jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 16. Mesa de Luz

El movimiento lento, peludo y cálido de un enorme gato negro junto a su cuerpo pleno y desnudo fue la primera sensación que devolvió a Luz al mundo de los seres despiertos. Ahora que el felino se pusiera con la pequeña y áspera lengua a buscar vaya a saber cuáles sabores preferibles y ocultos en las inmediaciones de la intimidad de su cola le pareció al principio un gracia extra al placer que esa tarde en esa habitación y en esa cama había recibido, para luego darle un poco de asco o pudor femenino, sentimiento que hizo que sacara a Sandokan de una investigación que por ahora iba a quedar suspendida. El gato se fue de un salto, resentido con quien no sabía interpretar la calidad de su mensaje de bienvenida.
El reloj pulsera que estaba sobre la desordenada ropa de Luz, sobre una silla, marcaba las ocho de la noche. Hora de levantarse, ir al baño, mear, y de ser posible, darse una buena y tibia ducha.
Se levantó y fue tanteando la pared, a oscuras, encontró la llave de la luz como suele estar en todas partes del mundo, junto al marco de la puerta y la prendió. Iluminada por ella salió al vacío y pequeño patio, desde donde el gato le miraba con un malhumor que podía durarle el resto de sus probables siete vidas. Buscó a Alberto entre las oscuridades de la cocinita y del pequeño salón escritorio que también daba al patio, pero no lo encontró. La urgencia de su vejiga la sacó de la pesquisa.
Hizo pis con la puerta del baño abierta. Esperando que el argentino apareciera como de la nada. El silencio de la casa era de los buenos. Sólo los grillos, la sirena de un buque, abajo, lejos y una radio de las bien populares, vaya a saber dónde, decían que el mundo seguía andando para esas horas. Y la presencia inquietante de un gran gato con nombre de pirata que ahora partía sin más vueltas para el techo, a hacerse la noche. La jaulita del canario que pendía de la pared, junto a la entrada de la cocina, estaba tapada por una manta para pájaro.
Hizo correr el agua del water y fue para la cocina. Sobre la mesa, debajo del pingüino de peluche, había un papel con una nota y un juego de llaves al lado. Prendió la luz de la cocina y leyó el papel.
“ No quise despertarte. Tuve que salir más temprano por un asunto de mudanza que después te cuento. Un compromiso de esos que es complicado zafar. Si quieres te quedas, si quieres te vas, como te sientas más cómoda. Las llaves son de la casa y son tuyas. En la heladera hay algo de comida y usa la cocina como puedas. Hay té y café instantáneo. En la medida que el pingüino no ataque Sandokan, el gato, o no moleste al canario, está todo bien, puede quedarse a vivir con nosotros. Un beso. Alberto”.
Dejó la nota junto a las llaves, apagó la luz y fue a bañarse. Mientras se duchaba y ordenaba un poco sus emociones e ideas se sintió tal cual como estaba en ese baño, en esa casa, y en ese puerto con cerros llenas de gente. Se sintió sola. Si había una sensación que francamente detestaba, era la de despertarse en una cama ajena, luego de haber estado gozando de los favores del amor y no encontrar al amante, más allá de que este fuera más o menos circunstancial, más o menos querible o deseable.
Le pareció de pésimo gusto lo de la nota y las llaves. Demasiado desapego y libertad de parte de este desconocido que le había caído tan requetebien y que la había hecho volar como a una cítara en la cama, sacándole música de todos los colores en varias ocasiones. Quién se creía que era el muy guarro, con esa moral de terrorista sexual no iba a llegar muy lejos con ella. Es más, hasta le estaban entrando ganas de vestirse, recuperar al pingüino y mandarse a mudar de esa casa y de Valparaíso esa misma noche.
Estas y otras encontradas emociones iban y venían por sus entrañas mientas se secaba con un grueso toallón en la única pieza. La habitación no podía tener muebles más feos ni menos gracia en su decorado. La cama grande, un mesa de noche con una lámpara que parecía sacada de un naufragio, una cómoda, un ropero de dos hojas, una con un espejo, y una silla. La ventana que daba al patio sin cortinas, con una esterilla ahora enrollada para frenar la luz del día. La bombilla del techo así nomás, de puro bombilla colgando de un largo y sucio cable. Justo como para que una amante abandonada se quedara esperándolo al príncipe. Se estaba poniendo el vestido cuando comenzó a sonar el teléfono. Al lado, en el escritorio.
Luz fue a atender sólo para decirle al argentino en qué academia había aprendido a tratar a mujeres como ella, o si había ido a una nocturna, con ganas de mandarlo bien a la mierda. Fue a atender el teléfono para hablar con Alberto. Del otro lado una chilena y femenina voz la sorprendió con desagrado, la puso de muy mala onda, con ganas también de ser maleducada, agresiva.
- No, no se encuentra. Se ha ido a hacer una mudanza. No, no sé a qué hora. No, no me deje ningún recado porque no doy recados -. Colgó hecha una furia. Lo único que le faltaba era estar recibiéndole las llamadas telefónicas a este pelmazo. Se puso las sandalias, guardó al pingüino en su bolso, tomó las llaves, dejó las luces prendidas y se fue de un portazo, cerrando la puerta con dos vueltas. Afuera la fresca de la noche la serenó un poco. Se fue caminando despacio, sola, para el ascensor San Agustín, ahora sin banderas. Ahí recordó que había olvidado las rosas rojas en el restaurante. Pensó que por algo las había dejado.



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