Habían navegado casi siete horas hacia el sureste. Iban a echar el ancla en una caleta cercana a Chaitén, primera escala ya en la costa del continente. Eran las ocho de la tarde, aún con luz día. El plan era sencillo. El ancla, y luego en un par de gomones con motor, hacer playa, bajar organizadamente los kayacs, y en una zona protegida del viento, boscosa, armar las carpas para pasar la primer noche.
Luz se había tomado buena parte de la breve travesía para relacionarse un poco con los gringos. En realidad lo había hecho con uno en especial. Con Max, un yanqui de San Francisco. Carpintero, hippie histórico, ecologista ahora, pero de un ala radicalizada, de izquierda, objetor de greenpeace y periodista alternativo. Muy linda persona, tanto física como espiritualmente.
Gran viajero, Max mostraba con orgullo un pasaporte que tenía sellos hasta en la carátula. No le faltaba conocer casi nada al carpintero. Sencillo, de gran corazón, generoso, intuitivo, divertido. Era lo que por ahora le había llamado la atención a la española. Más allá de que con Luanne se entendía, casi sin palabras, dentro de una comunicación muy delicada, propio del tipo de carácter que en un punto ambas tenían. Cuidadosas, sensibles.
Max también se había acercado a la Pancha y a Susan, la pecosa, movido por un interés casi explícito, el cual era tener sexo con alguna mujer esa noche, como para plantar la bandera en alguno de esos cuerpos, incluido el de Luz, cosa de asegurarse cierta preferencia, ya que las nombradas, junto con la Teba, la guía, eran muy para ser tenidas en cuenta todas.
No había dejado de trabajar en ese sentido el carpintero. Menos con la guía, la cual un poco por su rol y otro tanto porque daba la sensación de ser mujer o del Vélez o del Pepe, el otro guía, cosa que no terminaba de estar muy en claro, quedaba medio afuera de un potencial turismo erótico.
La loca de la Pancha y la tetona de Kentucky, Susan, lo habían dejado jugar y hacerse el mono, intentando seducirlas a las dos juntas, ya que la chilena vaya a saber en cuál estrategia, no se había apartado de la pecosa en toda la travesía. Max había descubierto las pipas que la Francisca muy arteramente le había dejado entrever, en un bolsillo lateral de su pantalones de exploradora, y luego todo había ido ascendiendo en la escalada de las insinuaciones. Más o menos que ya andaban por Tailandia, y no en viaje a los helados fiordos del extremo sur chileno. En Tailandia y con treinta y siete coma ocho grados a la sombra.
La movida de la Pancha Amenabar no era del todo rara. Lo que sorprendía era su arte, cómo en definitiva una pendeja de veinticinco años podía llegar a manipular así a huevones bastante más grandes. Porque lo que ahora se venía era el reparto de la gente para las carpas, las cuales eran todas de tres personas, menos una de cuatro, para Vélez y los guías.
Lo que se venía venir era como una fija, Luz de alguna manera ya lo intuía. La Pancha se iba a llevar a Susan y a Max para una carpa, dejándola a ella con la compañía triste de Luanne, y la poco deseable de Cindy, esa asistente social neoyorquina, de unos cuarenta años y unos ochenta kilos. Esa era la jugadita, la diversión con ella, con la Pancha, de la mano de sus pipas, y el aburrimiento a cargo de la española. Y sí, si alguien luego pretendía divertirse iba a tener que pagar peaje y pedir permiso por carta, con varios días de anticipación.
Me cago en la leche de esta putísima, como puede ser tan víbora, tan astuta. Y ya estamos llegando, no, si de ahí no saco al Max con nada, uh, qué va, el tío ya se ha hecho la película, no, no me da. Me la puso la muy puta. Mi madre, y esa gorda debe resoplar como un elefante. Ah, la hostia. Ya, qué va, a cultivar el lenguaje de las plantas con Luanne, pobre de nosotras.
El Calle-Calle echó al ancla, y comenzaron a cargar a los gomones, ya en el agua, con el equipo para acampar. La caleta era de una belleza de otro mundo. Al pie de un abrupto cerro que encallaba en el mar, poblado de araucarias que se dejaba caer sobre la playa. Azul, verde, tupido, como si miles de guerreros mapuches de madera, con grandes penachos, custodiaran esas costas atentos, altivos, listos para la pelea.
El equipo básico, las carpas, el agua, la comida y las ollas, fue transportado por los guías y un par de gringos forzudos y más que participativos, a un claro del bosque, medio rodeado por unas grandes rocas. Con los otros dos gomones, Vélez y la Teba completaron el acarreo del resto de los expedicionarios con sus mochilas. En el lanchón quedaba el capitán, Rearte, y dos marineros, Ramón y Mariño, gente sencilla, fuerte y hosca de la región.
Primero iban a hacer un gran fuego y luego armar las carpas, en semicírculo al derredor, ya que en un par de horas la temperatura iba a descender bruscamente, con una helada que iba a atravesar cualquier tipo de tela, para dejar temblando a medio mundo. El Vélez y los guías, como papás de una banda de huevones grandes, les daban instrucciones para que mudaran esa ropa, se abrigaran, con gorros de lana o polares, sobre todo, para que no se les fuera el calor del cuerpo por la cresta. Sí, sí, lana en todas las extremidades. Al Max se le empezaban a helar sus ardientes y urgentes bajos instintos.
Así fue que cuando se calentaba junto a la reciente fogata, siendo como era de la media California y bastante friolento, dado lo magro de su atlético y delgado cuerpo, no reparó que la Teba ya andaba en el reparto de la gente en las carpas, y que a sus espaldas la pecosa y la Pancha le confirmaban que ellas iban a estar juntas, y si quería, Luz podía sumárseles.
Teba se le acercó a la española, que estaba medio perdida, sin saber dónde acomodar al menos su mochila, y la consultó si prefería ir con las chicas, cosa a la que ella le dijo que bueno, que le daba lo mismo, que sí, en cualquier parte.
El hippie lindo no dejaba de lamentarse para adentro, medio resignado, ante lo mal que había terminado su jugada. Si había algo que no lo entusiasmaba era pernoctar en una carpa muerto de frío con un oso y una australiana medio melancólica, que parecía muda. No, fea no era, pero no le calentaba para nada, dormir con un oso y un canguro medio místico. Sacudía la cabeza mientas se calzaba un gorro de papá noel color azul, gastado y roto, el pobre.
Ya con los equipos repartidos, el Pepe, la Teba y Tommy se pusieron de espaldas al fuego, onda azafatas, a darle las instrucciones al conjunto para que armaran las carpas sin posibilidad de error alguno. Así, como niñitos del bosque, los huevones comenzaron a ir dándole forma a las estructuras de caño y lona aislante.
De lo mejor era las carpas, redondas, con doble techo y doble piso, el cual se apoyaba a su vez en una fibra de aluminio flexible, ancha, con una goma aislante en el medio, de unos tres centímetros de ancho, ideal para impedir que la humedad del terreno filtrara la lona del piso de la carpa en la noche.
Mientras armaba su carpa, junto a Luanne y a Cindy, el bueno de Max miraba a su lado a Susan y a la Pancha y las amenazaba con gestos de cara y manos, como diciéndoles que tuvieran mucho cuidado, ya que él se iba a meter con ellas más tarde. Las chicas se la seguían, divertidas, riendo, provocándolo, echando nubecitas de tibio aire condensado por sus bocas rojas.
En una media lengua, aceptable de todas formas, Max la advertía a Luz de en donde se estaba metiendo, que tuviera cuidado porque esas chicas no eran buenas compañías, que si tenía algún problema en la noche no dudara en pedirle protección a él, que iba a ir pronto en su ayuda. Y así se iba armando el clima, bajo millones de estrellas que parecían que iban a caérseles encima.
Luz se había tomado buena parte de la breve travesía para relacionarse un poco con los gringos. En realidad lo había hecho con uno en especial. Con Max, un yanqui de San Francisco. Carpintero, hippie histórico, ecologista ahora, pero de un ala radicalizada, de izquierda, objetor de greenpeace y periodista alternativo. Muy linda persona, tanto física como espiritualmente.
Gran viajero, Max mostraba con orgullo un pasaporte que tenía sellos hasta en la carátula. No le faltaba conocer casi nada al carpintero. Sencillo, de gran corazón, generoso, intuitivo, divertido. Era lo que por ahora le había llamado la atención a la española. Más allá de que con Luanne se entendía, casi sin palabras, dentro de una comunicación muy delicada, propio del tipo de carácter que en un punto ambas tenían. Cuidadosas, sensibles.
Max también se había acercado a la Pancha y a Susan, la pecosa, movido por un interés casi explícito, el cual era tener sexo con alguna mujer esa noche, como para plantar la bandera en alguno de esos cuerpos, incluido el de Luz, cosa de asegurarse cierta preferencia, ya que las nombradas, junto con la Teba, la guía, eran muy para ser tenidas en cuenta todas.
No había dejado de trabajar en ese sentido el carpintero. Menos con la guía, la cual un poco por su rol y otro tanto porque daba la sensación de ser mujer o del Vélez o del Pepe, el otro guía, cosa que no terminaba de estar muy en claro, quedaba medio afuera de un potencial turismo erótico.
La loca de la Pancha y la tetona de Kentucky, Susan, lo habían dejado jugar y hacerse el mono, intentando seducirlas a las dos juntas, ya que la chilena vaya a saber en cuál estrategia, no se había apartado de la pecosa en toda la travesía. Max había descubierto las pipas que la Francisca muy arteramente le había dejado entrever, en un bolsillo lateral de su pantalones de exploradora, y luego todo había ido ascendiendo en la escalada de las insinuaciones. Más o menos que ya andaban por Tailandia, y no en viaje a los helados fiordos del extremo sur chileno. En Tailandia y con treinta y siete coma ocho grados a la sombra.
La movida de la Pancha Amenabar no era del todo rara. Lo que sorprendía era su arte, cómo en definitiva una pendeja de veinticinco años podía llegar a manipular así a huevones bastante más grandes. Porque lo que ahora se venía era el reparto de la gente para las carpas, las cuales eran todas de tres personas, menos una de cuatro, para Vélez y los guías.
Lo que se venía venir era como una fija, Luz de alguna manera ya lo intuía. La Pancha se iba a llevar a Susan y a Max para una carpa, dejándola a ella con la compañía triste de Luanne, y la poco deseable de Cindy, esa asistente social neoyorquina, de unos cuarenta años y unos ochenta kilos. Esa era la jugadita, la diversión con ella, con la Pancha, de la mano de sus pipas, y el aburrimiento a cargo de la española. Y sí, si alguien luego pretendía divertirse iba a tener que pagar peaje y pedir permiso por carta, con varios días de anticipación.
Me cago en la leche de esta putísima, como puede ser tan víbora, tan astuta. Y ya estamos llegando, no, si de ahí no saco al Max con nada, uh, qué va, el tío ya se ha hecho la película, no, no me da. Me la puso la muy puta. Mi madre, y esa gorda debe resoplar como un elefante. Ah, la hostia. Ya, qué va, a cultivar el lenguaje de las plantas con Luanne, pobre de nosotras.
El Calle-Calle echó al ancla, y comenzaron a cargar a los gomones, ya en el agua, con el equipo para acampar. La caleta era de una belleza de otro mundo. Al pie de un abrupto cerro que encallaba en el mar, poblado de araucarias que se dejaba caer sobre la playa. Azul, verde, tupido, como si miles de guerreros mapuches de madera, con grandes penachos, custodiaran esas costas atentos, altivos, listos para la pelea.
El equipo básico, las carpas, el agua, la comida y las ollas, fue transportado por los guías y un par de gringos forzudos y más que participativos, a un claro del bosque, medio rodeado por unas grandes rocas. Con los otros dos gomones, Vélez y la Teba completaron el acarreo del resto de los expedicionarios con sus mochilas. En el lanchón quedaba el capitán, Rearte, y dos marineros, Ramón y Mariño, gente sencilla, fuerte y hosca de la región.
Primero iban a hacer un gran fuego y luego armar las carpas, en semicírculo al derredor, ya que en un par de horas la temperatura iba a descender bruscamente, con una helada que iba a atravesar cualquier tipo de tela, para dejar temblando a medio mundo. El Vélez y los guías, como papás de una banda de huevones grandes, les daban instrucciones para que mudaran esa ropa, se abrigaran, con gorros de lana o polares, sobre todo, para que no se les fuera el calor del cuerpo por la cresta. Sí, sí, lana en todas las extremidades. Al Max se le empezaban a helar sus ardientes y urgentes bajos instintos.
Así fue que cuando se calentaba junto a la reciente fogata, siendo como era de la media California y bastante friolento, dado lo magro de su atlético y delgado cuerpo, no reparó que la Teba ya andaba en el reparto de la gente en las carpas, y que a sus espaldas la pecosa y la Pancha le confirmaban que ellas iban a estar juntas, y si quería, Luz podía sumárseles.
Teba se le acercó a la española, que estaba medio perdida, sin saber dónde acomodar al menos su mochila, y la consultó si prefería ir con las chicas, cosa a la que ella le dijo que bueno, que le daba lo mismo, que sí, en cualquier parte.
El hippie lindo no dejaba de lamentarse para adentro, medio resignado, ante lo mal que había terminado su jugada. Si había algo que no lo entusiasmaba era pernoctar en una carpa muerto de frío con un oso y una australiana medio melancólica, que parecía muda. No, fea no era, pero no le calentaba para nada, dormir con un oso y un canguro medio místico. Sacudía la cabeza mientas se calzaba un gorro de papá noel color azul, gastado y roto, el pobre.
Ya con los equipos repartidos, el Pepe, la Teba y Tommy se pusieron de espaldas al fuego, onda azafatas, a darle las instrucciones al conjunto para que armaran las carpas sin posibilidad de error alguno. Así, como niñitos del bosque, los huevones comenzaron a ir dándole forma a las estructuras de caño y lona aislante.
De lo mejor era las carpas, redondas, con doble techo y doble piso, el cual se apoyaba a su vez en una fibra de aluminio flexible, ancha, con una goma aislante en el medio, de unos tres centímetros de ancho, ideal para impedir que la humedad del terreno filtrara la lona del piso de la carpa en la noche.
Mientras armaba su carpa, junto a Luanne y a Cindy, el bueno de Max miraba a su lado a Susan y a la Pancha y las amenazaba con gestos de cara y manos, como diciéndoles que tuvieran mucho cuidado, ya que él se iba a meter con ellas más tarde. Las chicas se la seguían, divertidas, riendo, provocándolo, echando nubecitas de tibio aire condensado por sus bocas rojas.
En una media lengua, aceptable de todas formas, Max la advertía a Luz de en donde se estaba metiendo, que tuviera cuidado porque esas chicas no eran buenas compañías, que si tenía algún problema en la noche no dudara en pedirle protección a él, que iba a ir pronto en su ayuda. Y así se iba armando el clima, bajo millones de estrellas que parecían que iban a caérseles encima.
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