jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 4. Nude de Luz

Era la una de la tarde y Luz permanecía aún debajo de la sábana. La módica habitación que doña Cata le había arrendado era pequeña y a pesar de carecer de persianas, cosa que en general no reconoce la mayor parte de la arquitectura chilena, así como el bidé del baño, sanitario que en algunos casos hay que narrar con lujo de detalles que rayan en la comparación con un raro adminículo masturbatorio; bueno, la habitación no tenía persianas y el baño carecía de bidé y tina, así y todo, las gruesas cortinas de mezclilla, impedían el paso de la luminosidad del día, permitiendo al fugaz pasajero trasnochante dormir a pata suelta hasta que se la pasara el sueño, la ingesta alcohólica, o ambas cosas juntas.
No era este el caso de la española. No se había levantado porque sí nomás, porque no se la había dado la gana, o más precisamente aún, porque no tenía todavía hambre y con un paquete de galletas que tenía al alcance de la mano, en el suelo, junto a sus zapatos de viaje, podía resistir quién sabe hasta cuándo. También porque hacía un rato largo que se entretenía con folletos de turismo que iba anotando con un marcador fino, con signos y llamadas que ella sola entendería.
Tomó un trago del agua mineral de medio litro que tampoco podía faltarle, se puso de costado, luego giró completamente y apoyada sobre los codos se incorporó un poco mejor, dejando el folleto casi entre sus senos, para que le luz de la bombilla que estaba en la cabecera de la cama lo iluminara sin defectos. Junto al pezón del seno izquierdo, una rosa de los vientos tatuaba su piel, marcándole un destino manifiesto de viajes y países.
En el folleto que estaba ahora delante de sus narices, marcó con un círculo una excursión que se anunciaba al “río más hermoso del mundo”, el Traihuenco, que en lengua mapuche viene a querer decir algo así como fuerte ruido de agua que cae de lo alto, dando cuenta que este río desemboca directamente en el mar desde una altura de casi cuatrocientos metros, en la undécima región, en los fiordos chilenos.
Semejante caída de agua primero le provocó un dulce estado de ensoñación y diríamos que casi de éxtasis, para luego recordarle que hacía como una hora que tenia una secreta e intensa necesidad de orinar. Se incorporó morosa y en cuatro relajados movimientos se fue despacio hasta el baño en donde siguió soñando. A la vuelta, corrió el cortinado de la ventana. El vertical horario de verano hizo el resto, al tiempo que cierta resaca que no tenía tan escondida la ayudó a tomarse la cabeza y taparse los ojos con las dos manos.
Fue entreabriendo de a poco los dedos, recuperando la sensación del día en unas pupilas que merecían el mejor trato. Después aspiró con ganas, profunda, el lindo aire que entraba liberado acariciándole el cuerpo.
La visión de Luz desnuda ante esa ventana marinera era como para inspirar a varias generaciones de maestros y aprendices de la plástica figurativa, y un poco más, generosamente, a escuelas de toda índole. Y cuando con ambas manos se apoyó impúdica en el alféizar de la celosía, dejando que el sol de enero le calentara las formas, ahí sí, ahí sí que se hubieran sumado presurosos los representantes de expresiones más tecnológicas, llámense fotógrafos, cineastas o inclusive locutores de radio. La contemplación de esta mujer desnuda era como para contener al estaf de una multimedia. Una diosa, eso era, una diosa.
Así, el dibujo de perfil comenzaba por unos hombros pequeños, redondos y ligeramente echados hacia atrás, como para enfrentar al mundo con tanta confianza como delicadeza, los brazos, largos, bien proporcionados y apenas musculosos, dejaban caer unas manos delgadas, articulados por unos dedos habilitados para transitar con libertad por cualquier parte, los de esas manos que continuaban apoyadas con placidez sobre la madera.
Los senos, pendientes en el ángulo que dibujaba al apoyarse en la ventana, eran lo bastante duros, grandes y bien formados, como para abastecer de harto placer a una hembra de treinta años, coronados por unos pezones pardos, de aureola ancha, intensa, generosos, turgentes, que repentinamente habían comenzado a ponerse erectos, denunciando una sensibilidad más que interesante dada una temperatura ambiente que rondaba los veinte grados.
El vientre de Luz era liso como para expresar que no habían transitado por él crías humanas, sellado por un ombligo pequeño y para dentro, ornado por un provocativo ganchillo de oro remedo de una esclavitud que en la española no era históricamente creíble.
El vello del pubis era negro, espeso y abundante, dando cuenta de que no se depilaba y que el tema le importaba un mismísimo cuerno, y que tomaba sol así, en bolas, ya que la piel no denunciaba marcas más claras de bikini alguno, cosa que tampoco se descubría en los pechos. Fiel a la tradición femenina europea, debajo del brazo también se le adivinaba un fino y negro pelo.
Pese a la flexión que había articulado con las altas y bien torneadas piernas, la cola se le elevaba lo bastante como para reconocer buena cultura en las posaderas, por alguna persistente práctica aeróbica, o lisa y llanamente, porque la natura había sido con esta criatura por demás espléndida.
Era una de esas colas que llevan a los hombres sensibles a perder la cabeza entre sus humedades más íntimas y a los poetas trágicos a volarse los testículos de un irreversible escopetazo ante la negación de la misma. Las piernas de Luz eran una invitación al baile, a la natación subacuática, a una caminata por el sahara durante quince días, y al cierre perfecto de un nudo erótico sobre una espalda favorecida por las estrellas. Las caderas contenían, ordenaban y dirigían toda esta anatomía predilecta. Tal era su arte.
Después de habernos permitido esta discreta y complaciente pincelada, Luz se dirigió tranquila al baño y comenzó a darse una ducha fría. Se gustó a sí misma debajo del agua, enjabonándose. Ahí comenzó a recordar las cosas que le habían sucedido entre las cinco y las seis y media de la mañana de ese día.
Le costó reconocer que era un trabajo más que arduo el poder catalogar al argentino entre alguno de los especimenes masculinos más difundidos. No era un seductor de partida, pero bien que le salía, así nomás, sin proponérselo, si bien él le había reconocido que lo único que conocía era algo de su país y un poco de Chile, parecía un ciudadano del mundo, algo también parecía haber leído, aunque su discurso no delataba pedantería alguna, más bien lo contrario, como echándose un poquito a menos.
Hablaba despacio, como pensando qué decir, dándole lugar a la pausa y permitiendo cierto calidez y complicidad en el dialogo, casi seguro que el otro, yo, la otra en este caso, tengo también una historia que bien vale la pena ser contada. Y si, un hijo puta, un buen mozo peligrosísimo que puede arruinarle a una que se distrae un poco el mejor viaje y hasta la vida misma, si no reacciona a tiempo. Ahí se puso a jabonarse y friccionarse los muslos con más vigor, casi con furia.
Eso, eso, como que no sé catalogarlo, si el tío es un reverendísimo hijo de puta. Después se rió con cierto sarcasmo de sí misma, y de cómo y desde cuándo le iba a entrar esa pavura a ella, justamente a ella, que se había hecho el Magreb en camello, sola, con un guía bereber que le había hecho el amor más o menos como en las mil y una noches de Pasolini. No, retroceder nunca, así deliraba ya casi la Luz mientas se enjuagaba el coño con el puro chorro de la ducha y una parsimonia excesiva.
Cerró en dos vueltas la canilla de agua fría, tomó el toallón de la puerta y se fue secando hacia la pieza. El sol le bañaba a pleno el cuarto y también la cama. Ahí se tiró medio mojada a continuar su íntima pelea. Con un pedazo del toallón empezó a frotarse la planta de un pie que había enredado en la flexionada rodilla. Y sí, la voz y la mirada del tío eran como para dejarla a una toda mojada. Eso sí, qué pesares podía llegar a ocultar un tipo que hace reír a la gente en un puerto tan cómo diría, tanguero, eso, tan tanguero como Valparaíso, eso sí, tenía que tener las más firme convicción que ese era un territorio donde ella iba a tener la entrada vedada, no iba ni a intentar jugar en ese terreno, tenia que jurárselo a sí misma, ante esa rosa de los vientos que tenia en su pecho y que de alguna forma simbolizaba una libertad que no estaba dispuesta a resignar ante ningún cómico de varieté suramericano.
Debía creer en su palabra, porque ese era el meollo del conflicto, las palabras que a Alberto le salían con demasiado sentido y facilidad de la boca, riesgo que por cierto ni ahí había tenido con el beduino, con el Valentino de Marruecos, que lo único que sabía decir en español era “mujer linda”. Se lo prometió firmemente a sí misma, en cuando el argentino se pasara de lírico, cargaba la mochila y partía para el río más bello del mundo, al sur del mundo.



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