jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 21. Sábado por la noche, Valparaíso

La posta central de la salud pública de Valparaíso un sábado a las once de la noche comienza a ser el lugar donde arriban los excesos del alcohol, la droga, la soledad, la incomunicación y la marginalidad, como en cualquier ciudad que se precie en este lado del mundo.
A esa hora digamos que todavía la emergencia circula tranquila, operable, en los dos sentidos de la palabra. Llegan los primeros compadres con la cabeza partida de un botellazo, algún que otro apuñalado, heridos de bala, en camilla, con el cuello encorsetado, máscara de oxígeno y suero en el brazo, los primeros reventados de un choque que siempre pudo haberse evitado, algún desesperado de sobredosis, otra que eligió esa noche para cortarse las venas a tiras, grabándose un nombre.
La boca partida de la Carmencita es como un descanso, un reparo, para el médico de guardia que lento, suave y prolijo se la cose, con un arte y un cuidado que linda casi en el esfuerzo plástico de una cirugía menor, reparadora.
Afuera, en la sala de espera, Alejo con su delgadez y su traje de bailarín, fuma y fuma, inspirando tanta curiosidad como pena. Ahí está el mariquita, con la camisa negra más oscura en el pecho, manchada de sangre, hecho una magdalena, pálido, conmocionado, casi de shock. Espantado mira como algunos proyectos de cadáver pasan acostados, en camilla, acarreados por paramédicos que diestros y cínicos los diligencian para destinos de salvación o de certificada defunción.
El bueno del Alejo esa noche ha tenido que cumplir con responsabilidades de hombre. Tanto es así que debió manejar el escarabajo plateado del Cuellar, que puso el autito en servicio para la emergencia.
Pálido, inseguro, apremiado, el Alejo apenas atinó el recorrido, temeroso, acelerando en las cuadras y frenando de más en las esquinas, metiendo como pudo los cambios del fiel y efectivo auto alemán, que casi fue solo, como reconociendo el camino, hasta la posta médica, portando a la turquita en el asiento del acompañante, con una servilleta blanca llena de hielo sobre la boca, servilleta que tiene ahora roja y chorreando agua el Alejo en una mano, esperando que salga la amiga para pasársela de nuevo.
Del bolsillo de adelante del pantalón, el único que este modelo de bailarín tiene, cuelga el adorno del llavero del auto, una moneda antigua, un sol de oro peruano, que no es de ese metal preciado pero que así se llama, sol de oro, acuñado en el año 54.
La turca sale sola, caminando, de la sala en donde la curaron. Sobre la boca le han puesto un apósito con una cinta adhesiva verde. Alejo se le acerca, la da un medio abrazo y le pasa la servilleta, todavía con algo de hielo, para frenar el hinchazón o la hematoma. La Carmencita se la pone despacio, dolorida, y salen juntos, medio abrazados, para el estacionamiento. En la mano libre la turca lleva una caja de antibióticos que le regaló el médico.
Como en las películas de guerra, ya en el auto, Alejo enciende dos cigarros juntos y le pone uno a la Carmencita en la comisura sana de la boca, para que se relaje. Fuman callados. Alejo circula por la costanera, muy bien sin saber para dónde ir, de sur a norte. Pone la radio, nervioso, para ocupar el silencio con algo.
Se muere de ganas de hablar el Alejo, de tener una pormenorizada crónica del escándalo. Pero sigue buscando hacia dónde ir, o mejor dicho por dónde subir hacia la casa de la turca, y se muerde la lengua y se traga las palabras.
Atina finalmente por Sub San Luis, a la derecha, en el perímetro del campus universitario, confiando que por ahí se desemboca en la avenida Los Placeres, y se alegra cuando confirma el rumbo. Hasta se da el gusto y saca el brazo izquierdo por la ventanilla, seguro, confiado, más hombre que nunca. La radio los acompaña con la mejor música posible.
La que habla al cabo es la Carmencita, con una voz medio de costado pero clara, audible, despacio, le pide por favor que esa noche la acompañe, que se quede a dormir con ella en su casa, que no quiere quedarse sola.
- Ya Carmencita, de más, cómo la voy a dejar sola. De más, hermana -. La serena el Alejo, amigo del alma.
Ahora viene la parte del camino que el pobre no quiere pero es inevitable. La subida. La empinada subida en donde deberá rezar para no tener que frenar en esquina alguna. Así sube el escarabajo, en primera, despacio, como roncando el motor original del año 58. Casi con susto mete la segunda cuando la caja no da más, y trepan.
Estaciona como mejor puede en la esquina de Carmen con San Guillermo y presuroso acude, ayudándola a caminar como si la herida la tuviera en una pierna, en la cadera. La turca no puede con tanta ternura y tanta torpeza y se tienta, cosa que no puede contener y que le hace pegar un gritito de dolor y lanzar un puteada.
- Ya huevón, para, que lo que tengo rota es la boca no una pierna -. Lo reta gangosa y tentada la Carmen, y se saca con gracia y cariño al Alejo de encima. Al pie de la escalera de acceso, se da cuenta que olvidó en su camerino el bolso con las llaves. Mira para arriba y levanta las manos al cielo, implorando una buena en esa noche demasiado densa. Alejo hace el ademán de llevarse las manos a la cabeza pero se domina, intentado serenarla y serenarse, poner un poco de aplomo en medio de la vereda.
- Ya pues Carmen, vamos a buscarlas. Tú te quedas en el auto, yo bajo y las traigo al tiro -. Acomoda los movimientos a seguir el Alejo, como dominando las emociones de la turca, suponiendo que lo que menos tiene ganas de hacer esa noche es volver al cabaré y encontrarse de nuevo con Alberto.
Pero claro, la turca no va andar escondiéndose justo ahora, es más, no quiere perderse la escena de encontrarse con el argentino así, cara a cara recién bordada, hecho un verdadero asco, onda scarface.
Sacude la cabeza ante la iniciativa del amigo y se señala el pecho aguerrida, levantando la cabeza con orgullo, con esa maravillosa energía que le siguen regalando esos envidiables veinticinco años. Los años y una sangre que no sabe casi del significado de palabras como prudencia, conveniencia, ni mucho menos derrota, huida.
No, en el auto se va a quedar el Alejo y las llaves las va a buscar ella. Serena, herida y enamorada, loca, perdida de celos, de sueños y deseos mal expresados y peor atendidos. Ahora eso no importa, la turca no se queda en el auto de nadie esperando que le traigan las llaves de su casa.
Alejo no dice nada, vuelven al auto y parten despacio para calle Lira. Es domingo ya, el otro día, con las sirenas policiales ahora, pintando de rojo y azul las esquinas, tapadas sólo por las más grandes, de algún buque.

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