jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 23. Cocina americana

Cuellar estaba solo en la cocina, sentado a la mesa, sobre la cual se apilaban platos y copas sucios que el Paquito vendría a lavar más tarde, a mediodía. Medio escondido detrás de los restos de la noche, el gordo picaba en un plato de postre una piedra chica y brillante de coca. Lo hacía con parsimonia, con gusto, la picaba con una navaja corta y ancha, una y otra vez molía la sustancia.
El escándalo de la turquita y el Alberto le había ido llegando por capítulos, a medida que los garzones entraban y salían con las bandejas, lo suficientemente diestros como para cargar los pedidos y narrar con más menos color, según el carácter, el griterío que nadie había escuchado y el hecho de violencia que nadie había visto. Lo único concreto era que la Carmen había salido para lo posta con el Alejo, con la boca hecha una lástima, y eso, menos la mayoría del público que había llenado el local esa noche, lo habían visto todos.
La primer emoción que sintió Cuellar, que tampoco así la vio salir, fue violenta. Había tomado un cuchillo que usaba para limpiar los congrios, bien afilado y puntudo y se mandaba para abrir en dos al argentino si no hubiera sido por que el Riquelme y el Torres, dos bajitos pero robustos garzones, lo tomaron uno de cada brazo y lo amarraron casi contra la pileta, para luego desarmarlo.
Todo el forcejeo fue en silencio, bien a la chilena, nadie levantó la voz ni puteó ni se pasó de ademanes. Limpia, casi profesionalmente, el gordo fue atajado y reducido. Después llegó Vilches, avisado por Riquelme, quien fue serenando al gordo, narrándole de la mejor manera posible, la versión que le había referido el Alberto y lo que él íntimamente pensaba del hecho.
Así, poco a poco el gordo se había serenado. A esta altura de la madrugada, ya había procesado el incidente, comprendido incluso la lamentable reacción del argentino, y, lo más difícil, digerido la hecatombe emocional de la turquita, capaz de amar así a semejante huevón, de poner tantas hormonas en beneficio de un pescado emocional como él entendía que era el comediante.
Bueno, que lo había digerido era un pronóstico en vías de ser verificado. Las cuatro rayas que ya tenía listas, bien parejas y gorditas, quizás eran un dato para tener en cuenta en caso de querer profundizar el trabajo de campo sobre el eructo de afectos que tenía el gordo, ahí, medio atragantado. Y sí, qué mierda, el gordo se iba a mandar a congelar un rato, si no sabía cómo chucha aceptar que la Carmencita fuera tan pero tan terriblemente minita concha de su madre.
Sacó con calma un canuto de marfil que tenía en un estuche de pana, detrás de unos frascos de conservas, colorines, y se sentó para finiquitar la privada ceremonia. Jaló como un posmoderno paquidermo la primer cordillera y sacudió la cabeza tanto por el gusto como por el seco impacto que le provocaba la química del clorhidrato, anestesiándolo.
Cuando estaba por darle similar destino a la segunda, algo más gorda, entró en la cocina el Felipe, como atraído por el característico ruido de la esnifada. Cuellar se detuvo, mientras espiaba al Felipe, entre una pila de platos y unas botellas de vino medio vacías. El otro lo miró pícaro, más que seguro del trámite que el peruano diligenciaba, esperando la señal obligada del gordo, in fraganti, invitándolo a compartir el platillo. Cuellar, siguió con la segunda y ahí sí, levantó la barrera.
- Ya Felipe, venga -. Habilitó el cocinero, conocedor de las debilidades del barman, compadre que por cierto que caía bien, lo divertía con su indolencia, que en algún lugar identificaba, conocía.
El Felipe se acercó con un banco y se acomodó junto a la mole del gordo. Cuellar le pasó el canuto que el otro ejercitó con confianza, diestro.
- Puta que siempre andai con buena mercadería, Cuellar -. Musitó por lo bajo el Felipe, dentro de los límites que imponía al lenguaje la naturaleza del acto, prohibido, ilegal, clandestino. Le pasó el canuto de marfil al dueño, para que terminara con la última, respetuoso de la propiedad, que era privada.
Mientras el gordo hacía lo que debía, Felipe sacó un tabaco liado por él mismo y se puso a pitar, tranquilo. Sacó el tema como quien no quiere la cosa, o como si en definitiva no hubiera otra cosa de qué hablar a esa hora.
- Tremenda noche que pasamos, eh, Cuellar. Y tan tranquilos que vivíamos no, parece que los leones estaban invernando, no, como que dormíamos en la misma jaula -. Completó el Felipe con un discurso medio poético que dominaba y gustaba practicar cuando le venía en gana.
- Una noche de mierda, Felipe, nada de acá en más va a ser igual -. Sentenció el gordo medio patético y semi congelado.
Felipe fumó despacio, mientras hacía una inconfundible mueca con la boca y la nariz, que se le había dormido un poco por efecto del jale.
- Quién sabe, Cuellar, los lugares de trabajo están llenos de gente que se la pasa clavándose puñales. Creo que esto fue más sano, mas honesto, más porno si tu quieres, eh, con harto sexo explícito, pero justamente por eso verdadero, y no sé si preferible. Tengo las huevas así, hinchadísimas, del ser nacional chileno, que no se banca las pasiones como deben ser, así, al mango, brutales a veces. Todo al vida voy a preferir esto, Cuellar, y no la hipocresía de los buenos modales. Tú no ? -. Le daba cuerda a la elocuencia el Felipe, acusando un poquito el acelere verbal que le estaba desatando la rayita de la peruana, noventa por ciento pura.
El gordo lo miró y no prefirió nada. Lo del él era irse más para adentro, acorazar el montón de emociones que tenía esperándolo, sentadas en la vereda de su alma desde hacía como mil años, atentas al gesto del gordo, a la mano levantada que mandara de una buena vez una carga de caballería, ya, bueno, de infantería al menos, para irse así, a lo corazón valiente a recuperar una pila de años y amores que había sistemáticamente ido perdiendo, así nomás, sin resistir, sin barricadas en el corazón, sin lágrimas, sin disparar un solo tiro al aire, como para decir al menos aquí estamos, ya, por la puta, manden refuerzos.
Lo miró al Felipe y no le dijo qué prefería porque las tres rayitas que él se había echado no eran de las buenas, eran de las otras. Y porque calculaba que si en ese momento abría la boca, se iba a desarmar como si lo hubieran hecho de sal, o de azúcar, a pedazos se iba a ir partiendo si decía algo, un par de oraciones nomás, de todo lo que le pasaba por la cabeza, fundamentalmente sobre los buenos modales que llevaba ejercitando obediente, mandado, desde que tenía uso de razón, exceso de uso. Es más, le pesaba en el alma como un agujero negro, el saber íntimamente que si uno toma un cuchillo para cortar a un reverendo concha de su madre, lo hace. Sí, huevón, lo hace, no lo para nadie.
Bien callado que se quedó Cuellar, lo único que sabía ahora era que tenía que irse en taxi a su casa, que su wolkswagen 58 estaba en la puerta de la casa en donde le hubiera gustado estar ahora, aunque más no fuere durmiendo en el patio. Ese pedazo de los sueños de la turquita que le pertenecía a él de alguna forma. De una manera rara, prohibida, inconfesable, cargada de tres kilos de vergüenza y locura.
La luz del día se filtraba por la ventana, atravesando con fuerza el rojo, el naranja, el verde y el amarillo, de los pimientos en conservas, que brillaban dentro de los frascos, como joyas.



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