La mañana del campamento del Chaitén ha estado impregnada de una fina llovizna, que no caía, flotaba un poco sobre todo, humedeciendo personas, objetos, cosas, la arena, los árboles, el agua, sí, también el agua, posada en medio del canal, ya con la forma de una persistente y blanca bruma. Estaba bueno el clima, era fiel reflejo de lo que se respiraba un poco en el grupo, después de la fiestita de las chicas, la carpa orinada, el escándalo previo, la falta de onda que le reprocha un poco el conjunto, a ese grupito que se abrió así, tan impúdico, tan exclusivo, sin pensar que ahí son como ocho más con ganas de compartir, de divertirse.
Ahora lo que domina el paisaje humano es una consistente cara de culo, hartos silencios, gestos mínimos, algo que se está metiendo debajo de la piel, y que de instalarse, va a complicar bastante lo que resta por recorrer, que es casi el ochenta por ciento del viaje. Pronto tiene que pasar algo, cambiar el viento, tanto como los ánimos.
Y la cosa no puede pasar ni por Vélez ni por los guías, tan humanos que son ellos, como el resto, como los gringos, se han sentido superados por una falta de solidaridad, un exceso de liberalidad, un libertinaje, y al Vélez le quema en el cuello esa maldita palabra, que los deja así, medio ahuevonados, tontones, mirando la niebla como si fuera la primera vez que les pasa, sin decidirse a levantar campamento, que es lo que cabe, y mandarse a mudar para el sur, en el Calle-Calle.
Luanne se ha acercado a la Teba, la consulta con dificultad en su media lengua, ya que no quiere que la chilena le hable en inglés, para facilitarle el cuento. Ella está estudiando español en su tierra, es más, con un profesor chileno, y pretende ahora hablar como sea, darse a entender despacio, equivocándose, repitiendo varias veces los errores, ante la agotada paciencia o el humor de quien la escucha.
La guía ya ha tomado nota, se acerca al Vélez y le pregunta con discreción, también con dudas. El Vélez al final le dice que sí, que se puede, que por ahí cerca, pero que sí, que le den nomás con un kayac.
La australiana se alegra como si le hubieran autorizado un viaje al centro de la tierra. No, ahí nomás quiere ir la gringa, remando por el medio de la bruma. Cuando está por retirar un kayac chico, le pide a la Teba que la espere y va hasta la mesa, en donde Luz toma café y fuma, pálida, medio ida, y la invita, que si no quiere ir a remar un poco en medio de la bruma. Luz le dice que sí por no decirle que no. En el fondo le da lo mismo.
Salen en definitiva con un kayac doble, ayudados por el Pepe y Tommy en el traslado de la pesada embarcación hasta la orilla, cosa que simplifican bastante haciéndolo rolar sobre unos troncos. La Teba les insiste con toda precisión que no dejen de tenerlos a la vista a ellos. Que no se olviden de esta indicación porque puede ser medio peligroso.
Luanne dice todo el tiempo que sí con la cabeza, como un niño. Finalmente les dan un envión y parten.
Cuenta la leyenda que en el puerto de Odessa, en el Mar Negro, el cineasta ruso Sergei Einsestein salió una mañana de noviembre del año 1924, con su director de fotografía y camarógrafo, el suizo Eduard Tissé, y otro compañero del equipo, Alexandrov, a remar en medio de la bruma, en una barcaza, ya que la densa neblina les impedía filmar. Así y todo Tissé llevó su cámara, como correspondía, y filmó la memorable secuencia del puerto y las escalinatas bajo la bruma, incluida luego en el montaje ideológico de esa zaga de la génesis de la revolución de octubre, que luego se limitó al Potemkim.
Luz no tenía porqué conocer esta historia, ni justo en ese momento recordarla, no estaba para eso, así que se fue a remar en medio de esa neblina sin su cámara, en un canal externo a esa caleta, cercana al Chaitén del mapa.
Y fue una verdadera pena que no la llevara, ya que el espectáculo era de una belleza inédita. Por momentos la niebla se cerraba tanto que uno sentía como que remaba en medio de las nubes. Viendo de repente pedazos del paisaje que se colaban por las rajaduras de esa leche del aire, por esa espuma flotante.
A esto se le sumaba el silencio, que era absoluto, dejándolo a uno más mudo que nunca, incapaz de violar esa silente y pacífica calma chicha, que circulaba debajo de kayac, transformada en agua salada.
De repente el silencio y la quietud del agua se quebró por el paso de una aleta dorsal que cortó eléctrica la espuma que apenas levantaban los remos de Luanne y de Luz.
Era un delfín azul, austral, que como un fantasma había aparecido desde el fondo del mar para ver lo bien que estaba todo ahí arriba. Pasó nuevamente sacando medio cuerpo fuera del agua, a escasos metros del kayac, acelerando por cierto el pulso de las náuticas, despertando definitivamente a Luz con una buena descarga de adrenalina. El pez era bellísimo, volvió a aparecer del otro lado de kayac, ya jugando, para pegar un definitivo salto, emerger con todo el cuerpo en el aire delante de ellas, para sumergirse luego de manera tan sorpresiva como final.
Ese minuto, o minuto y medio de distracción había sido suficiente como para que ellas perdieran de vista la costa, el campamento. Luz sintió que se desmayaba, que eso no podía estar pasándoles a ellas. Con la voz que le salía como ahogada, seca, le avisó a Luanne que nos se veía ya la costa, las carpas, la gente. Que no remaran más, al menos, a ver cómo las llevaba la corriente.
Los kayacs, sean individuales o en pareja, tienen una especie de carpa que los cubre, impidiendo que el agua entre al cuerpo, a las piernas, la cual se cierra sobre uno, sobre el chaleco salvavidas, con una serie de botones a presión, bastante seguros. Esto quiere decir que Luanne, que remaba delante, no le estaba viendo la palidez del rostro a Luz, ni ella podía saber qué pasaba con la cara de la australiana, que para el caso, no sabemos si era mejor o peor. Sólo podían hablarse así, de espaldas, un poco a los gritos.
Así, cuando la australiana levantó su mano derecha y la puso en el alto, sosteniendo con firmeza y ostentación una notoria brújula, la española casi se pone a llorar, al menos se tomó la cara con ambas manos, después de haber apoyada el remo frente a ella.
Luanne hizo un poco de equilibrio frente a su pecho con el mágico magnético, y luego sacó el brazo izquierdo, paralelo al agua, como para doblar, señalando el rumbo correcto.
Giró Luz el timón con la pedalera de los pies, que gobernaba ella, y empezaron a remar como si estuvieran en una regata olímpica. Cinco interminables minutos demoraron en ver aparecer de nuevo las carpas rojas del campamento.
Después aflojaron, un poco por el cansancio y otra tanto porque se les soltaron los nervios. Estaban llegando, saliendo de esa bruma que se levantaba ahora, partida por cantidad de rayos del sol que le hacían daño. Así llegaron a buen puerto la australiana y la española, como en un cuento de hadas, de adentro del arco iris.
Ahora lo que domina el paisaje humano es una consistente cara de culo, hartos silencios, gestos mínimos, algo que se está metiendo debajo de la piel, y que de instalarse, va a complicar bastante lo que resta por recorrer, que es casi el ochenta por ciento del viaje. Pronto tiene que pasar algo, cambiar el viento, tanto como los ánimos.
Y la cosa no puede pasar ni por Vélez ni por los guías, tan humanos que son ellos, como el resto, como los gringos, se han sentido superados por una falta de solidaridad, un exceso de liberalidad, un libertinaje, y al Vélez le quema en el cuello esa maldita palabra, que los deja así, medio ahuevonados, tontones, mirando la niebla como si fuera la primera vez que les pasa, sin decidirse a levantar campamento, que es lo que cabe, y mandarse a mudar para el sur, en el Calle-Calle.
Luanne se ha acercado a la Teba, la consulta con dificultad en su media lengua, ya que no quiere que la chilena le hable en inglés, para facilitarle el cuento. Ella está estudiando español en su tierra, es más, con un profesor chileno, y pretende ahora hablar como sea, darse a entender despacio, equivocándose, repitiendo varias veces los errores, ante la agotada paciencia o el humor de quien la escucha.
La guía ya ha tomado nota, se acerca al Vélez y le pregunta con discreción, también con dudas. El Vélez al final le dice que sí, que se puede, que por ahí cerca, pero que sí, que le den nomás con un kayac.
La australiana se alegra como si le hubieran autorizado un viaje al centro de la tierra. No, ahí nomás quiere ir la gringa, remando por el medio de la bruma. Cuando está por retirar un kayac chico, le pide a la Teba que la espere y va hasta la mesa, en donde Luz toma café y fuma, pálida, medio ida, y la invita, que si no quiere ir a remar un poco en medio de la bruma. Luz le dice que sí por no decirle que no. En el fondo le da lo mismo.
Salen en definitiva con un kayac doble, ayudados por el Pepe y Tommy en el traslado de la pesada embarcación hasta la orilla, cosa que simplifican bastante haciéndolo rolar sobre unos troncos. La Teba les insiste con toda precisión que no dejen de tenerlos a la vista a ellos. Que no se olviden de esta indicación porque puede ser medio peligroso.
Luanne dice todo el tiempo que sí con la cabeza, como un niño. Finalmente les dan un envión y parten.
Cuenta la leyenda que en el puerto de Odessa, en el Mar Negro, el cineasta ruso Sergei Einsestein salió una mañana de noviembre del año 1924, con su director de fotografía y camarógrafo, el suizo Eduard Tissé, y otro compañero del equipo, Alexandrov, a remar en medio de la bruma, en una barcaza, ya que la densa neblina les impedía filmar. Así y todo Tissé llevó su cámara, como correspondía, y filmó la memorable secuencia del puerto y las escalinatas bajo la bruma, incluida luego en el montaje ideológico de esa zaga de la génesis de la revolución de octubre, que luego se limitó al Potemkim.
Luz no tenía porqué conocer esta historia, ni justo en ese momento recordarla, no estaba para eso, así que se fue a remar en medio de esa neblina sin su cámara, en un canal externo a esa caleta, cercana al Chaitén del mapa.
Y fue una verdadera pena que no la llevara, ya que el espectáculo era de una belleza inédita. Por momentos la niebla se cerraba tanto que uno sentía como que remaba en medio de las nubes. Viendo de repente pedazos del paisaje que se colaban por las rajaduras de esa leche del aire, por esa espuma flotante.
A esto se le sumaba el silencio, que era absoluto, dejándolo a uno más mudo que nunca, incapaz de violar esa silente y pacífica calma chicha, que circulaba debajo de kayac, transformada en agua salada.
De repente el silencio y la quietud del agua se quebró por el paso de una aleta dorsal que cortó eléctrica la espuma que apenas levantaban los remos de Luanne y de Luz.
Era un delfín azul, austral, que como un fantasma había aparecido desde el fondo del mar para ver lo bien que estaba todo ahí arriba. Pasó nuevamente sacando medio cuerpo fuera del agua, a escasos metros del kayac, acelerando por cierto el pulso de las náuticas, despertando definitivamente a Luz con una buena descarga de adrenalina. El pez era bellísimo, volvió a aparecer del otro lado de kayac, ya jugando, para pegar un definitivo salto, emerger con todo el cuerpo en el aire delante de ellas, para sumergirse luego de manera tan sorpresiva como final.
Ese minuto, o minuto y medio de distracción había sido suficiente como para que ellas perdieran de vista la costa, el campamento. Luz sintió que se desmayaba, que eso no podía estar pasándoles a ellas. Con la voz que le salía como ahogada, seca, le avisó a Luanne que nos se veía ya la costa, las carpas, la gente. Que no remaran más, al menos, a ver cómo las llevaba la corriente.
Los kayacs, sean individuales o en pareja, tienen una especie de carpa que los cubre, impidiendo que el agua entre al cuerpo, a las piernas, la cual se cierra sobre uno, sobre el chaleco salvavidas, con una serie de botones a presión, bastante seguros. Esto quiere decir que Luanne, que remaba delante, no le estaba viendo la palidez del rostro a Luz, ni ella podía saber qué pasaba con la cara de la australiana, que para el caso, no sabemos si era mejor o peor. Sólo podían hablarse así, de espaldas, un poco a los gritos.
Así, cuando la australiana levantó su mano derecha y la puso en el alto, sosteniendo con firmeza y ostentación una notoria brújula, la española casi se pone a llorar, al menos se tomó la cara con ambas manos, después de haber apoyada el remo frente a ella.
Luanne hizo un poco de equilibrio frente a su pecho con el mágico magnético, y luego sacó el brazo izquierdo, paralelo al agua, como para doblar, señalando el rumbo correcto.
Giró Luz el timón con la pedalera de los pies, que gobernaba ella, y empezaron a remar como si estuvieran en una regata olímpica. Cinco interminables minutos demoraron en ver aparecer de nuevo las carpas rojas del campamento.
Después aflojaron, un poco por el cansancio y otra tanto porque se les soltaron los nervios. Estaban llegando, saliendo de esa bruma que se levantaba ahora, partida por cantidad de rayos del sol que le hacían daño. Así llegaron a buen puerto la australiana y la española, como en un cuento de hadas, de adentro del arco iris.
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