jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 18. Cabaretango

El bar del cabaré iba tomando el ritmo de la actividad previa a la llegada de los primeros comensales, cosa que ocurría a eso de las nueve de la noche. Los fines de semana, como lo era ese sábado, la gente llegaba algo más tarde. La Tere, diligente, organizaba el servicio con la ayuda de un asistente, el Paco, un muchachito de unos diez y siete años, callado, atento, casi aprendiz de barman. Oficio que por el momento ejercía un cabro de Santiago, el Felipe, poeta bohemio que había suspendido sus estudios de derecho, y que parecía estar de paso por la vida, relajado, indolente, divertido y profundamente decidido a no tomarse nada demasiado en serio.
Felipe llegaba al bar a las nueve y media de la noche y se iba a las cinco o seis de la mañana, cumplía, cobraba semanalmente su paga, y sobre todo, no se inmiscuía ni en las internas ni en la colmena de rencores y afectos, que circulaba por el cabaré, como en todo lugar de trabajo.
Ahí estaban detrás de la iluminada barra ahora, la Tere, ya detrás de la caja, el Felipe ordenando sistemático los ingredientes de sus alquimias, y Paquito, apilando cajas de botellas, latas de gaseosa en la heladera, hielo para picar en dos baldes de plástico, debajo del mostrador de Felipe. El sonidista e iluminador de escena ya había inaugurado la noche, poniendo un fondo musical que llevaba la voz de Carly Simon, a esas horas, las primeras.
Los garzones, que eran tres, del lugar, valparadinos, con pantalón negro, camisa blanca, moño al cuello y delantal amarrado a la cintura, se dedicaban a ordenar las mesas, cambiaban alguna copa algo sucia, ponían los cubiertos bien en línea junto a la vajilla, los floreritos y el candil con combustible óleo en el centro.
Comenzaba a ser intenso, prolijo, concentrado pero alegre, el circular de empleados, dueños y artistas, del cabaré que esperaba colmar sus instalaciones esa noche de un sábado de enero del nuevo milenio. Todos y cada uno en su rol, activos, ejecutando rutinas bien definidas, interactuando, tirando tallitas y comentarios al paso, sobre lo que andaba pasando entre ellos, el chusmerío digamos, las últimas noticias, luego, más menos, lo que pasaba en el puerto, en la lejana y próxima capital, Santiago, en el mundo.
Felipe había enchufado y cargaba la licuadora con zumo de limón de pica, hielo molido, almibar, clara de huevo y pisco, preparando una provisión de pisco sour que servirían como aperitivo, gentileza de la casa, a medida que los comensales fueran arribando.
Lo hacía casi mecánicamente, mirando al frente, tranquilo, casi elegante, con el cuello también ajustado por un moñito que en ese caso no era negro, sino de varios colores. Atento y seductor, le alcanzaba a la Tere una copa con el borde empolvado en azúcar impalpable, adornada con un rodaja de limón de pica y bien llena del chilenísimo trago.
El Vilches corrió la cortina que separaba la zona de los camerinos y su oficina del sector más próximo y público, los baños, para ingresar al sector de las mesas, el escenario y la barra. Elegante el bajito, impecable con su smoking blanco, parecía almirante de una flota en viaje de fin de curso, de un buque escuela, el capitán del crucero del amor, en el peor de los casos. Los zapatos también eran blancos y acharolados, según el cristal con que se los mirara, podían ser el toque de una elegancia como clásica, antigua, exquisita, o una ordinariez de plástico de cafisho centroamericano, los zapatos del Vilches eran un tema aparte, como para generar intensas discusiones e incluso bandos antagónicos.
Ahí venía el petiso, sacando pecho, abriéndose paso entre los garzones y las mesas, ocupando el centro de un poder que desde ese momento ejercería con sentido común, calidez y mucho oficio, hasta la mañana del próximo día, cuando bajaran la cortina, como a las seis de la mañana, hora en que partiría con la Tere para la casa, después de arquear la caja.
Se sentó frente a su esposa, en la barra, al tiempo que recibía con elegancia la copa de pisco sour que le acercaba, atento, el Felipe. Bebió un sorbo e interrogó primero con la mirada a la Tere, que también bebía, y no se veía del todo contenta, y luego de palabra.
- Qué onda mujer, porqué esa cara ?-.
La Tere sacudió suave la cabeza, coqueta, femenina, como intentando no darle importancia al tono del humor que delataba su rostro y sonrió ante la sensibilidad e intuición del hombre con el que vivía hacia años y la conocía de todas las maneras posibles.
El Vilches se bajó el resto del fresco aperitivo como si fuera limonada e insistió con un ademán, cómo que nada ?.
- Puta con los misteriosos. Ahí lo tengo al Alberto, cambiándose, con el camerino lleno de rosas que se trajo según parece para él mismo, más conversador que Benito, el mayordomo del Zorro -. Acotó entre ingenioso y desmemoriado el Vilches, no muy seguro de que el mudo se llamara Benito. - Y aquí mi mujer con cara de que algún pariente la llamó para contarle que hay otro primo con una enfermedad incurable, fulminante, y me dice que nada, que no pasa nada. Puta con la discreción de esta noche -.
La Tere sacó un camel de la cajetilla y seductora al fin le pidió fuego. El Vilches le dio lumbre con un ostentoso encendedor dorado y esperó que su dama hablara. La Tere lo hizo despacio, en voz más baja.
- Nada, Toño, nada tan dramático. Pasa que llamé al Alberto por teléfono, desde la casa de la Carmen, a ver porqué se demoraba para darnos una mano con la mudanza y me atendió esa mujer, la española, y me trató bastante mal, me trató como una ordinaria. Estoy molesta tanto conmigo como con ella, a pesar que no la conozco. No sé, quizás soy medio antigua, ya como que estoy fuera de onda, pero me parece que así no se contesta el teléfono cuando una está de visita, en otro país, invitada en una casa -. Concluyó la Tere, ofendida y como celosa, rara.
El Vilches le pidió un cigarro y miró como por un reflejo, hacia atrás, a las mesas, mientras la Tere se lo alcanzaba. La encendió y exhaló el humo. Con las manos buscó el tono de la confidencia, cuidadoso de interpretar bien el carácter de la ofensa que supuestamente había recibido su mujer al haberse metido en la intimidad de una situación ajena para ambos.
- Y se puede saber qué te dijo, cómo pudo ofenderte -. Y agregó como para desdramatizar, buscando evitar herir la sensibilidad de la esposa, así como también el involucrarse en un incidente que pudiera siquiera rozar la mejor relación que tenía con el Alberto desde siempre. - Espero que no estemos ante el principio de un incidente internacional que nos lleve a la ruptura de las relaciones diplomáticas con España, o cosas aún peores ?-. Concluyó el viejo, tomando inconsciente o conscientemente partido en la incipiente querella.
- No te pongas chistoso porque esa gallega ordinaria me trató como si yo fuera una mina del Alberto que lo andaba buscando -. La empeoró la Tere, proyectando susceptibilidades y sensualidades que al Vilches lo hicieron repingar en el taburete. Continuó. - Ante mi pregunta si podía dejarle un recado para el Alberto me dijo que no, con muy mal tono, porque ella no daba recados-. Te parece poco, el tono y el desplante de semejante desubicada ? -. Concluyó la Tere, como una señora elegante, más que ofendida, agraviada.
El viejo abrió los brazos como pidiendo compresión, sensatez, piedad, todo junto, así como otro trago, que le encargó al Felipe con una inconfundible seña.
- Ya pues, que es bien temprano para empezar con el trago -. Lo reconvino la Tere, con una correctísima censura etílica.
- No, si lo único que falta es que tenga que terminar tomando a escondidas, en mi cabaré, en el fondo de un camerino, con el Alberto, o en la cocina, con Cuellar -. Protestó el viejo, mientras recibía el segundo trago de Felipe, pero no lo tomaba. Volvió con el asunto de la llamada telefónica, tema que no le iba pareciendo menor, pero que quería en breve dejar en calma. Intentó ser prudente y pacificador, mientras recomponía el discurso y sus ideas.
- Hagamos despacio, tranquilos, la reconstrucción de la escena. Tú llamas con la mejor onda a casa del Alberto, para preguntarle porqué está llegando tarde para darnos una mano con la mudanza de la Carmencita, sí, ya sé, lo haces con la mejor onda, mujer, pero sabiendo que el hombre anda medio metejoneado con la española, que más que probable es que en ese momento estuvieran haciendo el amor, no ?, no te parece que era posible que eso podía haber pasado, eh ?.
- Ya, está bien, tú lo haces de corazón, preocupada por una ausencia poco frecuente, conociéndolo como lo conocemos, que sabemos que es super atento y solidario y siempre es el primero en estar a la hora de dar una mano. Pero claro, como es la primera vez en años que el huevón se ha empezado a enrollar con una mujer, nosotros no estamos acostumbrados a imaginarlo junto a una. O sea que tú llamaste segura, pero bien s-e-g-u-r-a que él iba a atenderte y te atiende esta hermosa muchacha. Y entonces qué pasa ? -.
- Pasa que ella es una mal educada, una soberbia que piensa que los chilenitos somos eso, chilenitos, y las chilenas, peor aún, todas putas, y me trata como a eso, como a una chilenita puta. Puta y preferentemente pobre, sin educación, carenciada -. La embarra, la embarra casi en un sentido irrecuperable la Tere, que ahora fuma nerviosa ante la supuesta incomprensión y más que sospechosa parcialidad del Vilches para con la turista extranjera, joven y hermosa con la que se ha estado acostando el argentino. Ahí está el Vilches de cuerpo entero, típicamente putañero y machista.
- Pero mijita, válgame Dios, como se imagina que esa mujer, tan viajada y culta, va a andar pensando semejante huevada, semejante bajeza, que las chilenas son todas putas. Por favor, no, no, ordenemos el discurso, seamos lo más técnicos posibles -. Ruega casi ahora el viejo, ante la evolución de un conflicto que amenaza con crecer, propagarse, írsele de las manos a la mismísima mierda. Traga saliva, se bebe la mitad del pisco de un trago como quien no quiere la cosa y sigue.
- No, mi querida.. Pasa que ella, la española, se ha quedado sola. Sí, este huevón tonto le hizo el amor y luego se arrancó, no ?, no se arrancó ?, estaba o no estaba en la casa, no ?, no estaba ?. Y se imagina usted, amor de mi vida, cómo se sentía esa pobre muchacha en ese momento, me imagino que ya era de noche, en una casa que no conoce, chucha, y vamos a ser algo chusmas pero un poquitin honestos, eh, tú me desmientes o me corriges, sola y en la noche, en una casa que no conoces y que es más bien feíta, feíta tirando para deprimente, eh, sí, claro, ahora te ríes, pero es verdad, si el huevón casi más vive en una cueva, si parece gitano.
- Ya pues, la mujer se ha quedado sola, atiende el teléfono esperando qué, que sea el Alberto para decirle que la pasa a buscar con un taxi, qué sé yo, para llevarla a cenar, o que lo espere, que fue a comprar algo rico, no sé un par de botellas de champaña, para seguir la fiesta, y no, quién es, es usted mi amorcito, con esa voz tan de mujer joven que usted tiene, con esa voz tan sensual, que habla más que con las palabras a veces, y bueno, qué quiere, ahí viene la chispa, la sobrecarga de tensión en la línea, en fin, una reacción poco deseable de la muchacha pero absolutamente humana y digna de comprensión.
- Merecedora de un manto de perdón, de olvido, ya pues, un poco de clemencia tenga mijita con la pobre española que este huevón del Alberto dejó sola, encerrada en una pieza más fea que la chucha. Ya, ya, a ver, brinde conmigo y demos por superado el incidente -. Se aprovecha el Vilches con el supuesto éxito de la pormenorizada reconstrucción casi pericial que ha expuesto a fin de superar el mal humor de su mujer, en esta noche del sábado.
La Tere le pide al Felipe que la convide con otra copita, cosa que el barman satisface presto y un poco sorprendido de cómo han empezado la noche los dueños con el trago.
La pareja brinda con tanta satisfacción que hace que el viejo se la juegue ganador, tierno, seguro de sí mismo, y se levante lo más que puede, con sus zapatitos apoyados en las barras del taburete y le ofrezca un cariñoso piquito que la Tere completa con un poco de pudor pero contenta, algo liberada de un sentimiento que un poco la había confundido, coincidiendo en el análisis con el Vilches, que ellos no están acostumbrados a imaginarse al Alberto de otra forma que no sea solo, cosa que no había pasado por vez primera, después de un montón de años de soledad, esa tarde.
El Paco, esmerado y diestro, pica hielo con un punzón, dentro del balde, mientas mira hacia adelante, imitando la seguridad del Felipe, que fuma sentado en su taburete, relajándose, esperando el gentío que ocupará el cabaré esa noche de sábado, sediento, lleno de ganas de olvidarse por un par de horas al menos, como mejor pueda, de la rutina de una semana laboral que quedó atrás y de la opacidad de sus vidas.

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