jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 22. Pasional

Cuando el Vilches vio entrar a la turquita y dirigirse derecho para los camerinos pensó lo peor. El show ya había terminado, el Alberto había hecho reír a la gente con un delirio casi histérico, el cual había atragantado a un gordo con un ataque de risa que casi termina también en la posta. Por primera vez el humor fino, elegante, casi intelectual del argentino, se había convertido en una catarsis desmesurada, gesticulante, que lo había hecho levantarse del trono de su taburete para recorrer el escenario espléndido, vital, desaforado.
El viejo sabía que el Alberto estaba ahora en el fondo, cambiándose, pasado de rosca, de emociones que no se iba a poder llevar así nomás en un bolso. Cuando vio entrar y seguir a la Carmen para ese sector, como un sombra, pensó que esa noche la historia del cabaré iba a pasar a las crónicas policiales. Más ágil que nunca, como una ardilla ante el peligro, saltó del taburete, en la barra del bar, y comenzó a abrirse paso entre las mesas, para intentar evitar lo peor.
El lugar, las mesas, estaban llenas de gente que no reparaba en la desesperación del Vilches, de ese petiso de smoking blanco que las iba dejando atrás, ligero, urgente. La Tere tenía el teléfono en la mano para llamar a los pacos.
Alberto salía ya cambiado, agotado, con la cabeza hecha un trompo, algo ebrio, cuando por el pasillo del sector privado del cabaré vio venir a la Carmen, con la boca emparchada. Quedaron frente a frente, a unos tres metros. La turquita no podía pasar para su camerino, una puerta más allá que el del argentino, sin tocarlo, dado que el pasillo era demasiado estrecho.
Pero no por eso se había quedado congelada. Un temor casi animal la paralizaba, temor y dolor, de verse así ella misma, y de verlo al otro tan desagradable y poco deseable ahora, pálido, transpirando, avergonzado, mudo. Ese era el temor de la turca, que ya se hubiera quebrado todo, para siempre.
La instantánea descarga de adrenalina impactó directa en el hígado de Alberto. Apenas atinó a darse vuelta y vomitar de espalda a la turquita, apoyado en la pared, una lanzada verde y violenta que estaba como para competir en una olimpíada del asco. Cuando creyó que había terminado y sacaba el heroico pañuelo para secarse la boca, le subió otra bocanada tan agria y caliente como la primera.
El olor inconfundible del vómito le pegó en la nariz al Vilches cuando ingresó al sector de los camerinos. Ni la turquita, de espaldas, ni el Alberto, de náuseas, advirtieron su presencia. El se quedó quieto, expectante. Sin saber muy bien qué hacer, pero consciente de que si iba a hacer algo, debía hacerlo rápido. Y se jugó prudente por un más que interesante personaje secundario. Pegó la vuelta y dejó a los ex amantes resolver sus querellas como mejor pudieran. Aparte, si había algo que el Vilches no soportaba era ver a alguien vomitar, y el olor, ese terrible y podrido vaho le provocaba una repugnancia intolerable.
Alberto se sopló la nariz para despejarla de esos jugos que le habían subido tan de adentro, algo recompuesto, respiró hondo y se dio vuelta. La Carmen seguía ahí, mirándolo, quieta. Como por un reflejo levantó la mano que tenía con la servilleta ya sin hielo, pero empapada, fresca, y le hizo el ademán de alcanzársela. La servilleta blanca manchada de rojo.
El argentino no pudo entender el gesto, cosa que por cierto no era tan simple. No sabía si se lo ofrecía para que se enjuagara la cara o si se lo mostraba como un testimonio más de la agresión que había sufrido. Así que sacudió la cabeza, apenas, como diciendo que no, o que no entendía. Sabía también que si había una oportunidad de hablar, de pedir perdón, de intentar hacer la pobre paz que le saliera, era ese. Pero ni se le ocurría qué, ni le salía un gesto o la más puta palabra. Lo que no soportaba era estar odiándose tanto a sí mismo.
Y empezó como lo hubiera hecho cualquier pobre tipo en su lugar, al menos honesto, y sin proponérselo, dando un poquito de pena, de tristeza. En voz baja, despacio, con pausas.
- No sé muy bien qué decirte Carmen, pero peor es que me quede callado -. Se animó a mirar a la turquita a los ojos, vio que estaba dispuesta a escucharlo y siguió intentándolo.
- No soy tan cara de raja como para pedirte que me perdones, no tanto porque no crea que serías capaz de hacerlo, sino más bien porque creo que estas cosas no se perdonan nunca -. Ahí el Alberto estaba sacando a relucir su reconocible capacidad de encantar serpientes, su incuestionable elocuencia.
- Tienes razón, son verdad la mayoría de las cosas que me dijiste, como también es cierto que no creo que ni vos ni yo nos merecíamos algo así, tan brutal, tan terrible -. Ahí pareció que se la estaba acabando la inspiración. Hizo un ademán con las manos de que no sabía cómo seguir. Ahora le tocaba a la turquita, que tenía similar despelote en la cabeza y podía hablar apenas, con media boca.
- Nunca pudimos hablarnos, Alberto, y me parece medio tarde como para intentarlo ahora. Vos me hiciste daño, harto daño, yo te dejé hacerlo, quizás porque no sé pedir que me traten bien, quizás porque no crea merecer cariño, caricias en vez de golpes. Vos antes de romperme la boca me habías roto las ilusiones, Alberto, pero porque yo te dejé hacerlo. Yo no voy a pedirte perdón por las cosas que te dije porque creo que eres así, que eres eso. No sé, a lo mejor con otra mina eres distinto, pero lo dudo, esas fallas son como marcas, no cambian porque cambia el nombre de la que está enfrente.
- Creo que nadie debe conocer mejor que tú ese infierno. Sé que mucho peor que elegir mal, que no ser amado, es no poder amar, entregarse. Ese, ese es tu peor castigo, Alberto, y de eso no puedo perdonarte yo ni nadie -. La turca había hablado como si la hubiera poseído un oráculo. En una de esas la estaba pifiando, pero que sonaba como una verdad revelada, y sí, casi.
- Nunca voy a ser tu amiga ni nada que se parezca. Después de lo de hoy no creo que vuelva a sentir más nada cuando te tenga cerca. Hoy nos morimos un poco, Alberto, y quizás era lo mejor, al menos para mí. Quizás una crezca de esta manera, así, medio a las trompadas. Bien a lo burra. Quizás hoy la turquita deje de ser eso y sea un poco más la Carmen. Ándate loco, ándate a tu país a ver a tu hijo, es la única cosa importante que tienes para hacer en la vida -. Terminó el discurso con una serenidad que lo dejaba al Alberto mudo y a cualquiera que la estuviera oyendo.
- Ya sabes dónde está mi casa. Ahí vas a encontrar de todas maneras refugio si alguna vez la vida se te pone demasiado en contra. Mi casa va a tener la puerta abierta -. Ahí se lleva la mano al corazón y luego al sexo. - Esto y esto, no, para vos no, cerrados para siempre -. Lo deja en silencio y sigue para su camerino, saca su bolso y sale, como una reina.
Alberto la ve alejarse y sacude la cabeza, atónito, desconcertado, pero más tranquilo, y con un montón de preguntas interesantes zumbándole en las orejas. Cuando está por salir se frena, vuelve sobre sus pasos y saca del camerino las dos docenas de rosas. Las envuelve en papel de diario y las ciñe con una cinta. También toma el cuadrito del hijo y lo guarda en el bolso. Apaga la luz del camerino, cierra la puerta y sale. Al pasar por el bar saluda apenas con la mano al Vilches y a la Tere. Felipe y el Paquito lo saludan con la cabeza.
Ya en la calle, busca con la vista un taxi, ni piensa regresar caminando a la casa esa madrugada. Es más, no puede. Escupe un salivazo con el gusto agrio que le queda en la boca todavía. Le hace señas con la mano llena de rosas a un viejo cachivache negro y amarillo que le responde con las luces.




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