jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 2. El fin de la noche

El show había terminado como a las cuatro de la mañana, Luz se fue caminando sola, despacio, con la nikon dentro del bolso, como más le gustaba, como perdida, así hacía años que viajaba esta catalana descubriendo el mundo, más allá que de un tiempo a esta parte se había vuelto tan ancho y ajeno como peligroso.
Pero la Luz no le hacía caso, creía en el destino de alguna manera, sobre todo en el suyo, y sabía muy bien que hoy por hoy los riesgos eran los mismos en el barrio gótico, en Barcelona, como en cualquier otra parte, ya fuera de noche o como lo era ahora, medio amaneciendo. Lo que tenía bastante decidido, era que si viajaba y salía a conocer el mundo era justamente para hacerlo.
Así y todo no dejaba de llevar uno de esos aerosoles paralizantes para espantar a cualquier cretino que no estuviere dispuesto a creer en su destino, en el de ella.
Más de litro y un cuarto de champaña se había bajado, ya que le había dado un poco de pudor y no había terminado con la segunda botella, cosa que la ayudaba a estar particularmente liviana.
Caminó así por la arbolada calle Brasil hacia el sur, para el cerro Concepción, en donde conforme las precisas instrucciones de su inglesa guía del viajero independiente, había dado con la casa de pensión de la señora Catalina, una vieja divertida que andaba en bata todo el día, fumando y coordinando el tráfico de los gringos que hasta el hostal llegaban, en un tránsito tan ordenado como colorido.
Así llegó hasta el ascensor El Peral; si bien había sido advertida de los usos horarios de los elevadores públicos por doña Catalina, no dejó de echarle una merecida puteada a estos hábitos burocráticos citadinos que condenan a los noctámbulos a practican ejercicios excesivos de trepada, o en el mejor de los casos esperar por un taxi que no acude. Luz fue como con el postre de papayas, no hizo ninguna de las dos cosas, muy por el contrario, prefirió seguir divagando hasta la hora de subida, en una hora más, y se fue para una plaza que estaba vacía.
Sentada en un banco, dudó entre un camel y liarse un pitillo de una hierbita que como corresponde había transado en lo de doña Cata, pero prefirió el tabaco. No era cosa tampoco de andar provocando el destino.
Del bolso sacó también la cámara, el rollo de 400 asas blanco y negro que en el cabaré había agotado y la cargó con otro de la misma sensibilidad, pero “ equis plus”, para exponer aún con menos luminosidad, de una marca inglesa de papel fotográfico era el rollo.
Parado en la esquina de José Tomás Ramos con Serrano, a una cuadra de la Plaza Sotomayor, en donde Luz fumaba y enfocaba, estaba plantado Alberto del Río, ya de calle, con pantalón claro de gabardina, camisa de jean y un saco color café, siempre elegante. Al borde de la vereda, mirando para arriba, como al techo de la casona de dos plantas. No se movía.
Luz continuaba con sus encuadres, sin decidir ni el foco ni el plano ni la toma, paneando fue a dar con la figura surrealista del cómico argentino, con esa dimensión media loca que dan esas lentes tan luminosas que ven más y mejor que el ojo humano. No llegaba a reconocerlo todavía ya que Alberto ni se movía y estaba de espaldas a ella.
Forzó el lente otros 50 mm y le quedó un plano medio corto de espalda, con el compadre mirando para arriba que le causó cierta gracia. Ahí fue cuando la toma como dirían los chilensis se fue a la chucha, ya que entró en cuadro la mano izquierda de Alberto, con una pequeño grabador al cabo, el cual al ser accionado le hizo girar un poco la cabeza, dejando en claro un perfil ahora reconocible. Ahí estaba el humorista, a las cinco de la mañana, solo, en una esquina, contándole vaya saber qué cosas a un artefacto japonés que lo escuchaba.
Luz bajó la cámara y se sentó muy derecha, sobre su útero. Miró la escena ahora sin recursos, prendió otro camel. - Y qué coño está haciendo ahí ese tío, si parece un espía. Claro, como para no andar después pidiéndole a la pobre gente que le explique los chistes. Si está pirado -.
Dudó a esa hora más que nunca en la noche, digamos que dudó quizás como hacía un par de años que no dudaba. Pero la había entrado una persistente y femenina curiosidad que podía llegar a enfermarla si no la atendía. Lo único que la frenaba era la conciencia de esa especie de ley física que tiene que ver con el desplazamiento de los cuerpos, la cual da cuenta que los cien metros que los separaban eran muchísimos, y que lo más probable era que si ella se decidía a levantarse para averiguar que demonios hacía el argentino, más que seguro era que éste se arrancara a los 87 metros de ella, o peor aún a los 90, dejándola de espaldas, sin siquiera haber advertido su presencia. Apagó el cigarro con un dejo de derrota contra el piso, guardó la cámara de prisa y se puso en marcha.
En el camino empezó a ensayar un discurso. Qué el show estuvo acojonante, qué hacía tiempo que así no se reía, qué el lugar no tenía que envidiarle nada, puta, qué bien que te queda el smoking, guapo, ay, por la putísima, qué estoy estúpida. Nada, a los 87 metros Alberto seguía como una estatua. Ahí la Luz, llegando.
- Hola.
El sorpresivo arribo y el exagerado discurso de la española hizo que Alberto se asustara, cosa que era previsible, y que guardara el pequeño grabador con prisa en el bolsillo del saco. Recién ahí atinó a responder. - Hola.
Luz se balanceó un poco cambiando la pierna de apoyo, avanzó medio paso y le extendió la mano con una espontaneidad que era para aplaudirla. - Tú te llamas Alberto, vi tu show esta noche. Luz es mi nombre, mucho gusto -.
Alberto estrechó la mano de la española con una mezcla de temor y gusto. Sonrió con esa rara timidez de algunos tipos muy buen mozos, que saben que siempre están adelante por varios cuerpos y así y todo van a dar ventajas siempre.- Luz, qué buen nombre. Sobre todo a esta hora.
La catalana vio que en el aire venía volando algo, y lo aprendió al vuelo. Esperó dos o tres segundos antes de reírse. Ahí lo hicieron juntos.- Y tú parece que haces reír a todo el mundo a toda hora.
- Parece, sólo parece.
Esa cosa extraña y mágica que al buen entender de Luz andaba por ahí revoloteando era más que necesario que pusiera aunque más no fuera un pie en la tierra porque la mañana ya estaba clareando, y si hay otra cosa que la Luz muy bien sabía, es que esa es la hora de las despedidas. Y bueno, la catalana sacó a relucir todas sus horas de vuelo, todas sus rutas bien habidas, su calidad de ciudadana europea, la conciencia cierta de ser bellísima, y ya que estamos también inteligente, buena persona, excelente fotógrafa, emprendedora, y habida cuenta que todavía tenía más de un litro de champaña jugando en sus arterias, se la mandó de una, no sin antes mirar su pequeño reloj pulsera - Yo tengo elevador recién en una hora, no habrá un café abierto... ?

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