cuadrado, envuelto en papel de aluminio, sólido, duro como tres ladrillos, con la mejor coca peruana dentro, del Cuzco, el lugar sagrado del Inca, en donde por poco más de mil dólares era casi sencilla de obtener, y que así como estaba, puro casi en un noventa por ciento, podía ser comercializada en las capitales de la Europa latina al menos, en valores que se multiplicaban por cincuenta. Fraccionada, al menudeo, y sí, ahí era una pequeña fortuna.
El gordo miraba el paquete, lo tocaba, lo levantaba y sopesaba con una mezcla de gusto, codicia y temor. Luego volvía a dejarlo sobre la mesa. Era de tarde noche y estaba en la cocina de su casa.
Ramón Cuellar vivía solo, en un departamento antiguo y amplio en la zona del plano, en avenida Los Placeres, frente al campus de la Universidad, en un piso ocho que le permitía ver el mar de todas maneras. Le jodía íntimamente todo el cuento de Valparaíso y sus cuarenta y dos cerros, más allá que entendía el gusto de la Carmencita, sin ir más lejos, y el encanto que podía devolver el vivir como un pájaro, colgando con un nido, en el aire, cosa que dejaba para gente más liviana, como sin duda lo era la turquita.
En sus treinta prolijos años de consumidor de la blanca, el gordo no había entrado nunca en una historia como esta, conocedor como era de sus límites, de una más que confirmada cobardía, muy bien vestida de sentido común y adornada con elegantes toques de comodidad, de pereza. Pero bueno, vaya a saber porqué chucha se había metido ahora en este baile, del cual quería salir lo antes posible, y de ser posible libre, de más está decir vivo, sin el más mínimo rasguño, y con una merecida y suculenta ganancia en un banco.
Los “peruanitos” que le habían dejado el paquete habían confiado en él, comprador semanal y metódico de la sustancia, tanto por el carácter del gordo, que inspiraba seriedad desde un puesto de trabajo que lo hacía acreedor de tal mote, ”así, como el filo de una navaja es el gordo”.
Como el hecho de que la cocina del gordo en el cabaré, con ventana a la calle, en Lira, a cuadra y media de la plaza Camilo Mori, en plena zona roja y “blanca”, para el caso, lo hacía un aliado estratégico que había más de una vez posibilitado el ocultamiento de la mercadería, hasta el paso del peligro, o sea de los tiras de investigaciones que rondaban la zona, actitud que le valía casi una complicidad penal así como también beneficios extras.
Como éste, en donde había percibido un adelanto de quince lucas para traficar, como él mejor quisiera, tres kilogramos hasta el último destino. Una dirección en Madrid con el suplemento de un correo electrónico. Así de fácil.
Es preciso insistir que si había algo que el gordo no tenía, ni desde la teoría ni en la praxis, es simpatía alguna con ideologías que valoraran el vivir peligrosamente. No, era profundamente civilizado y democrático. Y lo único que lo acercaba al mundo delincuencial era el placer por el buen cine policial, el francés y el mejor norteamericano. Rozar apenas la idea de una situación de riesgo le provocaba inmediata lipotimia, sudor en las manos, sensaciones de mierda.
Cómo había asumido Cuellar semejante compromiso es una buena pregunta, que quizás sólo encontrara respuesta en una necesidad de ser útil, demasiado para el caso, a alguien que no tenía una familia que la contuviera, ni amigos con una solidez económica mínima, y que así y todo había trabajado duro y con mucho esfuerzo había juntado la mitad de lo que valía su doméstico sueño, sumando una platita propia y un crédito hipotecario de un pequeño banco.
En medio de una noche de tragos y alusiones eróticas más o menos disimuladas, el gordo había hecho la pata ancha y se había despachado con que él ponía la plata que le faltaba a la turquita. Había sido casi una amanecida que el gordo, la turca y el Alejo habían tenido en la cocina del cabaré, banqueteándose con unos congrios a la manteca que el gordo había salteado en la sartén, con algunas hierbitas y pimienta rosa.
El calor de esa intimidad de trastienda, los sabores, el buen vino, el aperitivo que para el caso inevitablemente había sido un plato de la blanca que para la ocasión, estaba vez había sido rosada, como la pimienta, y la acumulada calentura que tenía con la turquita habían liberado esa región que Cuellar tenía bastante controlada, la lengua, la cual habló y dijo cosas que dejaron mudo al Alejo y a la Carmencita con una emoción que le duraba todavía.
Ni tan secretamente la turquita sabía lo que le provocaba a la mayoría de los hombres, incluía en esta categoría al gordo, y lo que lo representativo de esta corporación de ella pretendía, con variaciones según edades, nacionalidades y distintos grados de experiencia y perversión, todos querían y venían montándosela desde los catorce años, con mayor o menor facilidad, a medida que ella fue aprendiendo a elegir y hacerse valer. Y la verdad que salvo rarísimas excepciones ella se lo pasaba de lo mejor. Más tarde o más temprano sabía que tenía que tener algún gesto de cariño y gratitud con Cuellar, sólo que ella iba a decidir cuándo y cómo. Ese era su precio.
De más está decir que ni la turca ni nadie en el cabaré sabían cuál era el origen de las mágicas quince lucas que el gordo había pelado en tres días. Todos suponían que el cocinero ganaba lo suficiente como para tener esos ahorros y aún más.
Pero no, erraban, ya que ese año había tenido que acudir en ayuda de Vilches, que se había complicado con un tema de cheques, cosa que nadie sabía, y que en ese ordenado país tiene la seriedad suficiente como para terminar uno preso por el tema.
Era así que el gordo era acreedor de unas veinte lucas del dueño del cabaré, por ahora incobrables, y portador de un paquete de aluminio con tres kilos de purísima cocaína de exportación dentro. Y sí, Cuellar estaba en problemas. Y no podía contárselo a nadie. Se rió de su reputísima suerte, mientas peinaba un gramo que se había robado a sí mismo, tentado, previsible.

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