jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 19. Revelación

Luz había nacido un tres de noviembre de esa década que vivió intensa, plena, el espectáculo maravilloso que se había iniciado unos cinco años antes, lleno de controversias y esplendores ideológicos, movilizaciones populares, movimientos de liberación, desde el arco iris del flower power a la identidad armada de las panteras negras, en USA, al mayo francés y las excursiones revolucionarias del Che, por África y Suramérica.
Los años de Vietnam y la tentativa del cambio pastoral del Vaticano Segundo. Los Beatles. Al final de esos años llenos de sueños, de deseos de cambiar el mundo había nacido Luz, en los magníficos sesenta, más exactamente en el último de la década, en 1969. Había nacido en una España que dormía una siesta de mil años, ajena a un mundo que inevitablemente había que ir a buscar afuera.
La española era escorpiana, lo era y se reconocía en ese tipo astral que le configuraba un mundo interno bastante sólido, habida cuenta que la estructura molecular de esos feos bicharracos que son los escorpiones, constelación que figura el signo, es pura agua, sensibilidad pura, que debe ser protegida con corazas así de duras.
Apta para resistir las mutaciones del alma y su entorno. Ideal para bucear en profundidades bien densas, bastante oscuras, así como para ascender en trepadas solitarias e imposibles, ahí donde se pone a prueba el temple, las entrañas del caminante, del buscador de límites, del explorador del absoluto.
Esta íntima capacidad de resistencia, de lucha, le permitía entrar y salir entera de experiencias amorosas, o de simples giras eróticas, sacudiendo a veces un poco la cabeza, en otras simplemente la mano, en adioses serenos y sencillos, sin pérdidas ni culpa alguna. Así se podría decir que era bastante libre, que podía permitirse ese ir y venir por su mundo y el otro, el de afuera, descubriendo y gozando todo cuanto valía la pena su estarse quieta, su mirada atenta, su dejarse ir a veces, en un puro fluir de emociones, de inteligente y selectiva sensualidad bien ejercida.
Ese efectivo dominio del espacio de sus afectos y de una piel que llevaba más que bien puesta, con esos espléndidos treinta años, había recibido esa noche señales de alerta. Inconfundibles luces rojas prendiendo y apagándose en el medio de su estómago y en su frente.
El stop era claro a pesar de la intermitencia. El trabajo de Luz era ver ahora qué estaba pasando, qué le estaba pasando con el argentino, y a partir de ahí, cuál era su próximo movimiento, más allá de la salida espontánea y algo precipitada que la había llevado a esconder en el fondo de su bolso un pingüino de peluche que no le pertenecía junto con una llave que tampoco eran de ella.
La idea original y ya como lejana, casi imposible, de irse al sur con Alberto, había quedado en el inicio de una historia medio de película, llena de buenísimas ideas pero con poco equipo humano, menos equipo técnico, y un presupuesto que no existía. Es más, a esa altura de la noche, ni siquiera estaba muy segura de tener ganas de ir a conocer el río ese.
En esas estaba Luz, interrogándose, cuando arribó al hostal de los gringos, el cual estaba ese sábado, a eso de las nueve y media de la noche, con tráfico moderado, bajo la atenta mirada de doña Cata, lista para solucionar cualquier inconveniente que surgiera, tanto en temas de índole más bien sanitario, como que la mayoría de las duchas a una determinada hora quedaban secas, apenas goteando, como casos más complejos y de resolución a veces incierta, como lo era conseguirle a Ronald, un sueco que media dos metros exactos, una cama en la cual no le sobraran quince centímetros de pies.
O cambiar de habitación a una pareja de francesitas que supuestamente tenían algo así como un romance, y no querían que un polaco que ni hola decía, compartiera la habitación con ellas, como mudo y exclusivo espectador de una intimidad que se ponía medio cachonda para esas horas.
En fin, doña Cata cumplía con sus responsabilidades lo mejor que podía y la verdad que lo hacía bien, con tino y ganas, como si ese fuera el lugar del mundo en donde ella tenía que poner un poco de sí, en un plan más vasto de orden y armonía.
Así, cuando llegó la española, le alcanzó un sobre tamaño carta, de considerable ancho y peso, con el logo de una empresa local de correo, dirigido a ella y con el remitente en Santiago, de Ramiro Sanhueza.
Luz subió la escalera de dos pisos casi a los saltos, hasta esa pieza un poco más cara, con baño privado, con vista al mar inclusive, que no compartía con nadie más que con un pingüino. Entró, prendió la luz, tiró el bolso sobre la silla y se echó con ganas sobre la cama, a ver las copias de los últimos rollos que había tirado.
Las copias en blanco y negro estaban bien buenas, el papel ilford que usaba Ramiro era de lo mejor, y el trabajo de revelado daba gusto, artesanal, perfecto. Hecho con esmero y casi con cariño.
Comenzaron a pasar ante sus ojos casi cincuenta copias que registraban su mirada de paso, en esos últimos cinco días en Valparaíso, e incluso doce copias del último rollo, tirado en Santiago, con la hermosa y joven modelo. Una nota le contaba que faltaban copias porque se había acabado el papel.
La española no era de esas que se andan regodeando con sus aciertos, las fotos estaban buenas y punto. Quizás unas pocas de las cincuenta valían la pena, como para que las mandara a algún catálogo, a algún sitio de internet, para su oferta. El resto, o sea la mayoría, iban a ser sólo eso, el registro inmóvil, instantáneo, de un momento que no iba a volver a repetirse, a lo sumo un buen recuerdo.
Se quedó con dos tomas de Alberto, en el cabaré, haciendo su trabajo, lejano, raro, actuando de humorista, haciendo reír a la gente, ganándose la vida, digno, comediante.
Luego le llamaron la atención una serie de tres que había tirado al hilo, en una velocidad alta que no usaba casi nunca, en esa esquina en donde había vuelto a verlo. Eran planos generales, que no recordaba haber obturado incluso, salvo que los nervios y la emoción del momento, que tampoco recordaba, le hubieran jugado una broma, ahora que haciendo un esfuerzo le venía a la memoria que en ese estado había buscado acercarse al argentino con mayor distancia de óptica. Y sí, en una de esas ahí se le había disparado la cámara. Debía de ser ese el motivo de la secuencia de aproximación casi cinematográfica. Media con rush, movida, interesante. Nada que ver con su estilo de composición, con su calma.
La última de las tres tomas tenía ahora delante de sus ojos. Era como la llegada, en cuadro, la casa de dos plantas de la esquina estaba entera, abajo, en la vereda, de espaldas, Alberto mirando hacia arriba, el techo. Aquí fue donde Luz sintió que por la espalda le corría una sensación extraña, así como que le latía el corazón más rápido y se le humedecían las palmas de las manos.
Encendió la luz de la cabecera de la cama, para no dejarse confundir por un supuesto error del revelado. Se levanto, sacó los cigarros del bolso, encendió uno y volvió a la cama. Lo que tenía ante sus ojos bien que podía definirse como increíble.
En el techo del edificio, tirada algo para atrás, una figura medio humana, apoyada en un par de buenas alas que portaba en la espalda, iluminaba los grises de ese sector de la estructura edilicia, que no recibían luz directa de la calle ni rebote alguno, por cierto inexistente a esas horas, tan sólo el incipiente reverberar del amanecer que llegaba, trepando por el dibujo de la cordillera de la costa.
- Me cago en la putísima, me estaré volviendo loca ? -. Se interrogó Luz, al tiempo que dejaba la foto sobre la única mesa de la pieza. Fue hasta la ventana y la abrió a pleno para que entrara aire fresco a raudales, para agitarle el pelo y ayudarla a respirar en ese trance que no dejaba de provocarle una repentina e insoportable descarga de angustia. De repente sintió un calor atroz, producto de un pico de presión que venía a responder con el cuerpo a intensidades que no vienen a ser habituales para ningún tipo de alma.
Se sacó la ropa, apagó las dos luces y se tendió transpirando, con un temblor que le tomaba la garganta, sobre la pequeña cama. Iba a intentar relajarse, bajar los decibeles de la emoción con algún ejercicio respiratorio. Qué va, una catarata de lágrimas, un auténtico llanto, le bajó del medio del pecho, convulsionando ese hermoso cuerpo que a oscuras se sacudía ahora, solo, en medio de una pieza de pasaje, con una ventana abierta a una hermosa noche de sábado, que estaba recién pintándose y arreglándose para salir en procura de su hora más hermosa.
En posición fetal ahora, se tomó la cara con ambas manos intentando dominar ese llanto que la estaba inundando, desahogándola más allá de sus ganas, mojando la almohada y las sábanas con un aluvión tibio y salado.
Cuando se llora así lo menos que puede hacerse es pensar o pretender saber porqué se llora, mucho menos intentar ordenar ideas. Puro acto irracional, la emoción desatada va por donde ella quiere y hasta que se cansa sola, hasta que se agota en la violencia de su carrera.
Así se fue quedando Luz, desnuda, empapada de sudor y lágrimas, exhausta primero y luego profundamente dormida. Las oscuras cortinas de mezclilla se mecían apenas por la brisa marina y fresca que visitaba la pieza.
La noche, arriba, brillaba ajena, lejana, a millones de años de distancia, inmóvil.

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