jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 7. Ceviche

La cocina del cabaré era una suerte de territorio sagrado en donde el gordo y pelado Ramón Cuellar, chef peruano, arequiteño, hacía de las suyas a diestra y siniestra. Verdad que daba gusto adentrarse en ese santuario que adoraba los colores y sabores más antiguos de la cocina indoamericana. Frascos de todos los tamaños, vidrios y formas, atesoraban en su contenido esencias que hubieran debido provocar justa envidia a cualquier creador de perfumes, a un buen enólogo inclusive. A un coleccionista de antiguas delicias.
Ahí estaba entonces don Cuellar, con ese enorme e impecable delantal bien ajustado, ciñéndole el rotundo volumen, dinámico, ágil, con los aprestos del exquisito ceviche de salmón rosado, obviamente a la peruana, que iba a ser el platillo que la casa recomendaría esa noche, también, y para hacerlo a lo grande, le iba a sumar en el momento del triunfo, unos enormes camarones de río, que sólo él, y más que seguro en beneficio de relaciones non santas, que iban de algunos detectives de investigaciones a otros selectos distribuidores de cocaína, lograba traficar en un día de las rías de su tierra inca.
En un rincón de la amplia y alhajada cocina, el gordo tenía instalado un equipo de audio que le llenaba los ingredientes de música. Una cesta de mimbre enorme desbordaba de redondos y verdes limones sutiles, variedad indicada para cevichear, algo más grande, verde y jugoso que el limón de pica, y un poco menos ácido. Por cierto que bastante más barato, dato no menor en la preparación de estos pescados y mariscos cocidos en esos jugos.
Así trajinaba Ramón, con una exprimidor mecánico, a manija, sumando centímetros cúbicos del sabroso líquido en una jarra de vidrio. Sobre la generosa mesada de madera, en fuentes de cerámica chatas y grandes, ya tenía listo el resto de los componentes, el salmón del día cortado en pequeños rectángulos, la cebolla morada bien pluma, finita, el ají lomoto en tiritas, sin nervio ni semilla, el perfumador cilantro, un toque de ajo y el detallín de un par de naranjitas amargas para sumar al sutil zumo.
La colada de esto, pasados unos veinte minutos, suficientes para que el todo tomara el sabor de las partes, daba como regalo la famosísima leche de tigre, trago más que arreglador para el comensal excesivo que no hubiera compensado con mesura la degustación del regio plato con la ingesta del mejor vino que le permitiera su bolsillo.
El compacto que el gordo había seleccionado para acompañarlo era un memorable recital que había juntado a Paco de Lucía, Al Di Meola y John Mc Laughlin, un viernes por la noche en San Francisco. La sumatoria de estas tres guitarras a un volumen por demás elevado, hacía que de tanto en tanto el gordo dejara de lado los quehaceres de su jefatura gastronómica para mandarse un zafarrancho de movimientos danzantes que compartía con la complicidad secreta de conservas y encurtidos, danza única que seguramente hubiera reprimido de haber sabido que la iba a presenciar algún circunstancial testigo.
Y bueno, ese era ni más ni menos que don Vilches, que a punto de entrar en la cocina, convocado tanto por la certeza del horario como por el festival acústico, plantó pudoroso su metro cincuenta y siete de estatura en el umbral de la puerta, no atinó ni a retroceder ni a terminar de entrar, ni mucho menos a decir qué estas haciendo gordo, le quieres sacar el trabajo al Alejandro, pero no, se guardó bien prudente la “tallita” (broma, chascarrillo, comentario chusco, zumbón) que era demasiado fácil y no dejó de asombrarse y disfrutar un poco de la solitaria danza de su amigo y cocinero preferido.
Inevitablemente el gordo se pasó de rosca con el entusiasmo y dio un giro completo sobre su circunferencia, con medio limón en cada mano, sustituto agridulce de hispanas castañuelas, y se encontró con la presencia estática del Vilches con cara de nada y hola al mismo tiempo. Sin hacer un corte brusco, siguió con el impulso, dejó las mitades de los limones sobre la mesada y tomando el control remoto que estaba sobre un ristra de ajos, bajó drásticamente el volumen del fandango.
No con poco gracia le hizo una reverencia al jefe, con el cual había compartido demasiadas trasnoches en puterios de varios puertos de la costa del pacífico, intimidad que cooperaba para que no hubiera casi secretos ni vergüenzas entre ambos.
- Ya pues Toño, que el show no es gratis, aplauso, reconocimiento, fama, necesito fama ! - Reclamó gimiente y divertido el gordo, al convidado y todavía sorprendido Vilches.
- Puta que te mueves bien gordo, andai tomando clases de danza con la Carmencita ?- Lo azuzó el Vilches, con la necesaria malicia que le exigía su doble condición de jefe y sabio conocedor de las debilidades carnales del peruano.
- Epa, epa, si vamos a meternos con la flaquezas, las debilidades, las intimidades casi, vamos mal encaminados compañero. Que si alguien ha tomado alguna leccioncilla privada con la Carmen no ha sido ese mi caso -. Ahí la dejó picando el gordo, sabedor de que el petiso no había dejado de darse un gusto, dentro del cuidado equilibrio erótico que sostenía con su amada esposa, la Tere, y había alentado su paladar curioso con cuanta bailarina había pasado por la compañía.
- Puta con el lugar común, gordo, ahora vas a decir a buen entendedor pocas palabras, o que en la noche todos los gatos son pardos y te vas a quedar convencido de que la política se perdió una perla con tu discurso -. Se defendió creyéndose artero el Vilches, como si la Tere hubiera puesto micrófonos en la cocina o estuviera escondida adentro de un saco de papas.
El pícaro cocinero reparó en que sus labores no daban espacio ya para más dislates y con un cariñoso ademán que podía traducirse en varias lenguas como un respetable idos al carajo, tengo que trabajar, le dio la espalda al desafiante hombrecito, habida cuenta que dentro de una escueta y hegeliana dialéctica, el poder lo sostenía Vilches con el ejercicio cotidiano de quedarse con la última palabra, así fuera con el amigo y cocinero gordo y peruano con el que había sabido andar en pelotas, compartiendo putas y agregados.
Dio por terminada la escaramuza y se arrimó entre las fuentes al advertir el bello espectáculo de unos tres kilos de camarones de río, de un tamaño que era premiun, ya precocidos, dándose la licencia de tomar uno y empezar a pelarlo con precisión y cuidado.
- Esta si que es mercadería, ah, Cuellar, quién te anda abasteciendo ahora ?-. Inquirió Vilches para pasar la página del todo.
- Unos peruanos que me parece que trabajan para los pacos, y si, bajan de todo, tejido, pisco, papa morada, incacola, cerveza, mariscos y coca, de la blanca y la rosadita, todo fresco y con los mejores precios. Full delivery las veinticuatro horas, qué se yo, luquearán hasta que se les acabe la joda, como siempre, hasta que los tiras le pidan una participación muy hijaputa -. Sentenció el gordo, conocedor de las fluctuaciones del mercado del ilícito y de las debilidades humanas, de la corrupción tamaño hormiga.
- Ya pues gordo, si eres socio, eres socio, hablando como estamos hablando de mercados dinámicos. Si el tira sube el porcentaje es porque se le ha enterado algún componente del G 7, o algún jerárquico, no te van a andar apretando de puro huevón cafisho. Nadie porque sí va a andar matando la gallina de los huevos de coca -. Terció el Vilches, que esa tarde parecía no estar dispuesto a darle una cuarta el gordo en tema alguno.
Cuellar estaba tomando presión, ya que tiró las dos últimas mitades de los casi cincuenta limones que había exprimido contra las noventa y ocho restantes como si estuviera de lanzador del Notre Dame de Nueva York, los exprimidos citrus saltaron acusando el impacto.
-Señor, señor, por favor, los tiras aprietan porque son unos reverendísimos hijos de puta, porque el p-o-d-e-r, el p-o-d-e-r que ejercitan se lo habilita, porque del otro lado tienen unos peruanitos más buenos que la malva, y porque la maldad, la conchudez de sus putas madres, les sale así, con gusto, sin esfuerzo alguno, con connaturalidad dirían los estudiosos serios de las ciencias morales.
- Porque si no son hijos de puta dejan de ser ellos, creíbles para sí mismos, y porque sin terror el negocio no existe -. Terminó el peruano casi a los gritos, ante la mirada atónita del Vilches que estaba pelando el tercer camarón de su serie privada, el cual luego pasaba por un pote de mayonesa casera, apenas saborizada con ajo, otro de los manjares que elaboraba el gordo, y se lo devoraba con la ciencia de un epicúreo.
- Porqué te pones tan de punta, gordo, a ver si terminamos el análisis con que los ratis son unos chilenos concha de su madre y los narcos unos pobres peruanos perseguidos por nazis, ya don Cuellar, no seamos simplistas -. Redondeó don Antonio, intentando bajar los decibeles de la discusión, pero sin por ello amagar a dejar su posición así nomás, gratuitamente.
El gordo estaba más que caliente por la evasiva y un poco cínica dialéctica del enano que tenía a su lado, tragándose uno tras otro los suculentos camarones de río que él había procurado gracias a dinero y prestigio propios. Y no era momento ese como para andar administrando la ira. Así que tomó la fuente con el preciado cargamento de frutos marinos clandestinos, lo sacó de delante de la vista del otro y le guardó muy técnicamente en la heladera, hasta el momento que fuera a necesitarlos, tiempo que manejaría él como mejor le viniera en gana. Movimiento que diligenció con rapidez y no sin antes pedir permiso.
Antonio Valeriano Vilches Galdames acusó el jab con oficio pero así y todo en medio del hígado, inició un casi distraído mutis por el foro, no sin antes enjuagarse las manos en la pileta y secárselas con un medio mantel blanco que dejó con toda la mala leche tirado sobre la fuente portadora de la cebolla morada picada. Se fue yendo como quien no quiere la cosa, no sin antes de salir intentar recomponer el mal humor que se había generado así, tan improvisadamente.
- Eres bien bueno bailando, guatón -. Ante el silencio estratégico del peruano que no iba a negociar la retirada del chileno petiso, Vilches se jugó la última carta, tensando al máximo la confianza de la amistad que los unía. - Gordo pesado, la próxima vez los mariscos me los importas con factura -. Lo amenazó con una definitiva declaración de amistosa derrota.

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