La luz de la mañana entraba suave por el ventanal que daba a la calle Santa Rita, en el cerro Lecheros. La vista era magnífica, las techumbres multicolores, las picadas en subida, los cercanos maceteros llenos de flores, y más lejos los buques mercantes en la dársena del muelle Barón, traficando el comercio ultramarino. El mar océano, el gran Pacífico, era el borde de arriba de esta postal activa.La música era de la radio, de la radio cooperativa, bien populista, pero en onda romántica ahora, boleros, cosas latinas. El audio se mixaba cada tanto con el acelerado e inconfundible trazo de una máquina de coser bien atendida.
Atento, concentradísimo, Alejandro, el bailarín, permanecía sentado frente a una histórica singer a pedal, modernizada ahora con provisión eléctrica. Todavía con vestuario nocturno, de musculosa y pantalón pijama, con pausa y detalle, trajinaba sobre una pieza de tela blanca, translúcida, que muy bien podía ser una gasa, la cual iba adquiriendo un volumen más que considerable, como de globo o alguna otra formación volante.
Ahí estaba el bueno de Alejo, dale que te dale con el pedal, intenso, pulcro, terminando el diseño.
La puerta de la habitación se abrió despacio, dejando entrar a una anciana pequeña y morena, con toda su recogida cabellera blanca, delgada y sencilla. Sobre el delantal, primorosamente bordado, portaba una pequeña bandeja con una humeante taza de té y unos bizcochos. La tía Encarnación, una de las tres con las que Alejo se había criado y con las cuales vivía desde siempre, de esto hace unos treinta y dos años, depositó la bandeja con cuidado sobre una mesa cerca del ventanal.
- Aquí está el desayuno, “Guaguo”, tómelo antes que se le enfríe.
Alejo levantó la vista del curso de la aguja y le tiró un beso rápido a la anciana sin contestarle. La tía sonrió con ternura y se fue despacio hacia la puerta. Cuando estaba por salir se acordó de algo.
- Ah, me olvidaba, temprano lo llamó la Carmencita y me dijo que iba a pasar a visitarlo, como a esta hora dijo que pasaba.
El “Guaguo” sacudió la cabeza atareado y atinó a darle las gracias por el recado. En la radio, Luis Miguel aseguraba imposibles, fatales desengaños.
Dejó de súbito la costura, estiró la espalda para atrás junto con los brazos, y se incorporó despacio, se fue acercando hacia la mesa donde estaba el te a medida que elongaba su cuerpo que se había encorvado demasiado ante la singer. Tomó la taza y se puso a beber mientras miraba por la ventana. La abrió de un empujón suave para que entrara la brisa marina junto con los ruidos de la calle. Luego se dedicó a los bizcochos con infantil gula. Los golpes a la puerta, en clave morse, lo reclamaron.
- Pasa, comadre, pasa que estoy desnudo - . Fue esta provocación suficiente como para que la Carmen, la turca, abriera la puerta de un empujón e irrumpiera como una comediante que era, exhibiendo una tenida que era nueva, tan discretita como unas calzas abajo anchas, con dibujos mexicanos, negras, y un top desmangado al tono, dejando bien expuestas unas maravillosas tetas que no calzaban sostén alguno. Así andaba por las escaleras de Valparaíso la muy loca de la Carmencita. Alejo quedó medio atragantado con un bizcocho cuando terminó de registrarla y se puso a toser bien ambiguo, con mezcla de pudor y envidia. Empezó a retarla.
- Ay Carmen, cómo se te ocurre andar así por la calle, tan de puta mijita, si usted no es más que bailarina, una artista.
La Carmencita que se pasaba de loca con el amigo marica, se llevó las manos a las tetas, sobándoselas como una auténtica marrana, al tiempo que se le vino encima y le propinó un soberano pico en medio de la boca y le robó rápida un par de bizcochos. Se tiró despatarrada sobre la cama a dar cuenta de su rapiña veloz, glotona, al tiempo que descubrió la singer con la costura inconclusa.
- Y, en qué andai, Pier Cardin ?- Lo interrogó zafada y burlona.
El “Guaguo” se puso rojo como un tomate, dejó la taza de te sobre la mesa con demasiada energía e intentó tapar su obra con un diario.
- En nada que a tu indigna mirada le incumba, ordinaria - . Le espetó ofuscado e ingenuo creyendo que con ese límite iba a detener a la turca, habida cuenta que la morena era de esa clase de mina que sólo se frena, y a veces falla, ante una mano viril que la amenaza. Y empezó la ofensiva.
- Así que ordinaria, indigna, puta, qué más huevón de mierda, que otra delicadeza tienes esta mañana para con tu amiga, confidente, partener, tu hermana íntima, cabro mal educado y agresivo -. Ahí fue cuando empezó a incorporarse, no sin antes devorar el tercer bizcocho que le había birlado.
Lo que siguió podría haber sido filmado en cámara lenta porque daba gusto, fue como una modernísima coreografía que podía ser de una compañía de danza alemana, esas que dibujan cosas bellísimas y violentas, tan sólo con un par de escobas y un balde.
Fue una lucha tan intensa como breve, en la cual la turca ganó haciendo gala de recursos tan bajos como fue el de bajarle de un tirón hasta los tobillos el pantalón pijama al pobre del Alejo, dejándole al aire tanto su bonito trasero como su dotado sexo.
Cuando la turca inició el segundo movimiento para tomarle el pájaro con ambas manos, el “Guaguo” pegó un gritito proclamando su derrota, e inició su confesión antes que la beligerancia de la Carmencita pusiera en peligro la integridad de la obra.
- Es un traje, Carmencita, es un traje.
La turca se acercó despacio, triunfadora hasta el rincón de la costura y descubrió el ropaje mal tapado por el diario. Se dio vuelta respirando algo agitada luego del breve combate y levantó automática la pera, inquiriendo sobre la naturaleza de tal ropa.
- Y se puede saber traje del qué, mi alma?
Alejó se echó pesado sobre la cama luego de haberse levantado agachado y pudoroso el pantalón pijama. Continuó con la confesión ahora con un dejo de angustia tomándole la voz en la garganta. Se amarró las manos en las huesudas rodillas y frenó como pudo un par de lágrimas que se le iban por la ventana.
- Un traje de ángel, mi reina, un traje de ángel.
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