Hacía varios días que Cuellar se sentía distinto. Primero, y de una manera que no llegaba a comprender y que comenzaba a preocuparle, había dejado de consumir su cotidiana y matinal dosis de cocaína. De todas maneras, en los más menos treinta años que lo hacía, había tenido temporadas de forzosa abstinencia, en tanto y en cuanto no siempre había tenido trabajo y dinero para proveérsela.
Era un lujo caro, en el fondo no sabía si se había hecho chef, oficio siempre bien remunerado, para procurársela, más allá de que siempre había sido feliz entre las ollas, las esencias, las recetas magistrales, los secretos inconfesables, esos que no pueden enseñar los huevones en los programas televisivos.
Esa era una, y no menor, de las novedades que lo tomaban casi sin aviso, sorprendiéndolo, luego de que se hubiera concretizado la operación ilícita. Más seguro, como más libre se sentía. También la inminencia del gusto que se iba a dar con la Carmen, que más tarde o más temprano llegaría. Sí, no tenía dudas. Iba a ser cuando ella quisiera, con gusto, hasta con un poquito de cariño. Se iba a dar porque la vida era así, porque él lo merecía y ella no era ni egoísta ni ingrata.
Otra de las novedades era que el tema de la organización de la fiesta lo había copado. Sí, la inteligencia, la poca o mucha que hubiera, la voluntad ahora como más elástica, bien elongada, precisa, y la creatividad llena de empuje, de alegría, lo divertían como a un estudiante, yendo y viniendo, en procura de que nada faltara para esa fiesta que era para la Carmen pero también era para él mismo.
Estaba con el tema de los cubanos ahora, y hacía un rato había recibido un llamado telefónico del Felipe, desde Santiago, confirmándole lo de las stripers, asegurándole además que iba a ser un espectáculo digno de ser filmado, que después le daba los detalles en persona.
Y sí, la movida cundía. Eso era mucho más que una fiesta de disfraces para festejar que la turquita era propietaria. No mi amigo, se estaba convirtiendo en un evento, algo que iba a dar que hablar, sin duda, en una cultura habituada a que nunca pase nada. Mojigata, hipócrita, provinciana.
Iba a juntarse con el Ismael, el manager de los cubanos, en un café del centro comercial de Valparaíso, a un par de cuadras de la casa. Ahí habían quedado, luego de que lo ubicara telefónicamente y le contara a grandes rasgos que querían invitar al grupo a una fiesta de disfraces. Y quiénes eran ellos, los del “Old Tango”.
Ahí estaba el negro, sentado ya en una mesa en la vereda, se había venido acompañado por una mulata que hacía que el mundo pasara más despacio al lado de ella. Rotando moroso, sobre sí mismo, haciéndola reír, llena de humor, de poder y picardía.
Cuellar se acercó simpático, campechano, presentándose. Ismael la presentó a Rita, como si hiciera falta. Los cubanos ya estaban tomando cerveza, cosa que al peruano le pareció por demás apropiada. Fue directo al grano, les contó el tema de la fiesta casi con lujo de detalles, sin evitar ni ocultar nada.
Los buscaban porque ellos eran portadores de una reserva energética que los hacía necesarios, más que necesarios para garantizar que esa fiesta iba a inolvidable en un ciento por ciento. Y bueno, porque también iba a ser bueno que se conocieran, confraternizar entre hermanos de la gran América y todo el cuento, que contado así, en el mejor tono, por el gordo, sonaba bárbaro, creíble, auspicioso inclusive.
El cubano lo dejó hablar con respeto, sin interrumpirlo, relajado, atento. Rita lo miraba desde abajo de unas pestañas grandes como sombrillas y sonreía ante la convicción y el entusiasmo que el peruano le ponía al evento.
Y sí, que estos pescados del mar austral quisieran hacer una fiesta así, y que hubieran pensado en ellos para que no le faltara pimienta, era lindo, los halagaba, era todo un detalle propio de la delicadeza y la hospitalidad de los chilenos, casi como un piropo, más allá que la idea hubiera sido de un argentino y los estuviera invitando oficialmente un peruano.
Iban a ir, sin duda. Ismael ni insinuó el tema de la plata. Iban a ir porque a ellos también les gustaban las fiestas. Y porque más allá de cualquier referencia política, en su tierra eso de andar disfrazándose no era cosa de todos los días, a veces era difícil, tanto por la falta de recursos como por cierta censura que estaba por demás aceptada, la cual en un punto consideraba la historia de los disfraces como un costumbre medio capitalista.
Sí, sí, aunque no le creyera eso pasaba. Y llegado el caso, los disfraces no eran ni los más lindos, ni los que uno preferiría, ni dejaban en definitiva de expresar ideología, y sí, falta de libertad, sin vueltas. En la isla había cosas de las que uno no podía reírse, por más ganas que tuviera, sin estar exponiéndose a consecuencias a veces muy poco felices.
Por eso iban a ir, porque la invitación los honraba, porque ellos, los del cabaré eran gente respetada y reconocida de Valparaíso, porque querían darse el gusto de disfrazarse de los que les viniera en gana, y porque de ese encuentro podían surgir luego otras historias, si bien no sabían muy bien cuáles. Ni habló de plata.
Brindaron y el gordo le sonrió a la Rita con toda la cara, sin poder creer que eso estuviera pasando, y que todo, en mayor o menor medida, en torno a él girara. Rita le preguntó si se podía llevar algún invitado más, un amigo, o una amiga. El Cuellar levantó las palmas de las manos para el cielo, sin palabras, agradecido.
Era un lujo caro, en el fondo no sabía si se había hecho chef, oficio siempre bien remunerado, para procurársela, más allá de que siempre había sido feliz entre las ollas, las esencias, las recetas magistrales, los secretos inconfesables, esos que no pueden enseñar los huevones en los programas televisivos.
Esa era una, y no menor, de las novedades que lo tomaban casi sin aviso, sorprendiéndolo, luego de que se hubiera concretizado la operación ilícita. Más seguro, como más libre se sentía. También la inminencia del gusto que se iba a dar con la Carmen, que más tarde o más temprano llegaría. Sí, no tenía dudas. Iba a ser cuando ella quisiera, con gusto, hasta con un poquito de cariño. Se iba a dar porque la vida era así, porque él lo merecía y ella no era ni egoísta ni ingrata.
Otra de las novedades era que el tema de la organización de la fiesta lo había copado. Sí, la inteligencia, la poca o mucha que hubiera, la voluntad ahora como más elástica, bien elongada, precisa, y la creatividad llena de empuje, de alegría, lo divertían como a un estudiante, yendo y viniendo, en procura de que nada faltara para esa fiesta que era para la Carmen pero también era para él mismo.
Estaba con el tema de los cubanos ahora, y hacía un rato había recibido un llamado telefónico del Felipe, desde Santiago, confirmándole lo de las stripers, asegurándole además que iba a ser un espectáculo digno de ser filmado, que después le daba los detalles en persona.
Y sí, la movida cundía. Eso era mucho más que una fiesta de disfraces para festejar que la turquita era propietaria. No mi amigo, se estaba convirtiendo en un evento, algo que iba a dar que hablar, sin duda, en una cultura habituada a que nunca pase nada. Mojigata, hipócrita, provinciana.
Iba a juntarse con el Ismael, el manager de los cubanos, en un café del centro comercial de Valparaíso, a un par de cuadras de la casa. Ahí habían quedado, luego de que lo ubicara telefónicamente y le contara a grandes rasgos que querían invitar al grupo a una fiesta de disfraces. Y quiénes eran ellos, los del “Old Tango”.
Ahí estaba el negro, sentado ya en una mesa en la vereda, se había venido acompañado por una mulata que hacía que el mundo pasara más despacio al lado de ella. Rotando moroso, sobre sí mismo, haciéndola reír, llena de humor, de poder y picardía.
Cuellar se acercó simpático, campechano, presentándose. Ismael la presentó a Rita, como si hiciera falta. Los cubanos ya estaban tomando cerveza, cosa que al peruano le pareció por demás apropiada. Fue directo al grano, les contó el tema de la fiesta casi con lujo de detalles, sin evitar ni ocultar nada.
Los buscaban porque ellos eran portadores de una reserva energética que los hacía necesarios, más que necesarios para garantizar que esa fiesta iba a inolvidable en un ciento por ciento. Y bueno, porque también iba a ser bueno que se conocieran, confraternizar entre hermanos de la gran América y todo el cuento, que contado así, en el mejor tono, por el gordo, sonaba bárbaro, creíble, auspicioso inclusive.
El cubano lo dejó hablar con respeto, sin interrumpirlo, relajado, atento. Rita lo miraba desde abajo de unas pestañas grandes como sombrillas y sonreía ante la convicción y el entusiasmo que el peruano le ponía al evento.
Y sí, que estos pescados del mar austral quisieran hacer una fiesta así, y que hubieran pensado en ellos para que no le faltara pimienta, era lindo, los halagaba, era todo un detalle propio de la delicadeza y la hospitalidad de los chilenos, casi como un piropo, más allá que la idea hubiera sido de un argentino y los estuviera invitando oficialmente un peruano.
Iban a ir, sin duda. Ismael ni insinuó el tema de la plata. Iban a ir porque a ellos también les gustaban las fiestas. Y porque más allá de cualquier referencia política, en su tierra eso de andar disfrazándose no era cosa de todos los días, a veces era difícil, tanto por la falta de recursos como por cierta censura que estaba por demás aceptada, la cual en un punto consideraba la historia de los disfraces como un costumbre medio capitalista.
Sí, sí, aunque no le creyera eso pasaba. Y llegado el caso, los disfraces no eran ni los más lindos, ni los que uno preferiría, ni dejaban en definitiva de expresar ideología, y sí, falta de libertad, sin vueltas. En la isla había cosas de las que uno no podía reírse, por más ganas que tuviera, sin estar exponiéndose a consecuencias a veces muy poco felices.
Por eso iban a ir, porque la invitación los honraba, porque ellos, los del cabaré eran gente respetada y reconocida de Valparaíso, porque querían darse el gusto de disfrazarse de los que les viniera en gana, y porque de ese encuentro podían surgir luego otras historias, si bien no sabían muy bien cuáles. Ni habló de plata.
Brindaron y el gordo le sonrió a la Rita con toda la cara, sin poder creer que eso estuviera pasando, y que todo, en mayor o menor medida, en torno a él girara. Rita le preguntó si se podía llevar algún invitado más, un amigo, o una amiga. El Cuellar levantó las palmas de las manos para el cielo, sin palabras, agradecido.
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