jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 9. Teresa de los Andes

Hacía quince minutos que la Tere tenía estacionado su pequeño utilitario, “autito pan de molde” lo llamaban, en calle Martín esquina Cochrane, en la plaza Echaurren, lugar en donde se daba cita los primeros jueves de mes con Alberto, para ir luego al comedor infantil Sor Teresa de los Andes, en la población Porvenir, del cual ella era madrina hacia más de diez años, allí llevaba provisiones que obtenía de la vega gracias a su capacidad negociadora, ya que por cierto era una compradora más que especial, encargada del semanal abastecimiento del cabaré y su cocina.
Al Alberto lo llevaba para que divirtiera por un rato al chiquillaje con una rutina de payaso que el argentino hacia de muy buena gana y con una creatividad relativamente aceptable; los niños se reían juntos durante más de una hora y eso era digno del mayor aplauso.
Miró el relojito que tenía pegado como una calcomanía en el austero tablero del autito. También por el espejo retrovisor al paco que en la esquina hacía como que no la veía pero con el imperativo tácito que sólo iba a ser por cinco minutos más, licencia más que excesiva en la observante policía chilena, los carabineros. Era desacostumbrada la tardanza del Alberto, tipo cumplidor y organizado dentro de su casi regimentado universo de solo.
Cuando estaba a punto de arrancar, para dar una despaciosa vuelta en torno a la plaza lo vio aparecer casi a las corridas, portando un mediano bolso marinero al hombro. En unas cuantas zancadas Alberto estuvo dentro del autito, disculpándose por la demora, pero sin darle demasiadas explicaciones. Partieron hacía el sur, en busca de la calle Levarte que los dejaría luego de una extensa subida en la avenida Porvenir, camino de acceso a la población del mismo nombre. Viajaban en silencio, Alberto, que por lo general era quien sacaba temas, parecía encerrado en sus pensamientos, declarando mutismo. Al fin, la Tere no pudo más con el clima, dado que el autito no portaba radio, y abrió como pudo la ventana de las palabras. Fiel a su costumbre fue directa.
- Qué te anda pasando, Alberto, que estás tan callado ?- La pregunta no podía ser más precisa.
Alberto se pasó la mano por el pelo como para abrir algún recóndito espacio de su mente, sacudió la cabeza apenas, entre contrariado y agradecido porque alguien al menos le preguntaba sobre su estado. No tuvo prisa. Exhaló una pesada bocanada de aire pringado de angustia. Habló despacio y en voz baja. Como confesándose.
- Qué me pasa Tere, qué me pasa?. Ayer, casi después de un mes de no tener noticias de Rosamel, volví a verlo. Estuve casi diez minutos avistándolo, camino a casa, como si él me hubiera estado esperando -. Paró con el relato y siguió ahora con un tono algo más alto y grave, denotando cierta indignación mal contenida. - Y estaba grabando el archivo de la experiencia, a punto de hablarle a él estuve, Teresa, cuando una turista española me interrumpió para decirme que se llamaba Luz, que me había visto en el show esa noche, que si sabía dónde tomar un café a las cinco y media de la mañana.
- Después se fue todo a la mismísima chucha. Le parece poco, eso me pasa, vaya a saber ahora cuándo se dignará a mostrar este ángel huevón, que no sé en definitiva si se está pasando de tímido o de vivo, si hasta putea el muy puntudo -. Concluyó algo desahogado el cómico argentino, no sin volver a pasarse un par de veces más la mano por el pelo nerviosamente.
La Tere que había seguido con una empatía casi religiosa el relato del Alberto, sacudió apesadumbrada la cabeza y buscó los cigarros de la guantera, sacó uno con la boca y la pasó el atado al argentino que rechazó con la cabeza el convite.
- Cierto que fumas negros -. Agregó como cambiando el eje la Tere. Ella encendió el rubio con el encendedor que el autito si tenía y pitó ansiosa, como intentando ordenar alguna idea en su cabeza para continuar con una conversación que pudiera al menos sostener tales contenidos.
No era nada fácil hablar de un ángel con nombre propio, en este caso, Rosamel, conocido de nombre por todos los que trabajaban en el cabaré, al menos, y por algunos amigos y allegados de los mismos. Hacía unos cinco años que Alberto declaraba avistar al alado visitante, siempre entre las cinco y seis de la mañana, según el curso horario del año, cuando amanecía y él regresaba a su casa, luego de reiterar su rutina cómica casi noche tras noche.
La historia con el paso de los años se había enriquecido con detalles todos inverosímiles, que según Alberto el ser celeste le había transmitido en su mayor parte por escrito, documentos que guardaba bajo varias llaves, y que llegado el momento, nadie sabía muy bien cuándo, serían revelados.
Todo esto así, escuetamente narrado más menos técnicamente, configura una cuadro clínico de psicosis bastante encapsulada, con una terapia de recuperación poco probable, inabordable psicoanalíticamente, salvo seria prescripción de activos psicofármacos que estabilizarían con suerte su avanzada etapa alucinatoria. Digamos que estaba chapita el argentino, del moño, de la nuca, del tomate, del frasco, chalado, de atar, loco de remate.
Que pudiera así y todo sostener un compromiso laboral, cumplir con sus obligaciones tributarias, no deberle en realidad un peso a nadie, ser casi exitoso digamos al menos en el limitado mundillo del varieté valparadino, y, no era poca cosa, más bien que no era un detalle, pero clínicamente muy explicable dada la robusta estructura síquica que lo soportaba, y, fundamentalmente, que se desarrollaba en un medio artístico en donde estar loco no ha sido en el mayor de los casos causal de despido alguno, sobre todo si el tipo es entrador, capaz, buena persona, e inclusive, buen mozo como el Alberto.
Don Vilches, viejo conocedor de la condición humana y sobre todo, esposo de esta hada madrina que era la Tere, que de gatos en adelante toda la vida había amparado y dado cobijo a necesitados variopintos de la escala zoológica, había dado poca relevancia a los alucinantes cuentos del argentino, al principio tomándolos con gracia, y luego, dado lo avanzado del caso, y los detalles con que Alberto iba adobando la historia, con una filosofía y una entereza digna de un maestro de kungfú. Porque parte del sorprendente cuadro era que el cómico relataba los encuentros de pe a pa, sin quedarse ni con una coma.
La teoría de Vilches, sostenida en este caso solidariamente por el gordo Cuellar, era que la virtual pérdida que Alberto sufría de Tomás, su hijo que ahora tendría unos ocho o nueve años, y que nunca había vuelto a ver desde que se había quedado anclado en Valparaíso, hacía casi la misma cantidad de años, quizás debido al resentimiento de una madre vaya a saber herida en un ego medio raquítico, u obligado por algún crimen que hubiera cometido el Alberto, el cual no había purgado aún.
Era una teoría tal vez algo folletinesca, pero sin duda más de un siquiatra algo creativo aportaría que semejante mutilación afectiva, en condiciones exógenas favorables, podía haber sido el disparador de la psicosis alucinatoria.
Lo cierto es que al Alberto lo querían todos, comenzando por la Tere y el Vilches, y que ellos iban a hacer todo lo que estuviera a su alcance para sostener laboralmente al argentino, y si algún día, éste se iba definitivamente a la chucha con su locura, no iban a dejar de cuidarlo como a un hijo que no habían tenido.
Y para ser más bien breves y francos, el Alberto no jodia a nadie con la historia del ángel, en fin, era un toque más de color para la cultura de la noche porteña, inclusive, y quizás secretamente, un rasgo de identidad que prestigiaba y difundía por canales aún no descubiertos, la calidad y brillo del show de varieté ofrecido por el ”Old Tango”. Que según el relato minucioso del Alberto, Rosamel, el ángel en cuestión hubiera trabajado en su mejor momento como ángel de la guarda del trágicamente fallecido cómico argentino Alberto Olmedo, ayudaba mucho a sostener esta hipótesis.
Cuando mucho faltaban cinco minutos de viaje para encaminarse por la avenida Porvenir hacia la población, con destino final en el comedor infantil. A la Tere no terminaba de ocurrírsele nada y sabía que era más que urgente sacar a Alberto de ese estado ya que no iba ser tan fácil que saltara así como así adentro de un traje de payaso, sin arrancarse algún pedazo de piel en el cambio de vestuario.
Lo único mínimamente racional, operativo y femenino que pudo finalmente ocurrírsele, a riesgo de provocar un lamentable e involuntario empeoramiento en el humor y estado anímico del Alberto, fue interrogarlo sobre la turista. Le dio la última pitada al cigarrillo, lo tiró por la ventana, tragó saliva y se animó, amistosa.
-Cómo me dijiste que se llama la española ?- Inquirió entre curiosa y chusma.
Alberto giró la cabeza sorprendido por la pregunta y por primera vez en todo el viaje la miró a los ojos, buscando en la curiosidad de la Tere una entidad que tal vez iba más allá de lo que él, al menos, pensaba. Ahí fue él quien del bolsillo de la camisa sacó su atado de goluás y con parsimonia y placer encendió el primero. Con esa velocidad prodigiosa que tiene la memoria humana recompuso emocionalmente el cuadro que la española la pasada madrugada le había entregado, intentó ser lo más honesto y justo posible.
- La gallega se llama Luz, je, y con ese nombrecito, es fotógrafa, entiendes, trabaja, juega con la luz, así se gana la vida -. Pitó intenso y continuó azulando el aire con su pintura. - Fotógrafa, catalana, joven, hermosa y viajante insumisa según sus palabras, en viaje hacia el sur en unos días.
La Tere pegó un volantazo tanto para evitar un cráter en el pavimento que debía conectarlos con su antípoda, vaya a saber en qué lugar del mapa mundi, como por el impacto de la declaración del Alberto, al cual no recordaba haberse referido así sobre mujer alguna en los ocho años que lo conocía. También porque por vez primera en cinco años la historia del ángel parecía tener un agregado humano, tal vez sorprendente humano. No pudo resistirse a la obvia pregunta que la última información aportada por el Alberto conllevaba. De nuevo fue explícita.
- Y quedaron en verse de nuevo, antes de que siga viaje ?-.
La llegada al comedor infantil dejó la pregunta sin respuesta. En el jardín de entrada los aguardaban al parecer hacía rato las monjitas y el pobrerío de escasos años.



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