jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 17. Humo turco

Alberto llegó a la casa de la turca medio tarde, la noche anterior se había comprometido con Alejo a pasar por lo de la Carmencita a eso de las cinco de la tarde, estaba llegando casi tres horas y después, a tiempo como para ver partir el camión de la mudanza, vacío, con la misión cumplida.
Subió y pasó, sin golpear ni tocar timbre, ya que como sucede a veces con estas historias, dejar la puerta abierta es parte de un rito que configura la partida de antiguos moradores, malos espíritus, vahos de humedad, o para generar un intensa y fresca corriente de aire nuevo, que recorre todos los rincones de la casa, oliéndolos como un perro.
Entró el Alberto entonces como perico por su casa y salió al ancho patio que ya había sido iluminado por el restablecimiento del flujo de corriente eléctrica, así como el resto de los ambientes. Le llamó la atención lo amplia y bella que era la descubierta terraza, así como el espectáculo magnífico que se descolgaba desde la veranda. También, primero el haber podido entrar así, tan libremente, más allá que las relaciones con la turca siempre habían sido a puertas abiertas, y segundo que ni ella, ni el Alejo, ni Cuellar, o el Vilches y la Carmen, aparecieran.
Miró su reloj pulsera y sacudió la cabeza contrariado, y sí, eran las nueva menos cuarto de la noche, quince para las nueve. Ahí entró a cuestionarse esa moralina que le obligaba a cumplir compromisos a raja y tabla, como el del caso, para dejar sola en su casa a una mujer que le había movido las estalactitas del corazón con un temblor de unos siete u ocho grados, después de haber pasado una tarde de amor memorable juntos, para estar ahora así, encendiendo un cigarrillo en medio de la nada, en esta casa vacía, abierta y con todas las luces encendidas, desplegando en la noche todo su velamen, como para emprender un magnífico y cósmico viaje.
Lo único que ocupaba espacio en el patio, aparte de su presencia envuelta en el humo azul del tabaco negro, era una música que venía de otra parte, no se podía definir bien si de arriba o si de abajo, música de una solitaria guitarra eléctrica que algún diestro ejecutaba con un equipo de sonido, casero, modesto, pero lo suficientemente afinado como para que los agudos de la fender vibraran bien adentro del oído interno del alma. Cada tanto el guitarrista detenía sus manos sobre las cuerdas, para iniciar nuevamente una caricia única, a veces más intensa. Alberto se puso a recorrer la casa, a ver si alguna señal de la turca lo ponía al tanto de qué carajo era lo que estaba pasando, a dónde habían ido, en esta noche que parecía como signada para los desencuentros.
Comenzó la recorrida por el cuarto de la Carmencita, tan instalado y lleno de luces que daba miedo, así vacío, con una enorme cama de bronce, cubierta por un cubrecama de hilo, blanco, una artesanía que no era muy chilensi que digamos, más bien parecía del norte del brasil, o algo parecido. No quiso detenerse en los detalles, que le atarían con una extraña sensación de puesta casi teatral, o más siniestramente, de museo de cera, y pasó sucesivamente al baño, al porche de entrada, al salón, al comedor diario, la cocina, el baño de las visitas, salió de nuevo al patio, y descubrió una escalera de hierro, en espiral, como escondida por unas tupidas enredaderas, junto a la pileta del lavadero.
Subió con la laboriosidad de una oruga, mientras los escalones de metal crujían bajo su peso, meciéndolo al compás toda la estructura. La escalerita caracol desembocaba en una nueva terraza, más pequeña que la de abajo, que venía a ser algo tan sencillo como el techo de la casa, también de roja baldosa, y cercada por un perímetro de hierro forjado, veranda de borrotes adornados con hojas de parra y flores oxidadas. Limitando al patio interior y a las calles Carmen y San Guillermo, respectivamente. Puta, una terracita del recontra carajo, iluminada ahora por una fogata que iba tomando fuerza, atizada por el viento que subía del mar abierto, algo menos que pacífico.
La fogata generaba sombras y reflejos con esa mágica danza que propone el fuego, cuando libera sus reprimidas energías en medio de maderas, telas viejas y sucias, papeles, pedazos de plásticos deformes, hojas secas, lastre, lastre del alma, que el viajante aligera, alimentando fogaratas en rincones de terrazas, en pedazos de la vida que se desprenden como pieles de serpientes, cambiando un poco el corazón, los ojos.
Ahí estaba la turquita, sola, en el secreto ejercicio de sus dominios, de una ceremonia privadísima, demasiado íntima, alimentando ese antiguo fuego con objetos todos mayores de edad, que iba arrojando desde dentro de una caja que la abastecía. No advirtió la llegada de Alberto porque el ruido de la llama quebrando y haciendo explotar las brasas era más fuerte que la trepada por la escalera que había practicado el argentino
Alberto se detuvo ante el resplandor de la fogata, ante el bailoteo medio desenfrenado de las llamas, al tiempo que advertía a la Carmen en cuclillas, junto a su caja, incinerando un tiempo que era ya viejo, definitivamente pasado, y que sólo servía para eso, para quemarse y subir echando chispas. El ruido de la fogata estaba ahora en un primer plano sonoro, con la guitarra eléctrica de fondo, que seguía desangrando el furtivo ejecutante, con una cadencia que inducía a pensar que vaya a saber desde cuál ventana o mirador nocturno estaba contemplando la escena.
Del Río se sintió de más, bien tarde que había llegado a dar una mano con una mudanza que debía de haber terminado hacía varios días. Ahí él ya no tenía que hacer más nada y lo último que se le iba a ocurrir en esa noche era interrumpir al la turquita del sortilegio de una catarsis exclusiva, no fuera que la turca lo tomara a él mismo y lo arrojara a las llamas. Volvió sobre sus pasos, uno a uno, y siguió camino hacia la calle.
Por San Guillermo para el plano, hacia la avenida Los Placeres, advirtió que Cuellar vivía como a unas cuatro cuadras de la turca. También recordó que habían olvidado con Luz las rosas rojas en “La Perla”. Se golpeó la frente con bronca y decidió ir a buscarlas. Se sintió confundido y medio estúpido, bajando a las corridas la calle, en medio de la noche, para ir a rescatar veinticuatro rosas a una marisquería.

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