jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 20. Corazón roto

La Carmen entró al camerino de Alberto luego de dar dos cortos golpes y sin esperar que le dieran paso. Hermosa, con la piel morena brillante gracias a esos mágicos polvitos que dejan a la mujer hecha un regalo para los ojos, como una noche llena de pulso, excitante. Tenía el vestido de terciopelo azul suelto, lo sostenía sobre los senos con una mano. Alberto estaba sentado en su banquito, la miró como si hiciera tiempo que no la veía, con gusto, aprobándola.
Ella advirtió sobre la mesa de maquillaje del argentino las rosas, en cuatro floreros rústicamente improvisados en botellones de gaseosa de dos litros, cortados al medio con apuro, poco prolijos. Levantó las cejas ante la cantidad de color que de ellas salía, y si bien no eran de las que perfuman, algo, algo de olor a rosas rojas había en el aire, dando un toque delicioso al pequeño camerino.
- Andas recibiendo flores, hay club de fans ahora ? -. Atacó la turca algo irónica, mientras se ponía de espalda, para que el argentino la ayudara a abrocharse los casi quince botones que subían desde la cola hasta el medio de las cervicales.
- Dame una mano, porfa, que el Alejo se está demorando más de la cuenta -. Agregó la turquita, con una simpleza que conmovía tanto como esa espalda desnuda.
Alberto, cauteloso, no dio explicación alguna sobre el origen de las flores. Se levantó dispuesto a colaborar con el vestuario de la bailarina, intentando dominar la libido, que esperaba no le jugara alguna trampa, tentable como sin duda lo era, ante el bello espectáculo de la turca semidesnuda. Y claro, había que empezar por abajo. Ahí su lascivia se topó con el detalle de la tanguita de la Carmen, esas de bailarina, que sólo son una negra tiriita en este caso, en medio de dos duros y parados y morenos glúteos.
Una verdadera joya, un diamante en bruto, la cola de esta chilena que no tenía que envidiarle nada ni a una brasileña ni a la más agraciada argentina. Cola que por cierto Alberto había recorrido con frecuencia hacía un par de años, y que volvía esa noche a tenerla demasiado a mano, quieta, dispuesta, tentadora. Hizo un comentario sobre la tanguita como para hablar de algo.
- Ya loquilla, para qué te pones un calzón así, no te incomoda la raja ? -
Aventuró el Alberto, queriendo hacerse el técnico, ante un panorama que continuaba espléndido, a escasos centímetros de sus dos manos, las cuales con una estudiada demora no atinaban a abrochar el pequeño y primer botón siquiera.
- Y qué quieres, que salga a bailar en bolas ?. No ves que un calzón me marcaría el vestido. Ese así nomás, molesta un poco hasta que empieza el baile, ahí una se olvida -. Explicó la turquita, entre ingenua y ligera, como probando hasta dónde iba a llegar la curiosidad del Alberto, que ahora sí, algo más diestro, iba subiendo por los ojales con los dedos como por una escalerita. Por la mitad de la espalda fue él quien rompió el silencio.
- Anduve por tu casa hoy, llegué un poco más que tarde. Me encantó el lugar, el patio, la terraza, alucinante, de todo corazón te felicito, Carmencita -.
La turca esperó que terminara con los botones para darse vuelta, así, cara a cara. Lo miró directo a los ojos. Intensa, seria.
- Cómo que estuviste, huevón, qué te andas haciendo el fantasma, no me vas a decir que fuiste con el tarado de tu ángel ? -. Lo agredió sin vueltas, molesta por la ausencia del argentino a la hora de dar una mano con la mudanza, y más ahora, cuando el tipo le dice que había ido y ni ella ni el resto lo había advertido. - Cuándo fuiste mierda, que no té vi, cuándo ? - Continuó ya medio sacada la Carmen, con un ligero temblor en los labios.
- Ya pues Carmen, no te enojes, o si, qué sé yo, si quieres enójate. Llegué tarde para ayudarte, y no viene al caso ahora que te explique porqué. Subí a la terraza cuando estabas muy en la tuya, con la fogata, y no quise interrumpirte, me pareció que no era el mejor momento para incomodar con mi presencia -. Explicó y se defendió Alberto, con miedo de herir finas susceptibilidades.
A la turca no se le pasaba el temblor de los labios, cosa que preocupado advirtió Alberto, sobre todo porque la Carmen se los había pintado con un lápiz bien brillante y rojo, el cual delataba aún más el ligero y nervioso movimiento. La cosa se puso peor cuando también los dos ojazos empezaron a ponerse más que brillantes. Ahí el argentino miró para arriba, ante la inminencia de un desenlace que estaba cantado, y que lo iba a dejar como las huevas, lleno de culpa, impotente.
La turca no era de esas que andan guardándose las emociones o lo que le nace del centro de las entrañas para una oportunidad en el futuro. No, esto era aquí y ahora, y al que no le gustara bien podía irse a la misma mierda. Le importó un carajo que se le fuera a correr la pintura de los ojos, y tener que salir a bailar después medio con la mirada roja, como una adicta.
Y como la sangre ya estaba en un punto cercano al hervor, tomó al Alberto del cuello, con un movimiento que iba tanto del deseo de ahorcarlo como al de comérselo a besos y se despachó como pudo.
Potente, llena de dolor, con una frustración y una bronca que eran tan de hembra celosa como de mujer que estaba sola y no tenía ganas de seguir estándolo.
- Ya huevón maricón, así que yo estaba con mi fogata, muy en la mía, qué cómo el señor iba a molestarme con su presencia -. Tragó saliva con rabia a medida que las lágrimas iban bajando negras, como de guerra, por las morenas mejillas. - Quién te hizo tan cobarde, Alberto, la vida, el exilio, Valparaíso, o fuiste siempre esto, eh, huevón maricón, insensible, incapaz de ir a visitar a su hijo en ocho años, eh, maricón, en ocho años, nunca te vinieron ganas, deseos de papá de ir a ver cómo crece tu hijo, al menos si está sano ? -. Vomitó levantando la voz la turca, cosa que hizo que Alberto le tomara las manos para sacárselas del cuello, apretándole las muñecas con una fuerza que hacía que justamente la turca apretara con más violencia.
- Total, al huevón seductor le alcanza con hacerse el loco, eh, si no jode a nadie, y ahí el muy pelotudo, inventando historias de ángeles con nombre y apellido. A sí, eso sí, el maricón no consume drogas, eh, a no, él no le va a hacer a un pito porque le sobra con su lucidez, o teme perder la conciencia, puta, y ni que hablar, mucho menos se va a tomar una raya con los amigos, con los reventados de los amigos, porque el es un huevón resano, total, a él le alcanza y sobra con el ángel para volarse. Loco, hipócrita -.
Ahí Alberto le había sacado con violencia las manos del cuello y la toma con fuerza de los hombros y la sacude, como para frenarle la catarata de insultos que salen de la boca de la turca, incontenibles.
- Pega, pega, hijo de puta, rómpeme la cara para que me calle. Si ya me rompiste bien el culo y me rompiste el corazón, seductor de mierda, huevón incapaz de amar, qué digo amar, cobarde incapaz de acabar como un hombre y llenarla a una bien de leche. Huevón, amargo, loco, avaro. Qué, tenías miedo de preñarme, maricón, de abandonar otro hijo -.
Y ahí pasó lo que no tenía que haber pasado nunca, Alberto lleno de impotencia y estupor, ante la catarata de verdades que lo abruman, le pegó un sopapo con la pesada mano en medio de la boca, tirándola contra la puerta, golpe lo suficientemente fuerte como para partirle el labio, que empieza a sangrar bastante herido.
La turca se lleva la mano a la boca y se limpia la sangre y las lágrimas negras que mancha de rojo ahora. Alberto se lleva ambas manos a la cara y se tapa los ojos, como para no ver un daño que acaba de hacer y que sin duda no tiene retorno ya, es irreparable.
Llena de dolor y de odio sella la violencia con un gesto que la pinta entera, herida, llena de amor y de violencia. Se acerca a Alberto y lo escupe, le escupe la cara una mezcla de saliva y sangre que lo humilla, lo parte en dos mitades irreconciliables, antes y después de esa noche, con su camerino rojo, de rosas rojas y de Carmen, sangrando.
- Maricón, hijo de puta, mira, mira lo que me hiciste ? Qué más, qué más te queda por romperme ? - Y se va, sale, parte, como una bandera de guerra, dejando la puerta abierta y el piso de camerino manchado de sangre.
Alberto se sienta en su banquito con cien años más encima. Lleno de asco, hecho una piltrafa. Se mira al espejo y no puede creer que sea él ese que está ahí, enfrente, con la cara manchada de saliva y de sangre. Saca un pañuelo del bolsillo y se limpia. Luego se agacha y lo pasa por el piso, como borrando unas huellas que lo más probable es que no se borren nunca. Tira el pañuelo enrojecido sobre la mesa, entre los floreros de coca-cola. Enciende un cigarrillo y fuma nervioso, le tiembla el pulso. Saca la botella y se sirve medio vaso de whisky, toma un buen trago. Se levanta y cierra la puerta. Se vuelve a mirar al espejo, extraño, con el corazón lleno de basura. Se habla.
- Ahora lo sabes. Ahora lo sabes, sos un reverendo hijo de puta. Flor de cagada te mandaste pelotudo, loco de mierda. Flor de cagada, te quiero ver ahora, qué hijo de puta, pegarle a la turca, justo a ella, pegarle a esa mina, pedazo de hijo de puta, romperle la boca. Porqué, porque te estaba diciendo cosas que todos piensan de vos, cosas que vos pensas de vos.
La puerta sonó con dos firmes golpes. Detrás entró el Vilches, pálido, casi tan blanco como el smoking y los zapatos. Pasa y cierra la puerta. Lo mira hecho una mierda, Alberto baja la cabeza, no puede sostenerle la mirada, lleno de culpa, vencido.
- Si quieres me voy, viejo, me voy esta misma noche -. Le dice Alberto desde abajo, queriendo ayudar, sin saber tampoco qué callar o qué decir en medio de un quilombo que le hace sudar y dar vuelta la cabeza demasiado rápido.
- Estas loco, huevón, cómo que te vas a ir. Qué estas tomando, ah, te pasaste con la coca ? -. Atina apenas el Vilches, conocedor de la noche y de sus riesgos, sabiendo como sabe que Alberto no toma, pero con la cierta desconfianza que siente sobre la salud mental del argentino, tema al cual no quiere acercarse ni en punta de pies.
- Qué pasó, Alberto, la Carmencita no puede actuar esta noche, se fue con el Alejo a la posta, para que la curen, qué pasó, qué te dijo para que tenga ahora la boca rota, Alberto, no sé, si no quieres no me lo cuentas, pero no sé, no entiendo, puta huevón, si estábamos todos tan bien, puta huevón, si hasta parecía que éramos una familia, amigos, como felices-. Balbucea el Vilches, lleno de pesar pero intentando serenarse y trasmitirle algo de esa tranquilidad al Alberto.
- Ya pues viejo, yo salgo como pueda y hago un show más variado, le pongo más color a la cosa, cubrimos el bache del Alejo y la Turca, no te voy a cagar más la noche, viejo. Quédate tranquilo, no te voy a joder más la noche. Y qué pasó, pasó que la Carmen todavía me ama, me ama a lo bestia, como es ella, y me lo dijo como pudo, llena de rencor, de resentimiento y de odio. Me lo dijo como sólo ella podía hacerlo.
- Qué se yo, olió algo, las flores, olió las flores, la olfateó a la gallega en el aire, y vino a jugarse la vida, como buena turca vino a volar conmigo por el aire, y bien que lo logró, viejo, bien que reventamos, bien a lo palestino fue esto -. Filosofa como puedo el Alberto, al tiempo que se para y se echa otro buen trago de Jack Daniels.
- Tranquilo, hombre, tranquilo, ya pues, sale en quince, veinte minutos, todavía quedan unas mesas vacías. Está bien hijo, no soy quién para estar metiéndome en la vida de ustedes. Y sí, estas cosas pasan, cuando el amor no es correspondido, o qué sé yo, cuando se mezcla con vaya a saber qué otras cosas, cuando las cosas no se dicen en su momento, y sí, a veces todo revienta, en el peor momento y de la peor manera -. Moraliza el Vilches que ya parece un pastor evangélico, vestido con un ostentoso mal gusto, bien blanco.
- Qué locura, viejo, qué locura. Tenía muy lastimada la boca ? -. Interroga preocupado el argentino, ya algo recompuesto, intentando ser algo práctico en la emergencia.
- No, no creo, le darán un par de puntos, pero tú sabes, la sangre asusta, y esa zona es así, de sangrar mucho. No, un par de puntos, hielo, y en un par de días está como nueva la turquita -. Sosiega el viejo, que ha ido recuperando el color de a poco.
- Lo único que por favor te pido es que te disculpes cuanto antes con ella, qué sé yo huevón, échale un buen polvo, le llevas un televisor de cuarenta pulgadas, una heladera, no sé, algo caro a la casa nueva, y si es necesario te le pones de rodillas, pero es fundamental que vuelva la paz a este lugar, Alberto, como sea, una paz chiquita, así, medio chueca, pero sin buena onda, o algo que se le parezca, va a ser muy difícil para todos poder venir a trabajar con gusto, con ganas. Me entiendes ?
- Ya pues viejo, claro que entiendo. De más, de más que voy a ir caminando hasta la casa de rodillas. Lo del polvo no te lo prometo, pero sí, claro, lo que sea para abuenarnos, sí, de más, nadie tiene más ganas que yo de hacerlo. Puta madre, y justo habíamos estado hablando con el Alejo de armar una fiesta en la casa de la Carmencita -. Se lamenta Alberto ante la mala suerte del incidente, ante fatalidad de esa noche, tan extraña y tan violenta.
- Eso nunca se sabe Alberto, yo he ido a fiestas entre hermanos que se habían clavado puñales. Nunca se sabe, así somos Alberto. Lo que si, no se te ocurra ir esa noche con la gallega, salvo que la lleves muy bien disfrazada y que caiga después o antes, no sé, digo -.
- La gallega, dónde estará la gallega a todo esto, viejo. Qué noche, Dios, qué noche ! - Exclama mirando el techo Alberto, algo más en su centro. - Si esta noche hago reír a alguien, viejo, te juro que a fin de mes te devuelvo el sueldo-. Confunde el comediante, buscando ayuda en vaya a saber qué dioses del humor, en qué trágicos payasos.
Afuera, en las mesas, la gente come y bebe, ajena a la trastienda de un cabaré que brilla, sin ballet esa noche, a pura comedia en un rato, como una cajita de música averiada, esa noche, en calle Lira, en calle delira, violento, lleno de vida.
Valparaíso arde en el plano y en los cerros, con miles de lucecitas que no pueden mirar para arriba.

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