jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 47. Años de soledad

Se había decidido. Ahí estaba, delante del teléfono. Con el número de la casa en donde vivía Tomás, su hijo, con la mamá, en Buenos Aires, en el porteño barrio de Palermo. Con la mamá y con quien puta fuera. No le importaba, sólo quería comunicarse con su hijo ahora, no se iba a echar atrás, por más que lo atendiera la madre o un huevón con voz de malo.
Ese era su hijo, al que no conocía y quería al menos escucharle la voz, nada más que eso. Ni que iba a ir a buscarlo para traérselo, ni que si no querían vivir juntos, ni qué lindo sería, no. Sólo escucharlo, y que Tomás supiera que él estaba vivo, que vivía y trabajaba en Valparaíso de cómico de varieté, sí, no le iba a decir de cabaré, y bueno, eso.
Nada más ni nada menos. Ni una gota de alcohol tomaba desde la última noche. Estaba entero, lúcido, pero se lo comían los nervios. Fumaba como un turco. Respiró hondo, levantó el tubo, que se le resbalaba por la transpiración de las manos. Le costó marcar los números por el temblor en los dedos. Era una llamada directa, sin operadora. Comenzó a sonar lejano, a más de mil quinientos kilómetros, nadie atendía. Estaba por colgar cuando una voz de hombre dijo hola, eso más o menos lo esperaba, al segundo hola de ese hombre, habló Alberto.
- Hola, si buenas tardes, por favor con Tomás del Río -. Así había decidido nombrarlo, con nombre y apellido, sí, el que lo buscaba era su padre, no un amigo.
- Con quién quiere hablar ? -. Se escuchó lejano, neutro.
- Con Tomás por favor -. Pidió ya con la voz más baja, emocionándose.
- Aquí no vive nadie con ese nombre -.
- Perdón, no es esa la casa de la familia Alvarez ? -. Interrogó ya medio balbuceando.
- No, señor, hace años que no viven más acá. Vendieron la casa hace años -. Completó del otro lado de la línea esa voz lejana, extraña, definitiva.
- Disculpe, mire yo soy el padre de Tomás. Usted no tiene por casualidad el número en donde ahora viven -. Casi implorándole para que le dijera que sí, que esperara un momento, que ya se lo pasaba.
- No señor, no, mire, se fueron como hace cuatro años. Y no, no dejaron ningún número. Lo lamento
- Gracias, disculpe -.
- No, por favor, de nada. Lamento no poder ayudarlo. Buenas tardes.
Se quedó inmóvil, mirando para afuera, el cielo, el pajarito, la nada misma. Ahora sí que estaba vacío del todo, que se le había acabado el mundo. Que mucho más por hacer no había. Que nada tenía ningún sentido. Cuatro años hacía que se habían ido. No le había errado por un rato. No era que cinco minutos, y que había estado a punto. No huevón, había llegado cuatro años tarde. Pavada de tardanza. Cuatro años.
Se miró las manos, empapadas y tembleques, se las secó en los pantalones, como buscando borrar las huellas de tanto tiempo, de tanta pérdida. Ya ni valía le pena matarse, no era necesario. El ya estaba muerto, lo que le estaba pasando era que se estaba dando cuenta. Eso era. Tal el titulaje de la noticia. Alberto del Río se enteró de su muerte ocurrida hace un montón de años. Ni para llorarse estaba.
Como un autómata se levantó, fue a la cocina, buscó una bolsa grande de residuos y se fue para la pieza. Abrió el ropero y sacó de entre la ropa, medio escondida, una caja de cartón grande. Se sentó en la cama, arrimó la caja, la abrió y empezó a sacar objetos que colocaba en la bolsa de basura.
Lo que estaba metiendo en la bolsa eran los casetes con la grabaciones que registraban los avistamientos del ángel, todos con fecha y hora, algunos mensajes escritos con un letra extraña, un par de plumas, recortes de diario con las noticias de la muerte de Alberto Olmedo y de su madre, al día siguiente durante el funeral del hijo. También los pedazos de la foto que había tomado Luz, que él había roto y luego recogido y guardado. Y los restos de las flores ya marchitos que le había regalado a la española.
Cerró la bolsa con un nudo, salió al patio, fue hasta la puerta de calle, la abrió y puso la bolsa en la vereda, junto a otras bolsas de los vecinos, que se apilaban.
Se quedó ahí, mirando la calle, para abajo, sin esperar ya a nadie.

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