Luz se había vuelto a encontrar con la australiana en Dalcahue. En el campamento base de Ignacio Vélez. Es bueno aclarar que este campamento no tenía ninguna carpa, muy por el contrario. Era una bellísima y enorme casa de madera construida sobre palafitos, en un canal que la enfrentaba con una de las islas Chauques, a menos de dos kilómetros.
La casa, enorme, ultramarino loft, se abría al paisaje con unos ventanales panorámicos que daban al canal, y una terraza para contemplar la noche y la magia de las luces de los barcos que pasaban en la oscuridad sobre las aguas. La parte trasera de la casa lindaba con un bosque, que era parte del terreno que comprendía la base de las excursiones y aventuras.
Dentro de la construcción de madera de pino rojo, se instalaban con comodidad el baño común y una gran cocina a leña, de hierro, la cual tanto servía para preparar alguna comida, como para calentar agua y calefaccionar la gran cabaña, así era que como es habitual en la zona, siempre estaba encendida y era alimentada por leña de ulmo.
También tenía un espacio destinado al descanso, con cinco camas con cuchetas superpuestas, de a tres, lo cual permitía que quince personas pudieran dormir en ellas. Finalmente, alojaba los kayacs, que eran el transporte que utilizarían los excursionistas, algunos de a dos y la mayoría individuales, herméticos, con bodega para ir abastecidos de agua, comida, bengalas, luces de posición y equipo de supervivencia, llegado el caso.
Allí era en donde Luz se había vuelto a encontrarse con Luanne Con esa gringa y siete más, que más los tres guías y Vélez, conformaban la dotación que partiría en la mañana hacia los fiordos. Trece en total. Y sí, no era tan buen número. Los siete gringos eran cuatro norteamericanos y tres canadienses.
Jóvenes, rubios, super equipados y huevones. O sea, casi simpáticos, casi conversadores, casi divertidos. Bien gringos, con esa persistente tendencia a actuar con niños grandes, en el borde de la oligofrenia. Dos eran mujeres. Una enorme gorda y una hermosa pecosa, con unos pechos impresionantes.
Ahí estaban en un claro del bosque, alimentando una gran hoguera, que les pintaba la cara de rojo, a eso de las ocho de la noche, aún de día por ahí, a mediados de enero.
Vélez había recibido la noticia desde Puerto Montt de que se les sumaba una excursionista más, que venía llegando de Santiago. Miraba su reloj el ex guerrillero, ya que en una hora a lo sumo se iba a terminar el día, lo cual iba a dificultar el arribo de la aventurera que los haría catorce.
Luz se había apartado, no andaba con ganas de confraternizar así, como obligada. Gozaba en eso del respeto de los gringos, que no son de andar forzando a nadie a estar con ellos. Eso hay que destacarlo en beneficio de los sajones, dejan a cada uno hacer la suya, conocen el punto del equilibrio entre el individuo y lo colectivo. Más o menos con eso es con lo que han dominado el mundo. Saben emborracharse como lobos, grupalmente, y también saben hacerlo muy bien solos, como osos.
Lo de la Luz esa tarde noche era más bien estar sola. Se había ido a caminar por la playa, aprovechando la bajada de la marea, y estaba ahora sentada sobre un tronco, en la escalera que daba a la playa, fumando y mirando al vacío, al canal que comenzaba a subir con la luna.
Estaba tranquila, casi en paz. Relajándose. Sabía que más allá de que nunca le habían caído bien, con ese grupo comenzaba mañana un viaje de unos diez días que la iba a sacar de buena manera de esos pensamientos que no terminaba de sacar de su cabeza. De esa emoción que le volvía a veces a tomar por el pecho, provocándole ligeras sensaciones de angustia, de congoja.
Todo lo de Valparaíso y Santiago había sido demasiado fuerte. Diez días con esos gringos iban a ser como un bálsamo, que sumado al riesgo de la excursión, que con esta variedad del turismo aventura estaba implícito y secretamente garantido, le aseguraban en definitiva una sumatoria de motivos que de todas maneras la sacaría de sí misma y de los recuerdos. Para volver a ser ella misma, vacía, libre.
Por el cambio en el tono de las voces, algunos gritos, y el haz de luz de un par de grandes linternas que surcaban el espacio del claro del ya anochecido bosque, se dio vuelta, curiosa, ante la proximidad de alguien que llegaba, un vecino o una visita.
No pudo advertir por la oscuridad que la tomaba, quién era que llegaba alborotando a los gringos y a los guías, mientras entraba a dejar su pesada mochila dentro de la gran cabaña. Luanne se la acercó para contarle que había llegado una nueva integrante a la excursión, que era una mujer joven, y que venía de Santiago.
Se quedó junto a ella, también algo intimidada por la mayoría de yanquis y canadienses, que se habían puesto a tomar pisco de la botella y estaban levantando temperatura y el volumen de sus gritos, cosa que la asustaba un poco. Hizo con la mano el gesto de que eran medios locos, o que estaban en camino a serlo, cosa que la espantaba y la ponía cerca de la española, que le sonrió con tristeza.
La Pancha luego de dejar su equipo le preguntó a Vélez si esos eran todos los que se iban para los fiordos del Paine, y recibió con una disimulada sonrisa el no, y la confirmación de que había en la expedición dos mujeres más, una australiana y una española.
Se sacó la parka, se cambió la transpirada remera, se puso una musculosa negra, se desodorizó, todo esto ante la mirada inevitable del Pepe, uno de los guías, que alimentaba la cocina con leña, dentro de la cabaña, acostumbrado a eso y a que las suecas y demás gringas se bañaran en pelotas delante de ellos, como si fueran de madera, o si el paisaje los transformara en sosegados seres totémicos, cosa que nada tenía que ver con la realidad, ya que el Pepe era también de Santiago, como el Vélez, y las mujeres le gustaban harto. La Pancha terminó de abrigarse con ropa limpia y salió a buscar a la española.
Se asomó a la terraza de la cabaña y miró intuitivamente hacia abajo, a la izquierda. No la vio porque ya era de noche y no había una buena luna. Pero el brillo de la brasa del pitillo, la orientó entre las sombras.
Fue hasta su mochila, tomó una liviana y potente linterna y se fue para la playita, bajando despacio por la escalera de troncos, cuidando de que su arribo no coincidiera con una caída grosera, que sin duda le quitaría emoción al encuentro, y la dejaría con unas marcas que no deseaba en el cuerpo. Bajaba con la linterna encendida, iluminándose los pasos. Cuando llegó al pie de la escalera, ya sobre la playa, se topó con Luanne y con Luz, que en silencio, habían visto como una linterna silente bajaba hacia ellas.
Había ensayado varias veces el discurso, mira qué habías olvidado en Santiago, pero ahora no le salía. No sabía si porque la otra, la australiana, la inhibía, o porque en definitiva ahora no era eso lo que quería decirle. Como no se le ocurría nada, no le salía palabra alguna, se iluminó la cara con la linterna, medio infantil era la salida, pero bueno, logró más de lo que pretendía, como fue asustar a las dos mujeres que pegaron un grito juntas, más fuerte el de la australiana.
Luz se llevó la mano a la boca, sin poder salir del asombro. Luego se levanto para abrazarse con la Pancha, al tiempo que la retaba y le decía qué estaba haciendo ahí, que estaba completamente loca. El abrazo duraba lo suficiente como para que Luanne se diera cuenta que estaba un poquito demás y se retirara, ubicada, discreta.
- Estas loca, mujer, qué sorpresa, casi me matas.
- Sí, completamente loca..
Seguían abrazadas. Luz no dio ninguna señal de querer soltarse, al contrario, le resultaba grato, le daba placer la llegada de esta loca, la sorpresa la agradaba. Igual intentó una defensa.
- Oye, tu locura no es obra mía, tía, tú ya lo estabas, así has venido al mundo, mujer, loca.
- No te hagas la inocente, eh, t-í-a, que no te cabe. Sí, es verdad, yo ya estaba loca. Pero después de conocerte estoy peor, me supera, entiendes.
Luz la tomó por la nuca y le acercó la cara, quedando nariz con nariz, pegadas. Los ojos a una distancia que no ven, se ponen bizcos. Se daban risa.
- Mira chiquilla, mírame bien, y que te quede claro, que no te quepan dudas. Mañana nos vamos con una expedición llena de gente, un grupo que nos estará mirando durante diez días. No es mi intención hacer otra cosa que eso, hacer un viaje de aventuras durante diez días. En paz, super tranquila. Si a ti te gusta, está todo bien, vamos a compartir la experiencia juntas, pero sin locura alguna, Francisca, de eso me escapé para venir aquí. No la necesito ni la prefiero. Me entiendes, me lo respetas ?.
Ahora fue la Pancha la que la tomó por la nuca, por las grandes orejas. Para separarla un poco. La miró a los ojos y los vio llenos de duda, tristes. No daba para besarla ni nada que se le pareciera.
- Si, mujer, ni ahí que tú sientas lo mismo. Pero yo también te pido que me respetes y que no censures lo que siento. Tampoco que me porte bien, así, no, pórtate bien, Francisca. No soy ninguna huevona, no vine a hacerte pasar un mal rato.
- Todo lo contrario. Pero no voy a parar hasta que te tenga desnuda, llena de deseo, buscándome la boca, aunque estemos durmiendo en una carpa, rodeadas de gringos. Me entiendes, no me pidas que me traicione. Pero ahí vas a ser tú la que va a venir a buscarme.
La convicción de la Pancha dejó a la española muda. Subieron la escalera calladas. Había sonado la campana para la cena. En la fogata, los gringos ya borrachos le aullaban a una luna que no estaba o no se veía.
La casa, enorme, ultramarino loft, se abría al paisaje con unos ventanales panorámicos que daban al canal, y una terraza para contemplar la noche y la magia de las luces de los barcos que pasaban en la oscuridad sobre las aguas. La parte trasera de la casa lindaba con un bosque, que era parte del terreno que comprendía la base de las excursiones y aventuras.
Dentro de la construcción de madera de pino rojo, se instalaban con comodidad el baño común y una gran cocina a leña, de hierro, la cual tanto servía para preparar alguna comida, como para calentar agua y calefaccionar la gran cabaña, así era que como es habitual en la zona, siempre estaba encendida y era alimentada por leña de ulmo.
También tenía un espacio destinado al descanso, con cinco camas con cuchetas superpuestas, de a tres, lo cual permitía que quince personas pudieran dormir en ellas. Finalmente, alojaba los kayacs, que eran el transporte que utilizarían los excursionistas, algunos de a dos y la mayoría individuales, herméticos, con bodega para ir abastecidos de agua, comida, bengalas, luces de posición y equipo de supervivencia, llegado el caso.
Allí era en donde Luz se había vuelto a encontrarse con Luanne Con esa gringa y siete más, que más los tres guías y Vélez, conformaban la dotación que partiría en la mañana hacia los fiordos. Trece en total. Y sí, no era tan buen número. Los siete gringos eran cuatro norteamericanos y tres canadienses.
Jóvenes, rubios, super equipados y huevones. O sea, casi simpáticos, casi conversadores, casi divertidos. Bien gringos, con esa persistente tendencia a actuar con niños grandes, en el borde de la oligofrenia. Dos eran mujeres. Una enorme gorda y una hermosa pecosa, con unos pechos impresionantes.
Ahí estaban en un claro del bosque, alimentando una gran hoguera, que les pintaba la cara de rojo, a eso de las ocho de la noche, aún de día por ahí, a mediados de enero.
Vélez había recibido la noticia desde Puerto Montt de que se les sumaba una excursionista más, que venía llegando de Santiago. Miraba su reloj el ex guerrillero, ya que en una hora a lo sumo se iba a terminar el día, lo cual iba a dificultar el arribo de la aventurera que los haría catorce.
Luz se había apartado, no andaba con ganas de confraternizar así, como obligada. Gozaba en eso del respeto de los gringos, que no son de andar forzando a nadie a estar con ellos. Eso hay que destacarlo en beneficio de los sajones, dejan a cada uno hacer la suya, conocen el punto del equilibrio entre el individuo y lo colectivo. Más o menos con eso es con lo que han dominado el mundo. Saben emborracharse como lobos, grupalmente, y también saben hacerlo muy bien solos, como osos.
Lo de la Luz esa tarde noche era más bien estar sola. Se había ido a caminar por la playa, aprovechando la bajada de la marea, y estaba ahora sentada sobre un tronco, en la escalera que daba a la playa, fumando y mirando al vacío, al canal que comenzaba a subir con la luna.
Estaba tranquila, casi en paz. Relajándose. Sabía que más allá de que nunca le habían caído bien, con ese grupo comenzaba mañana un viaje de unos diez días que la iba a sacar de buena manera de esos pensamientos que no terminaba de sacar de su cabeza. De esa emoción que le volvía a veces a tomar por el pecho, provocándole ligeras sensaciones de angustia, de congoja.
Todo lo de Valparaíso y Santiago había sido demasiado fuerte. Diez días con esos gringos iban a ser como un bálsamo, que sumado al riesgo de la excursión, que con esta variedad del turismo aventura estaba implícito y secretamente garantido, le aseguraban en definitiva una sumatoria de motivos que de todas maneras la sacaría de sí misma y de los recuerdos. Para volver a ser ella misma, vacía, libre.
Por el cambio en el tono de las voces, algunos gritos, y el haz de luz de un par de grandes linternas que surcaban el espacio del claro del ya anochecido bosque, se dio vuelta, curiosa, ante la proximidad de alguien que llegaba, un vecino o una visita.
No pudo advertir por la oscuridad que la tomaba, quién era que llegaba alborotando a los gringos y a los guías, mientras entraba a dejar su pesada mochila dentro de la gran cabaña. Luanne se la acercó para contarle que había llegado una nueva integrante a la excursión, que era una mujer joven, y que venía de Santiago.
Se quedó junto a ella, también algo intimidada por la mayoría de yanquis y canadienses, que se habían puesto a tomar pisco de la botella y estaban levantando temperatura y el volumen de sus gritos, cosa que la asustaba un poco. Hizo con la mano el gesto de que eran medios locos, o que estaban en camino a serlo, cosa que la espantaba y la ponía cerca de la española, que le sonrió con tristeza.
La Pancha luego de dejar su equipo le preguntó a Vélez si esos eran todos los que se iban para los fiordos del Paine, y recibió con una disimulada sonrisa el no, y la confirmación de que había en la expedición dos mujeres más, una australiana y una española.
Se sacó la parka, se cambió la transpirada remera, se puso una musculosa negra, se desodorizó, todo esto ante la mirada inevitable del Pepe, uno de los guías, que alimentaba la cocina con leña, dentro de la cabaña, acostumbrado a eso y a que las suecas y demás gringas se bañaran en pelotas delante de ellos, como si fueran de madera, o si el paisaje los transformara en sosegados seres totémicos, cosa que nada tenía que ver con la realidad, ya que el Pepe era también de Santiago, como el Vélez, y las mujeres le gustaban harto. La Pancha terminó de abrigarse con ropa limpia y salió a buscar a la española.
Se asomó a la terraza de la cabaña y miró intuitivamente hacia abajo, a la izquierda. No la vio porque ya era de noche y no había una buena luna. Pero el brillo de la brasa del pitillo, la orientó entre las sombras.
Fue hasta su mochila, tomó una liviana y potente linterna y se fue para la playita, bajando despacio por la escalera de troncos, cuidando de que su arribo no coincidiera con una caída grosera, que sin duda le quitaría emoción al encuentro, y la dejaría con unas marcas que no deseaba en el cuerpo. Bajaba con la linterna encendida, iluminándose los pasos. Cuando llegó al pie de la escalera, ya sobre la playa, se topó con Luanne y con Luz, que en silencio, habían visto como una linterna silente bajaba hacia ellas.
Había ensayado varias veces el discurso, mira qué habías olvidado en Santiago, pero ahora no le salía. No sabía si porque la otra, la australiana, la inhibía, o porque en definitiva ahora no era eso lo que quería decirle. Como no se le ocurría nada, no le salía palabra alguna, se iluminó la cara con la linterna, medio infantil era la salida, pero bueno, logró más de lo que pretendía, como fue asustar a las dos mujeres que pegaron un grito juntas, más fuerte el de la australiana.
Luz se llevó la mano a la boca, sin poder salir del asombro. Luego se levanto para abrazarse con la Pancha, al tiempo que la retaba y le decía qué estaba haciendo ahí, que estaba completamente loca. El abrazo duraba lo suficiente como para que Luanne se diera cuenta que estaba un poquito demás y se retirara, ubicada, discreta.
- Estas loca, mujer, qué sorpresa, casi me matas.
- Sí, completamente loca..
Seguían abrazadas. Luz no dio ninguna señal de querer soltarse, al contrario, le resultaba grato, le daba placer la llegada de esta loca, la sorpresa la agradaba. Igual intentó una defensa.
- Oye, tu locura no es obra mía, tía, tú ya lo estabas, así has venido al mundo, mujer, loca.
- No te hagas la inocente, eh, t-í-a, que no te cabe. Sí, es verdad, yo ya estaba loca. Pero después de conocerte estoy peor, me supera, entiendes.
Luz la tomó por la nuca y le acercó la cara, quedando nariz con nariz, pegadas. Los ojos a una distancia que no ven, se ponen bizcos. Se daban risa.
- Mira chiquilla, mírame bien, y que te quede claro, que no te quepan dudas. Mañana nos vamos con una expedición llena de gente, un grupo que nos estará mirando durante diez días. No es mi intención hacer otra cosa que eso, hacer un viaje de aventuras durante diez días. En paz, super tranquila. Si a ti te gusta, está todo bien, vamos a compartir la experiencia juntas, pero sin locura alguna, Francisca, de eso me escapé para venir aquí. No la necesito ni la prefiero. Me entiendes, me lo respetas ?.
Ahora fue la Pancha la que la tomó por la nuca, por las grandes orejas. Para separarla un poco. La miró a los ojos y los vio llenos de duda, tristes. No daba para besarla ni nada que se le pareciera.
- Si, mujer, ni ahí que tú sientas lo mismo. Pero yo también te pido que me respetes y que no censures lo que siento. Tampoco que me porte bien, así, no, pórtate bien, Francisca. No soy ninguna huevona, no vine a hacerte pasar un mal rato.
- Todo lo contrario. Pero no voy a parar hasta que te tenga desnuda, llena de deseo, buscándome la boca, aunque estemos durmiendo en una carpa, rodeadas de gringos. Me entiendes, no me pidas que me traicione. Pero ahí vas a ser tú la que va a venir a buscarme.
La convicción de la Pancha dejó a la española muda. Subieron la escalera calladas. Había sonado la campana para la cena. En la fogata, los gringos ya borrachos le aullaban a una luna que no estaba o no se veía.
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