jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 6. El hombre que ríe

Con esa extraña calidad de porteño por partida triple, Alberto le estaba cambiando el agua al canario cantor que tenía en una jaulita de madera en el patio mientras en la cocina la pava sobre el fuego estaba ya reclamando su destino para el termo. Le silbó unos trinos provocadores al pajarito y se fue contento para la cocina, apagó la hornalla, le dio cause al agua y empezó a cargar con yerba el mate, con una bonita cuchara de madera. Lo cebaba con azúcar y cascaritas de naranja, una de esas costumbres que con el tiempo le habían ido modelando como una identidad casera y sencilla que sólo compartía con el canario y un temible gato que ahora dormía bajo la sombra de una planta de cedrón que inundaba de perfume el patio.
La cocinita era ni más ni menos que eso, un espacio hogareño típicamente valparadino, pequeña, aérea, ya que casi colgaba de un balcón del cerro Cordillera, en calle Pío Baroja, y con una mágica ventanuca que le permitía añorar el mar mientras lavaba su único plato o calentaba alguna vianda.
Rara vez recibía visitas, y cuando esto sucedía, generalmente para un cumpleaños o alguno que otro aniversario, los chilenos y él preferían la calidad del patio, para juntarse en el asado o la pizza a la parrilla que Alberto tan bien hacía. Así y todo la cocina se permitía una mesa no mucho más grande que un plato, en donde el argentino se cebaba su buenos mates y también hacía de escritorio, en donde pulía sus monólogos y escribía a veces cartas. También en esa mesa ordenaba los archivos del ángel.
A pesar que hacía ya un buen rato que había pasado el mediodía, y ya no quedaban dudas que el día iba a seguir así, con un calor bien soportable, Alberto encendió la radio para ver que andaba pasando en el mundo, cosa de la que no pudo enterarse, ya que sólo llegó a pillar el parte meteorológico que no le aportó nada. La música después vino de centro América, con un tema ya antiguo de Juan Luis Guerra, deseando que llueva café y un montón de cosas bien bonitas.
Del bolsillo de la chaqueta que colgaba de un tarugo de madera junto a la puerta sacó su pequeño grabador de reportajes. Rebobinó y lo puso en play, junto al mate. La voz que empezó a escucharse era la suya, clara, clarísima.
- Hoy es miércoles 12 de enero del 2000, son las 5,30 de la mañana, estoy en la esquina de Tomás Ramos con Serrano, hace unos minutos que he visto a Rosamel, y creo que él también, me parece que nuevamente se asustó, ya que se fue con cierta torpeza hacia atrás y tiró una pila de botellas vacías que debían de estar apiladas en la terraza. Más allá de su condición no deja de sorprenderme, o no sé, quizás es parte de su carácter, ya que se rajó una inconfundible puteada...- Ahí la grabación se cortaba.
Se cebó otro mate con cautela, para no quemarse, mientras sacudía la cabeza como afligido.
- Y ahí tuvo que aparecerse la gallega, justo ahí, cuando estaba por preguntarle si se había lastimado, si le había pasado algo, o si necesitaba ayuda. Justo ahí se vino a hacer la Luz. Hola, me llamo Luz, tú te llamas Alberto, mucho gusto. Ma si, gallega pesada, claro, la muy turra se sabe más que linda, y cree que ese pasaporte la habilita para andar jodiendo al primer cristiano que sorprende solo en medio de la nada. Total, ella está recorriendo el mundo. Y después, zarpada la loca, muy zarpada, no sabes dónde hay un café abierto ahora, y claro, uno que no puede con su karma, no le queda otra que acompañarla y darle charla hasta que los ascensores suban-.
Hizo una necesaria pausa para chupar con fruición de la bombilla de caña. Miró para el patio y con gracia, malicia y puntería sacudió a Sandokan, el temible gato, con un corcho de sidra que tenía a mano, en un estante. Buena puntería porque se lo puso en medio de las orejas. El gato pegó un salto junto con un importante maullido y se escapó de su vista. Lo corrió de nuevo con un grito mientras reía de su infantil ocurrencia.
- Gato malandra, andá a laburar un rato, que hay ocho ratones por persona en Valparaíso - Siguió con el mate y su querella.
- Como un mes hacía que no lo había visto, un mes más o menos, porque si mal no recuerdo, el último amanecer que lo vi fue para el 8 de diciembre, sí, sí, era el día de la virgen. Puta si estoy seguro que estaba a punto de hablarme - . Se cebó el cuarto mate al tiempo que metió la mano en una bolsa de tela que colgaba de un gancho y sacó un pedazo de pan con grasa que guardaba de una compra no muy reciente. Lo puso sobre una tostadora, en la hornalla pequeña. De la heladera sacó manteca y dulce de membrillo.
La vista del Pacífico que flotaba a lo lejos lo sacó un poco de la manía. Sacudió nervioso la cabeza haciéndose sonar las vértebras del cuello. Volvió a la cocinita cuando la corteza del pan empezó a echar humo. Tiró el pan sobre la mesa quemándose los dedos y espetó la correspondiente puteada. Apagó el fuego, se sentó soplándose la mano y se puso a untar el mendrugo ahora crujiente con manteca. Se pasó un poco por la punta de los dedos que le ardían. Comió con ganas mientras se servía el quinto mate.
- Y está bien buena la turra. Buenas tetas, un hermoso culo. Sí que está bien buena. Fotógrafa profesional la loca, puta si estará para sacarle un par de rollos en bolas, sí, sí, acá, en el patio, echada al lado de Sandokan, maullando. Linda guacha, lástima que se queda sólo un par de días, después se va para el sur la gallega, a conocer Chiloé, Valdivia, el Bio-Bio, qué se yo. Ma si, que se vaya pronto a la concha de su madre y no me interrumpa más cuando estoy grabando. Ahora, si quiere entregar la colita antes, estamos todos felices, no Sandokan, todos felices.








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