Temprano, a eso de las siete de la mañana, el Pepe, la Teba y Tommy, los guías, habían comenzado a preparar el desayuno y a despertarlos, cosa que con los gringos había sido casi una hazaña ya que la mayoría se había ido a dormir muy tarde y borrachos.
Pero, con esa cosa de los gringos y su capacidad casi imbatible de ingesta alcohólica, ese arte de saber sobrevivir y ser productivos en una cultura de borrachos, luego de las campanadas, las sacudidas, los golpes en los travesaños de las camas con un palo, y otras delicadezas que ejercitaban con cierta morbosidad los guías, habían logrado levantarlos, lo que lo preferían se habían bañado, dos se habían bañado, y ahí estaban ahora, ya desayunados y en el mundo, como recién nacidos, listos para la partida.
Luanne, la Pancha y Luz habían hecho un poco rancho aparte. Habían dormido las tres en una cama, así, en ese orden, una arriba de la otra, habían sido las primeras en levantarse, la australiana y Luz se habían duchado. Habían desayunado juntas y antes que los gringos, en la punta de la gran mesa, junto a Vélez, y luego de guardar sus cosas, habían cerrado y cargado sus mochilas en el “Río Calle-Calle”, un lanchón de unos veinte metros de eslora, con una buena cabina y una gran bodega, que había llegado con el alba, para cargar a los expedicionarios y a los kayacs, para partir luego navegando hacia el extremo sur.
Lo que quedaba por hacer ahora, era un trabajo en equipo, medio complejo, dado el peso de los mismos, que era levantar uno por uno a los kayacs, llevarlos hasta el lanchón, subirlos a cubierta, volver a apilarlos y amarrarlos. Tarea por cierto nada fácil ni liviana.
Experimentados y atléticos, los guías se hicieron cargo de la parte más dura, pero coordinando a los gringos para que participaran, que de eso se trataba, y colaboraran con el traslado de las canoas. Vélez se hizo un poco cargo del grupo de las tres mujeres, que él empezó a llamar vaya a saber porqué, “las tres marías”.
Así fueron cargando y llevando uno a uno los diez kayacs de la expedición. Cuando terminaron era casi el mediodía y todos estaban hambrientos. Subieron al lanchón, Vélez cerró la cabaña con llave, y partieron tocando sirena hacia el puerto de Dalcahue, distante a unos seis kilómetros. Allí iban a almorzar en un restaurante, a abastecer al lanchón con agua potable, comida y combustible, y a despedirse de la civilización, hasta dentro de unos diez días.
Ya en la cubierta del “Calle-Calle”, navegando por el medio del canal hacia el puerto, todos aprovecharon para sacar y sacarse fotos, disfrutar del viento suave y el sol fuerte, que los bronceaba de lo lindo. Todos, por supuesto, iban con la cabeza cubierta, formando banderas y banderines con las combinaciones de los colores de sombreros y gorros. También se colocaban cremas con protectores solares por todas partes.
Luz había subido sola al techo de la cabina, contemplaba el bellísimo espectáculo de la lancha, avanzando a buena marcha por el centro del canal, que era ese mediodía un espejo de agua, casi sin oleaje, con salmones que saltaban buscando el sol, y lobos marinos saludando desde la orilla. Miró para la cubierta, desde abajo de sus anteojos para sol, y ubicó a la loca de la Pancha, que ya intimaba con los gringos, más precisamente con Susan, la pecosa, que lucía sin pudor sus enormes pechos, sólo cubiertos por una remera finita. Hacía calor ahora, era como para estar en traje de baño.
Intentaba no pensar en la situación que se había generado con la Francisca para no asustarse demasiado y no perder el control. La declaración de amor tan apasionada que la Pancha le había hecho anoche, le dejaba medio estupefacta. Nunca le había pasado nada parecido. Había sí, coqueteado con alguna que otra modelo por los motivos de su profesión de fotógrafa. Pero nada más que eso. Punto. Ni se había acostado nunca con alguna, ni lo había deseado, ni se le había cruzado por la cabeza.
Esto que estaba pasando con la chilena era una novedad en todo sentido. Y no sabía cómo manejarlo, le daba la sensación que cuando más quería ponerle distancias a la otra, más se enganchaba ésta, como en un jueguito medio perverso. No entendía. No entendía porqué por otro lado la Francisca tenía cierto arte en seducirla que le daba un poco de miedo. Sí, esa mujer sabía muy bien qué decirle y cómo.
Tenía miedo de que sin darse cuenta terminara teniéndola dentro de ella, y pasándolo super bien encima. Lo que más miedo le daba era que el juego la provocaba un poco. No sabía si por morbo, por curiosidad, por exceso de un aburrimiento que ella por ahí ni sabía que llevaba consigo. Bien que le estaba moviendo el piso la Panchita.
Y ahí estaba lo loca, abajo, muerta de risa con esa boba pecosa y tetona, como si la conociera de toda la vida. Sí, por favor, que se enganchara con las tetas de Susan y la dejara a ella tranquila, por favor, que pasara eso. Miró a Luanne apoyada en la baranda, en la proa, sola. Le dio pena y bajó a hablar con ella.
Pero, con esa cosa de los gringos y su capacidad casi imbatible de ingesta alcohólica, ese arte de saber sobrevivir y ser productivos en una cultura de borrachos, luego de las campanadas, las sacudidas, los golpes en los travesaños de las camas con un palo, y otras delicadezas que ejercitaban con cierta morbosidad los guías, habían logrado levantarlos, lo que lo preferían se habían bañado, dos se habían bañado, y ahí estaban ahora, ya desayunados y en el mundo, como recién nacidos, listos para la partida.
Luanne, la Pancha y Luz habían hecho un poco rancho aparte. Habían dormido las tres en una cama, así, en ese orden, una arriba de la otra, habían sido las primeras en levantarse, la australiana y Luz se habían duchado. Habían desayunado juntas y antes que los gringos, en la punta de la gran mesa, junto a Vélez, y luego de guardar sus cosas, habían cerrado y cargado sus mochilas en el “Río Calle-Calle”, un lanchón de unos veinte metros de eslora, con una buena cabina y una gran bodega, que había llegado con el alba, para cargar a los expedicionarios y a los kayacs, para partir luego navegando hacia el extremo sur.
Lo que quedaba por hacer ahora, era un trabajo en equipo, medio complejo, dado el peso de los mismos, que era levantar uno por uno a los kayacs, llevarlos hasta el lanchón, subirlos a cubierta, volver a apilarlos y amarrarlos. Tarea por cierto nada fácil ni liviana.
Experimentados y atléticos, los guías se hicieron cargo de la parte más dura, pero coordinando a los gringos para que participaran, que de eso se trataba, y colaboraran con el traslado de las canoas. Vélez se hizo un poco cargo del grupo de las tres mujeres, que él empezó a llamar vaya a saber porqué, “las tres marías”.
Así fueron cargando y llevando uno a uno los diez kayacs de la expedición. Cuando terminaron era casi el mediodía y todos estaban hambrientos. Subieron al lanchón, Vélez cerró la cabaña con llave, y partieron tocando sirena hacia el puerto de Dalcahue, distante a unos seis kilómetros. Allí iban a almorzar en un restaurante, a abastecer al lanchón con agua potable, comida y combustible, y a despedirse de la civilización, hasta dentro de unos diez días.
Ya en la cubierta del “Calle-Calle”, navegando por el medio del canal hacia el puerto, todos aprovecharon para sacar y sacarse fotos, disfrutar del viento suave y el sol fuerte, que los bronceaba de lo lindo. Todos, por supuesto, iban con la cabeza cubierta, formando banderas y banderines con las combinaciones de los colores de sombreros y gorros. También se colocaban cremas con protectores solares por todas partes.
Luz había subido sola al techo de la cabina, contemplaba el bellísimo espectáculo de la lancha, avanzando a buena marcha por el centro del canal, que era ese mediodía un espejo de agua, casi sin oleaje, con salmones que saltaban buscando el sol, y lobos marinos saludando desde la orilla. Miró para la cubierta, desde abajo de sus anteojos para sol, y ubicó a la loca de la Pancha, que ya intimaba con los gringos, más precisamente con Susan, la pecosa, que lucía sin pudor sus enormes pechos, sólo cubiertos por una remera finita. Hacía calor ahora, era como para estar en traje de baño.
Intentaba no pensar en la situación que se había generado con la Francisca para no asustarse demasiado y no perder el control. La declaración de amor tan apasionada que la Pancha le había hecho anoche, le dejaba medio estupefacta. Nunca le había pasado nada parecido. Había sí, coqueteado con alguna que otra modelo por los motivos de su profesión de fotógrafa. Pero nada más que eso. Punto. Ni se había acostado nunca con alguna, ni lo había deseado, ni se le había cruzado por la cabeza.
Esto que estaba pasando con la chilena era una novedad en todo sentido. Y no sabía cómo manejarlo, le daba la sensación que cuando más quería ponerle distancias a la otra, más se enganchaba ésta, como en un jueguito medio perverso. No entendía. No entendía porqué por otro lado la Francisca tenía cierto arte en seducirla que le daba un poco de miedo. Sí, esa mujer sabía muy bien qué decirle y cómo.
Tenía miedo de que sin darse cuenta terminara teniéndola dentro de ella, y pasándolo super bien encima. Lo que más miedo le daba era que el juego la provocaba un poco. No sabía si por morbo, por curiosidad, por exceso de un aburrimiento que ella por ahí ni sabía que llevaba consigo. Bien que le estaba moviendo el piso la Panchita.
Y ahí estaba lo loca, abajo, muerta de risa con esa boba pecosa y tetona, como si la conociera de toda la vida. Sí, por favor, que se enganchara con las tetas de Susan y la dejara a ella tranquila, por favor, que pasara eso. Miró a Luanne apoyada en la baranda, en la proa, sola. Le dio pena y bajó a hablar con ella.
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